Todos sabemos que Michelle Bachelet ganará las elecciones. La única duda es si lo será en primera o, más bien por el número de candidatos y una posible alta abstención, en segunda vuelta. Y si su votación será tan aplastante que hará imposible la obstrucción de una minoría recalcitrante.
Por ello es difícil prever si su segunda administración cerrará la gigantesca brecha que existe entre la clase política y el sentir popular, a pesar de los esfuerzos del Presidente Piñera de ser querido y de sus presuntos éxitos económicos, según las mediciones tecnocráticas. Y para lograrlo, una gran mayoría ciudadana es imprescindible.
Cierto es que se trata de dos personalidades muy diferentes. Bachelet nos es una madre preocupada. Piñera tiene la arrogancia de un tecnócrata que se hizo multimillonario en pocos años.
Según encuestas, la mayoría de los chilenos prefiere el calor humano a la fría distancia de los expertos, a quienes además poco entienden. Incluso un porcentaje no despreciable de diplomados universitarios son analfabetos funcionales.
Más todavía, la mayoría de los que declaran que votarán por Bachelet son mayores, mujeres, rurales y del sector socioeconómico D, el más numeroso, precario y con menos esperanzas sobre su futuro; es decir, son poco exigentes y acríticos de la asistencia social.
Una juventud rebelde
En contraste, los jóvenes urbanos, especialmente estudiantes, son los movilizados; y dominan la plaza pública que hoy tiene una notable influencia en el país. Son impacientes. Y están frustrados por dos cuentos del tío: el de las nuevas clases medias, a pesar de que tienen ingresos inferiores a las de los pobres de los países desarrollados; y que el país está en el umbral del desarrollo con una economía exportadora de productos primarios, en especial cuprífera, la única actividad con alta productividad y buenos salarios.
Creen también que las soluciones son rápidas, educación pública gratuita y de calidad, financiada por una reforma tributaria. Las hizo suyas el programa de la Nueva Mayoría, más una nueva Constitución para terminar con los candados autoritarios que nos legó la dictadura. Todo eso está muy bien, pero es insuficiente, y no es una varita mágica.
Toma años y esfuerzos desarrollarse; no es como construir un centro comercial. Cuando se menciona la trampa del ingreso medio para justificar que no se avanza, se habla en verdad de la maldición de las materias primas, que mantiene el subdesarrollo en los países extractivistas.
No obstante, es posible superar esa trampa. En 1960 Japón e Italia tenían un ingreso per cápita similar al de Argentina, Uruguay y Chile; España, Portugal, Grecia, Chipre y Barbados algo inferior, y Corea del Sur más bajo que el de todos los países latinoamericanos. Hoy, nos pasaron a todos.
El desarrollo no es sólo cuantitativo, también es cualitativo. Para tener una educación de calidad, su cimiento, hay que comenzar con los maestros y la educación parvularia, en los que destacan Finlandia y Corea del Sur, donde la enseñanza es la más prestigiosa profesión.
Hay que culminar esa base con una economía que ofrezca trabajos también de calidad a personas educadas, con una productividad similar a la que hoy tiene nuestra gran minería, cuyos trabajadores producen seis veces más que un empleado de un centro comercial y cuatro veces más que uno bancario. Aunque con más cerebro que músculo en una economía cada día más ingrávida.
El proyecto lo dicta la historia
Hasta hoy ningún programa político menciona cómo hacerlo, salvo en parte el informe de Res Publica, una investigación privada financiada por los Luksic.
Ni se insiste en la necesidad de políticas de desarrollo sectoriales, proposición de la CEPAL y de personalidades internacionales destacadas que han visitado nuestro país, como Michael E. Porter (Harvard, director del Instituto de Estrategia y Competitividad), Ricardo Hausmann (Harvard, director del Centro para el Desarrollo Internacional), Martin Wolff (jefe de análisis económico del Financial Times ), etc., lo que permitiría transformar el maná del cobre, de la importación de armas a un plan de desarrollo con financiamiento nacional.
Para lograrlo siempre se requiere de un Estado activo, desde el mercantilismo inglés al desarrollismo asiático y a la DARPA (Agencia de Proyectos de Investigación Avanzada en Defensa, por su sigla en inglés), servicio público clave en el desarrollo científico y tecnológico norteamericano.
Y todos los países que nos han sobrepasado en el último medio siglo tienen menos libertad económica que Chile, según el índice de la Heritage Foundation. Por ello Hausmann criticó que nuestro Estado renunciara a promover el desarrollo, y sólo es considerado extremista por la plutocracia chilena y el chavismo venezolano.
¿Recuperará esa función estatal básica nuestra Presidenta? Lo que más me preocupa es que se sumen dos factores que permitan la obstrucción de minorías recalcitrantes:
1. Que la Nueva Mayoría no logre los quórums especiales en ambas Cámaras, y
2. Que Bachelet no obtenga la mitad más uno, no de los votos, sino del padrón.
En ese caso, seguiremos como en el pasado concertacionista, cambio en la continuidad o en la medida de lo posible , en la postpolítica, con una ciudadanía crecientemente embravecida por la antipolítica.
¡Que Dios nos pille confesados!
Por ello es difícil prever si su segunda administración cerrará la gigantesca brecha que existe entre la clase política y el sentir popular, a pesar de los esfuerzos del Presidente Piñera de ser querido y de sus presuntos éxitos económicos, según las mediciones tecnocráticas. Y para lograrlo, una gran mayoría ciudadana es imprescindible.
Cierto es que se trata de dos personalidades muy diferentes. Bachelet nos es una madre preocupada. Piñera tiene la arrogancia de un tecnócrata que se hizo multimillonario en pocos años.
Según encuestas, la mayoría de los chilenos prefiere el calor humano a la fría distancia de los expertos, a quienes además poco entienden. Incluso un porcentaje no despreciable de diplomados universitarios son analfabetos funcionales.
Más todavía, la mayoría de los que declaran que votarán por Bachelet son mayores, mujeres, rurales y del sector socioeconómico D, el más numeroso, precario y con menos esperanzas sobre su futuro; es decir, son poco exigentes y acríticos de la asistencia social.
Una juventud rebelde
En contraste, los jóvenes urbanos, especialmente estudiantes, son los movilizados; y dominan la plaza pública que hoy tiene una notable influencia en el país. Son impacientes. Y están frustrados por dos cuentos del tío: el de las nuevas clases medias, a pesar de que tienen ingresos inferiores a las de los pobres de los países desarrollados; y que el país está en el umbral del desarrollo con una economía exportadora de productos primarios, en especial cuprífera, la única actividad con alta productividad y buenos salarios.
Creen también que las soluciones son rápidas, educación pública gratuita y de calidad, financiada por una reforma tributaria. Las hizo suyas el programa de la Nueva Mayoría, más una nueva Constitución para terminar con los candados autoritarios que nos legó la dictadura. Todo eso está muy bien, pero es insuficiente, y no es una varita mágica.
Toma años y esfuerzos desarrollarse; no es como construir un centro comercial. Cuando se menciona la trampa del ingreso medio para justificar que no se avanza, se habla en verdad de la maldición de las materias primas, que mantiene el subdesarrollo en los países extractivistas.
No obstante, es posible superar esa trampa. En 1960 Japón e Italia tenían un ingreso per cápita similar al de Argentina, Uruguay y Chile; España, Portugal, Grecia, Chipre y Barbados algo inferior, y Corea del Sur más bajo que el de todos los países latinoamericanos. Hoy, nos pasaron a todos.
El desarrollo no es sólo cuantitativo, también es cualitativo. Para tener una educación de calidad, su cimiento, hay que comenzar con los maestros y la educación parvularia, en los que destacan Finlandia y Corea del Sur, donde la enseñanza es la más prestigiosa profesión.
Hay que culminar esa base con una economía que ofrezca trabajos también de calidad a personas educadas, con una productividad similar a la que hoy tiene nuestra gran minería, cuyos trabajadores producen seis veces más que un empleado de un centro comercial y cuatro veces más que uno bancario. Aunque con más cerebro que músculo en una economía cada día más ingrávida.
El proyecto lo dicta la historia
Hasta hoy ningún programa político menciona cómo hacerlo, salvo en parte el informe de Res Publica, una investigación privada financiada por los Luksic.
Ni se insiste en la necesidad de políticas de desarrollo sectoriales, proposición de la CEPAL y de personalidades internacionales destacadas que han visitado nuestro país, como Michael E. Porter (Harvard, director del Instituto de Estrategia y Competitividad), Ricardo Hausmann (Harvard, director del Centro para el Desarrollo Internacional), Martin Wolff (jefe de análisis económico del Financial Times ), etc., lo que permitiría transformar el maná del cobre, de la importación de armas a un plan de desarrollo con financiamiento nacional.
Para lograrlo siempre se requiere de un Estado activo, desde el mercantilismo inglés al desarrollismo asiático y a la DARPA (Agencia de Proyectos de Investigación Avanzada en Defensa, por su sigla en inglés), servicio público clave en el desarrollo científico y tecnológico norteamericano.
Y todos los países que nos han sobrepasado en el último medio siglo tienen menos libertad económica que Chile, según el índice de la Heritage Foundation. Por ello Hausmann criticó que nuestro Estado renunciara a promover el desarrollo, y sólo es considerado extremista por la plutocracia chilena y el chavismo venezolano.
¿Recuperará esa función estatal básica nuestra Presidenta? Lo que más me preocupa es que se sumen dos factores que permitan la obstrucción de minorías recalcitrantes:
1. Que la Nueva Mayoría no logre los quórums especiales en ambas Cámaras, y
2. Que Bachelet no obtenga la mitad más uno, no de los votos, sino del padrón.
En ese caso, seguiremos como en el pasado concertacionista, cambio en la continuidad o en la medida de lo posible , en la postpolítica, con una ciudadanía crecientemente embravecida por la antipolítica.
¡Que Dios nos pille confesados!