Comenzamos por la famosa exhortación que nos dirigió José Ortega y Gasset, «Argentinos, a las cosas», quien siempre supuso que los argentinos teníamos una peligrosa capacidad de ensoñación, un recurrente alejamiento de la realidad, que nos impulsaba a vagar por paraísos imaginarios de los cuales nos caíamos estrepitosamente de vez en vez hasta que, después de un intervalo lúcido, volvíamos a las andadas.
Ortega escribió y habló con frecuencia de esta Argentina que lo atraía y lo inquietaba al mismo tiempo, perseguidora entusiasta de los periódicos relatos que alimentaban, sucesivamente, su ilusión y su desencanto. En un ensayo titulado «La pampa… promesas», por ejemplo, el genial ensayista español atribuyó nuestra preferencia por lo que ahora llamamos «el relato» al efecto invisible y profundo que en nosotros produce el paisaje de la pampa, una visión cotidiana que, a la inversa de las visiones de montaña, se empieza a ver por el final porque no toma en cuenta los obstáculos ni los datos intermedios. Esta extraña estructura perceptiva induce al argentino a «soñar» la realidad antes de explorarla y estudiarla. Y de ahí provienen sus entusiasmos y sus decepciones. Pero la realidad, al contrario, son las cosas, del latín «res», que quiere decir justamente eso, «cosa». Los argentinos, en suma, vivimos atentos a nuestras ensoñaciones, vivimos alejándonos y acercándonos periódicamente a las cosas, pero no vivimos pendientes de ellas, sino de lo que imaginamos sobre ellas. Somos, en cierta forma, los novelistas de nuestra realidad.
Podría esbozarse, así, un ensayo sobre los entusiasmos y las decepciones sucesivas que impresionaron a los argentinos. Son como la sístole y la diástole de un inmenso corazón. Y es interesante marcarlo justamente ahora, cuando el ir y venir de este vasto movimiento acaba de dar un nuevo giro. Dicho con otras palabras, en estos momentos agoniza, tras una larga vigencia, el relato kirchnerista, porque, después de haber reinado por diez años, en las elecciones del 27 de octubre el pueblo argentino le notificó que se había cansado de él.
En cierto modo, el agotamiento de un relato pone en crisis a quienes vivían de él. En este sentido, Cristina y el cristinismo han pasado a ser, apenas, los sobrevivientes de una pretensión que se desplaza hacia el olvido. ¿Quiénes los reemplazarán? Ésta es la cuestión. Ésta es, en verdad, la única cuestión que debería preocuparnos. ¿Quiénes serán los autores del próximo libreto? ¿Quiénes pasarán a ser, de hoy en más, los intérpretes de nuestros sueños?
Hubo un tiempo en el que diversas minorías intentaron capitalizar esta inmensa reserva de esperanza. Cuando comprobamos que desde hace tres décadas vivimos en democracia, las demás opciones, militares o civiles, ya resultan anacrónicas. De 1912 a 1930, de la ley Sáenz Peña al golpe militar del 6 de septiembre, el primer ensayo de nuestra democracia duró solamente 18 años porque gravitaban dentro de él militares y «militantes» que aún pretendían imponerse por la fuerza a los demás. Pero en los treinta años que han corrido de 1983 hasta hoy se han apagado las pasiones y las ilusiones. Hemos madurado. La «segunda democracia», por lo visto, podría durar indefinidamente, al igual que las democracias estables de Europa o de América latina. Los argentinos hemos arribado, al parecer, a la ancha playa de la estabilidad.
Lo que más importa ahora, por lo tanto, ya no es si la «segunda democracia» durará, porque es razonable suponer que sí, sino cuál será su próxima etapa. ¿Nos animaremos a ponerle un nombre propio? Ese nombre, ¿será el de Massa, el de Macri, o el de algún otro? Lo que parece evidente es que el tiempo político se divide de ahora en más en dos: la suave agonía política de la propia Cristina, que a menos que se perturbe se desplazará mansamente hacia el olvido, y la impetuosa emergencia de su sucesor. Cristina, todavía, quiso adoptar un aire épico. El 27 de octubre, los votantes, que son los únicos soberanos, le dijeron que no.
Recuerdo que Guido Di Tella solía decir, con esperanza, que algún día llegaríamos a ser «un país aburrido». Éste fue uno de los sueños de Di Tella. El segundo sueño fue que ocuparíamos las Malvinas «por las buenas», para lo cual era indispensable seducir a los isleños. Si la primera esperanza se está cumpliendo, ¿qué nos impide anticipar la segunda, aunque avancemos hacia ella con la velocidad de un caracol?
© LA NACION .
Ortega escribió y habló con frecuencia de esta Argentina que lo atraía y lo inquietaba al mismo tiempo, perseguidora entusiasta de los periódicos relatos que alimentaban, sucesivamente, su ilusión y su desencanto. En un ensayo titulado «La pampa… promesas», por ejemplo, el genial ensayista español atribuyó nuestra preferencia por lo que ahora llamamos «el relato» al efecto invisible y profundo que en nosotros produce el paisaje de la pampa, una visión cotidiana que, a la inversa de las visiones de montaña, se empieza a ver por el final porque no toma en cuenta los obstáculos ni los datos intermedios. Esta extraña estructura perceptiva induce al argentino a «soñar» la realidad antes de explorarla y estudiarla. Y de ahí provienen sus entusiasmos y sus decepciones. Pero la realidad, al contrario, son las cosas, del latín «res», que quiere decir justamente eso, «cosa». Los argentinos, en suma, vivimos atentos a nuestras ensoñaciones, vivimos alejándonos y acercándonos periódicamente a las cosas, pero no vivimos pendientes de ellas, sino de lo que imaginamos sobre ellas. Somos, en cierta forma, los novelistas de nuestra realidad.
Podría esbozarse, así, un ensayo sobre los entusiasmos y las decepciones sucesivas que impresionaron a los argentinos. Son como la sístole y la diástole de un inmenso corazón. Y es interesante marcarlo justamente ahora, cuando el ir y venir de este vasto movimiento acaba de dar un nuevo giro. Dicho con otras palabras, en estos momentos agoniza, tras una larga vigencia, el relato kirchnerista, porque, después de haber reinado por diez años, en las elecciones del 27 de octubre el pueblo argentino le notificó que se había cansado de él.
En cierto modo, el agotamiento de un relato pone en crisis a quienes vivían de él. En este sentido, Cristina y el cristinismo han pasado a ser, apenas, los sobrevivientes de una pretensión que se desplaza hacia el olvido. ¿Quiénes los reemplazarán? Ésta es la cuestión. Ésta es, en verdad, la única cuestión que debería preocuparnos. ¿Quiénes serán los autores del próximo libreto? ¿Quiénes pasarán a ser, de hoy en más, los intérpretes de nuestros sueños?
Hubo un tiempo en el que diversas minorías intentaron capitalizar esta inmensa reserva de esperanza. Cuando comprobamos que desde hace tres décadas vivimos en democracia, las demás opciones, militares o civiles, ya resultan anacrónicas. De 1912 a 1930, de la ley Sáenz Peña al golpe militar del 6 de septiembre, el primer ensayo de nuestra democracia duró solamente 18 años porque gravitaban dentro de él militares y «militantes» que aún pretendían imponerse por la fuerza a los demás. Pero en los treinta años que han corrido de 1983 hasta hoy se han apagado las pasiones y las ilusiones. Hemos madurado. La «segunda democracia», por lo visto, podría durar indefinidamente, al igual que las democracias estables de Europa o de América latina. Los argentinos hemos arribado, al parecer, a la ancha playa de la estabilidad.
Lo que más importa ahora, por lo tanto, ya no es si la «segunda democracia» durará, porque es razonable suponer que sí, sino cuál será su próxima etapa. ¿Nos animaremos a ponerle un nombre propio? Ese nombre, ¿será el de Massa, el de Macri, o el de algún otro? Lo que parece evidente es que el tiempo político se divide de ahora en más en dos: la suave agonía política de la propia Cristina, que a menos que se perturbe se desplazará mansamente hacia el olvido, y la impetuosa emergencia de su sucesor. Cristina, todavía, quiso adoptar un aire épico. El 27 de octubre, los votantes, que son los únicos soberanos, le dijeron que no.
Recuerdo que Guido Di Tella solía decir, con esperanza, que algún día llegaríamos a ser «un país aburrido». Éste fue uno de los sueños de Di Tella. El segundo sueño fue que ocuparíamos las Malvinas «por las buenas», para lo cual era indispensable seducir a los isleños. Si la primera esperanza se está cumpliendo, ¿qué nos impide anticipar la segunda, aunque avancemos hacia ella con la velocidad de un caracol?
© LA NACION .