No fue como el desfile en los Campos Elíseos de la 2ª División Blindada del general Leclerc durante una ya lejana tarde de 1944, tras la liberación de París. Por el contrario, el arribo de 1200 gendarmes a las ahora desoladas calles de Ciudad de Córdoba –enviados desde Buenos Aires para restablecer el orden– resultó menos triunfal. En ese mismo instante –corría la tarde del viernes–, el secretario de Seguridad de la Nación, Sergio Berni, llegaba al Centro Cívico del Bicentenario para acordar con José Manuel de la Sota el despliegue de esa tropa. Tal parece ser el epílogo institucional de las horas de furia transcurridas entre la noche del 3 de diciembre y la mañana siguiente, cuando una cantidad indeterminada de jaurías humanas se lanzó a una orgía de violencia –con un saldo de 1000 comercios saqueados, 200 heridos y dos muertos–, luego del acuartelamiento por reclamos salariales de casi 3000 uniformados locales. Sin embargo, para el gobernador del cabello plateado esto último habría sido apenas un hecho menor, dado que, curiosamente, sus actuales desvelos tienen su eje en ciertas inconductas de la civil; al respecto, sólo diría: «Perseguiremos a todos los delincuentes y saqueadores.» Mientras tanto, los «rechifles» policiales se extendían como una enorme mancha venenosa en las provincias de La Rioja, Río Negro, Catamarca y Neuquén. Una suerte de foquismo azul, en el cual confluye una explosiva constelación de factores; entre ellos, el debate sobre la sindicalización del personal, el vínculo de las corporaciones policiales con el crimen organizado y su unívoco poder de graduar el termómetro de la inseguridad, incluso con fines desestabilizadores. En ese contexto, Córdoba es un caso testigo.
Exactamente hace tres meses, las gravísimas revelaciones vertidas en un programa televisivo por el soplón Juan Viarnes, (a) «El Francés», hicieron que el oficial principal de la policía cordobesa, Juan Alós, se volara la tapa de los sesos. Su segundo efecto fue la detención del jefe de la Dirección de Drogas Peligrosas, comisario mayor Rafael Sosa, junto a otro comisario, un oficial inspector y dos suboficiales. Se los acusaba de proteger bandas de narcos y armar causas a personas inocentes.
Ello derivó en una emotiva escena: el funeral de Alós, sin duda el primer mártir de la recaudación policial. Su despedida en el Cementerio Municipal de Alta Gracia congregó a unos 200 efectivos en uniforme de gala, convocados nada menos que por el jefe de la fuerza, comisario general Ramón Frías. Sus palabras fueron conmovedoras: «¿Qué lo llevó a este policía a quitarse la vida? La difamación, la injuria y las mentiras lo llevaron a la inmolación.» Una salva de aplausos estalló entonces. Al fin y al cabo, ese hombre se había suicidado en cumplimiento del deber.
Horas más tarde, el propio Frías daría un paso al costado, al igual que el entonces ministro de Seguridad Alejo Paredes, ambos sospechados de tolerar las actividades recaudatorias de Sosa y los suyos a cambio de un jugoso porcentaje. Ello no impidió que el gobernador pronunciara palabras de elogio hacia este último. «El señor Paredes es una excelente persona, y yo siempre he respetado su profesionalidad policial», aseguró en una entrevista radial, sin que se le moviera un solo músculo del rostro.
De hecho, Paredes era el único policía en el país a cargo de un Ministerio de Seguridad. Entenado y discípulo de Carlos «El Tucán» Yanicelli –actualmente con dos condenas por delitos de lesa humanidad cometidos en la Dirección de Inteligencia de la policía cordobesa (D-2) durante la dictadura–, Paredes supo hacer carrera en el grupo Eter, un cuerpo de élite que alcanzó picos de fama en virtud de su estilo de trabajo algo brutal. Entronizado, primero, en la jefatura de la policía, antes de su nombramiento ministerial, ese sujeto de ojos pétreos y modales duros se convirtió en el principal bastonero de la política represiva pregonada por De la Sota.
Desde su llegada al poder en 1999, el gobernador se erigió adalid de la mano dura. Lo hizo mediante la saturación policial de las calles. Mucho patrullero nuevo, operativos al servicio de las cámaras y conferencias de prensa para anunciar el desbaratamiento de peligrosas bandas. Fuegos de artificios sin otro propósito que el de crear una ilusoria sensación de orden. De hecho, a partir de 2007, cuando Paredes obtuvo rango de ministro, la policía cordobesa triplicó los casos de gatillo fácil y –en virtud al medieval Código de Faltas que rige en la provincia– los arrestos de pibes en situación de riesgo pasaron de 15 mil a 75 mil por año, mientras aumentaban en un 350% las denuncias por vejámenes y apremios ilegales. La fórmula es sencilla: demagogia punitiva para aquietar los miedos del espíritu público y vista gorda con los negocios policiales. Los resultados están a la vista.
Ya se sabe que, desde la noche de los tiempos, todas las agencias policiales del país hicieron de las cajas ilegales su sistema de sobrevivencia. Visto desde un ángulo perverso, someter los quehaceres del crimen organizado bajo las leyes de la recaudación policial no deja de ser un modo eficaz de graduar con racionalidad administrativa los niveles de la violencia urbana. No obstante, tal recurso posee sus contraindicaciones: en algunas coyunturas, ciertos negocios reñidos con la ley –en virtud del crecimiento cuantitativo de sus actores y a la naturaleza ruidosa de sus actos– superan con creces la capacidad policial de regulación y control, provocando –entre otras calamidades– una especie de implosión institucional. La policía cordobesa encarna un acabado ejemplo de ello.
Es un secreto a voces que Frías y Paredes aún conservan influencia en el seno de la fuerza, al punto de seguir al frente de su línea interna más poderosa. De hecho, el jefe policial César Almada y la ministra Alejandra Monteoliva, quienes hicieron carrera bajo el ala de Paredes, son en la actualidad sus alfiles más dilectos. No debe extrañar, entonces, que en los incidentes del 3 y 4 de diciembre anide –entre otras variables de «ajuste»– un mensaje mafioso; un mensaje dirigido al poder político, a la justicia y a la sociedad en su conjunto.
En este punto, un interrogante: ¿lo sucedido recientemente en el seno de la policía cordobesa –más allá de la legitimidad del reclamo– fue un conflicto sindical? No estaría de más centrar tal cuestión en un debate. Claro que los derechos gremiales de los encargados de ejercer la legítima fuerza del Estado son acotados. ¿Los uniformados son trabajadores o funcionarios públicos con armas? El carácter militarizado de su funcionamiento y la no democratización de sus estructuras son parte de la respuesta. Y constituyen dos circunstancias no ajenas a la crisis actual. Una crisis que redujo a escombros el preciado sentido policial de la cadena de mandos. Una cadena que es preciso refundar.
Pero De la Sota mira hacia otro lado. Y en ello hay un motivo de peso: los sueños de la seguridad crean monstruos. «
Exactamente hace tres meses, las gravísimas revelaciones vertidas en un programa televisivo por el soplón Juan Viarnes, (a) «El Francés», hicieron que el oficial principal de la policía cordobesa, Juan Alós, se volara la tapa de los sesos. Su segundo efecto fue la detención del jefe de la Dirección de Drogas Peligrosas, comisario mayor Rafael Sosa, junto a otro comisario, un oficial inspector y dos suboficiales. Se los acusaba de proteger bandas de narcos y armar causas a personas inocentes.
Ello derivó en una emotiva escena: el funeral de Alós, sin duda el primer mártir de la recaudación policial. Su despedida en el Cementerio Municipal de Alta Gracia congregó a unos 200 efectivos en uniforme de gala, convocados nada menos que por el jefe de la fuerza, comisario general Ramón Frías. Sus palabras fueron conmovedoras: «¿Qué lo llevó a este policía a quitarse la vida? La difamación, la injuria y las mentiras lo llevaron a la inmolación.» Una salva de aplausos estalló entonces. Al fin y al cabo, ese hombre se había suicidado en cumplimiento del deber.
Horas más tarde, el propio Frías daría un paso al costado, al igual que el entonces ministro de Seguridad Alejo Paredes, ambos sospechados de tolerar las actividades recaudatorias de Sosa y los suyos a cambio de un jugoso porcentaje. Ello no impidió que el gobernador pronunciara palabras de elogio hacia este último. «El señor Paredes es una excelente persona, y yo siempre he respetado su profesionalidad policial», aseguró en una entrevista radial, sin que se le moviera un solo músculo del rostro.
De hecho, Paredes era el único policía en el país a cargo de un Ministerio de Seguridad. Entenado y discípulo de Carlos «El Tucán» Yanicelli –actualmente con dos condenas por delitos de lesa humanidad cometidos en la Dirección de Inteligencia de la policía cordobesa (D-2) durante la dictadura–, Paredes supo hacer carrera en el grupo Eter, un cuerpo de élite que alcanzó picos de fama en virtud de su estilo de trabajo algo brutal. Entronizado, primero, en la jefatura de la policía, antes de su nombramiento ministerial, ese sujeto de ojos pétreos y modales duros se convirtió en el principal bastonero de la política represiva pregonada por De la Sota.
Desde su llegada al poder en 1999, el gobernador se erigió adalid de la mano dura. Lo hizo mediante la saturación policial de las calles. Mucho patrullero nuevo, operativos al servicio de las cámaras y conferencias de prensa para anunciar el desbaratamiento de peligrosas bandas. Fuegos de artificios sin otro propósito que el de crear una ilusoria sensación de orden. De hecho, a partir de 2007, cuando Paredes obtuvo rango de ministro, la policía cordobesa triplicó los casos de gatillo fácil y –en virtud al medieval Código de Faltas que rige en la provincia– los arrestos de pibes en situación de riesgo pasaron de 15 mil a 75 mil por año, mientras aumentaban en un 350% las denuncias por vejámenes y apremios ilegales. La fórmula es sencilla: demagogia punitiva para aquietar los miedos del espíritu público y vista gorda con los negocios policiales. Los resultados están a la vista.
Ya se sabe que, desde la noche de los tiempos, todas las agencias policiales del país hicieron de las cajas ilegales su sistema de sobrevivencia. Visto desde un ángulo perverso, someter los quehaceres del crimen organizado bajo las leyes de la recaudación policial no deja de ser un modo eficaz de graduar con racionalidad administrativa los niveles de la violencia urbana. No obstante, tal recurso posee sus contraindicaciones: en algunas coyunturas, ciertos negocios reñidos con la ley –en virtud del crecimiento cuantitativo de sus actores y a la naturaleza ruidosa de sus actos– superan con creces la capacidad policial de regulación y control, provocando –entre otras calamidades– una especie de implosión institucional. La policía cordobesa encarna un acabado ejemplo de ello.
Es un secreto a voces que Frías y Paredes aún conservan influencia en el seno de la fuerza, al punto de seguir al frente de su línea interna más poderosa. De hecho, el jefe policial César Almada y la ministra Alejandra Monteoliva, quienes hicieron carrera bajo el ala de Paredes, son en la actualidad sus alfiles más dilectos. No debe extrañar, entonces, que en los incidentes del 3 y 4 de diciembre anide –entre otras variables de «ajuste»– un mensaje mafioso; un mensaje dirigido al poder político, a la justicia y a la sociedad en su conjunto.
En este punto, un interrogante: ¿lo sucedido recientemente en el seno de la policía cordobesa –más allá de la legitimidad del reclamo– fue un conflicto sindical? No estaría de más centrar tal cuestión en un debate. Claro que los derechos gremiales de los encargados de ejercer la legítima fuerza del Estado son acotados. ¿Los uniformados son trabajadores o funcionarios públicos con armas? El carácter militarizado de su funcionamiento y la no democratización de sus estructuras son parte de la respuesta. Y constituyen dos circunstancias no ajenas a la crisis actual. Una crisis que redujo a escombros el preciado sentido policial de la cadena de mandos. Una cadena que es preciso refundar.
Pero De la Sota mira hacia otro lado. Y en ello hay un motivo de peso: los sueños de la seguridad crean monstruos. «