Oskar se aferra a su tambor y nada ni nadie puede despegarlo de su regalo. La maestra pretende quitárselo y el niño bate el parche cada vez que ella intenta hablar. Ante cualquier persona que pretenda despojarlo de su tambor, el niño grita con aullidos ensordecedores…»
La novela El tambor de hojalata es mucho más que este párrafo, pero la imagen del niño golpeando los palos contra el parche para alejarse de la realidad -que tan bien muestra la película basada en la obra de Günter Grass- es la que vi el martes en las pantallas de la televisión que difundía la fiesta de la democracia en Plaza de Mayo.
En 19 provincias de nuestro país, millones de argentinos se estremecían de rabia y terror envueltos en el mayor conflicto social de los últimos 12 años. La tormenta desquiciada que se desató el martes de la semana pasada desde Córdoba ya barrió con la vida de ciudadanos y se llevó puestos más de 4000 comercios de diversos rubros en manos de saqueadores desesperados.
Nuestra Presidenta tocaba el tambor esa noche en el escenario y el concierto de Choque Urbano se hacía añicos con el choque humano que segaba vidas en las calles de Tucumán, Chaco, Jujuy y Córdoba, y dejaba cientos de heridos en esa zona liberada en que se transformaron las provincias; territorios abandonados por los gobernadores, las policías, el Gobierno y, también, la razón.
La noche del 3 de diciembre el Estado se hizo humo de barriadas argentinas y el epicentro fue Córdoba. El gobernador De la Sota, en un gesto inusitado e irresponsable, dio rienda suelta a un acuerdo extorsivo con la policía provincial acuartelada, que venía herida de muerte por el narcoescándalo. La fuerza de seguridad, agrietada entre cúpulas corruptas y enriquecidas y miles de agentes con sueldos miserables, salió airosa y sorprendida a celebrar el éxito de una conquista impensada: un aumento salarial de casi 60%. Así, un gobernador en retirada encendió una mecha que abre una historia con un final impredecible.
La «paritaria de la 9 milímetros» cundió como reguero por todas las comisarías y las calles del país se vaciaron de vigilantes mientras se llenaban de delincuentes, pungas, arrebatadores salvajes, bandas, profesionales organizados, rateros noveles y hasta vecinos que debutaron, ya adultos, en el delito espontáneo. Vecinos cegados que bajaron las estanterías del almacén del que son clientes. Tierra de nadie. Vale todo, menos la vida de las personas. Todos sacaron a relucir palos, caños, fierros, púas, escopetas, y los pobres contra los pobres fueron los actores de un campo de batalla regado de plasmas, colchones y paquetes de yerba.
Nuestra Presidenta tocaba y tocaba el tambor mientras repetía que todo era un plan. Una obra «quirúrgica» concebida por conspiradores para tapar los festejos del 30° aniversario de nuestra joven democracia. Nuestra Presidenta había visto una 4×4 entre cientos de motitos, carros tirados por caballos y miles de jóvenes, mujeres y hombres corriendo entre alaridos, humo y pedradas.
Nuestra Presidenta se equivoca al ver en estos desmanes un concierto coordinado para opacar su fiesta. La abrumadora mayoría de argentinos, diría la totalidad, quiere vivir en democracia. Todos celebran haber cruzado la línea de 30 años sin horrorosos golpes militares. Nada bueno han dejado los gobiernos militares y los argentinos han aprendido la lección. Nuestra Presidenta debe estar tranquila por eso, en vez de agitar los fantasmas de un recuerdo nefasto. La democracia ha sido un logro de millones de ciudadanos y existe una valoración justa y trascendente de sus virtudes.
Los hechos violentos, ojalá ya sofocados, han dejado ver los salarios devorados por la ninguneada inflación. Han corrido el velo que ocultaba la marginación de barriadas enteras que viven inundadas por las cloacas. Han estampado con mayúscula la desigualdad obscena entre los que más tienen y los que menos. Han mostrado que el hambre no es sólo de arroz y azúcar. Y han exhibido sin tapujos la corrupción sistemática que lubrica en silencio los resortes del poder político empujando el narcotráfico, la trata, el juego y otros flagelos. Estos hechos expresan una deuda social. Son el saldo que la democracia no ha cancelado en estos 30 años. No hay excusas por la falta de voluntad política para resolver el hambre y la miseria que padece el 20% de los habitantes de este país.
El 10 de diciembre transcurrió con pesar. Me hubiera sumado a todas las fiestas para conmemorar la reconquista democrática, pero nuestros hermanos la están pasando muy mal y no se me ocurre ninguna música para semejante drama. La noche del 3 de diciembre fue la peor en Córdoba de los últimos 30 años, y las noches que siguieron fueron las peores en otras provincias. Los muertos me eximen de cualquier calificativo. La sangre habla por sí sola. Para honrar tanto dolor valdría acallar, como un homenaje, todos los tambores.
© LA NACION .
La novela El tambor de hojalata es mucho más que este párrafo, pero la imagen del niño golpeando los palos contra el parche para alejarse de la realidad -que tan bien muestra la película basada en la obra de Günter Grass- es la que vi el martes en las pantallas de la televisión que difundía la fiesta de la democracia en Plaza de Mayo.
En 19 provincias de nuestro país, millones de argentinos se estremecían de rabia y terror envueltos en el mayor conflicto social de los últimos 12 años. La tormenta desquiciada que se desató el martes de la semana pasada desde Córdoba ya barrió con la vida de ciudadanos y se llevó puestos más de 4000 comercios de diversos rubros en manos de saqueadores desesperados.
Nuestra Presidenta tocaba el tambor esa noche en el escenario y el concierto de Choque Urbano se hacía añicos con el choque humano que segaba vidas en las calles de Tucumán, Chaco, Jujuy y Córdoba, y dejaba cientos de heridos en esa zona liberada en que se transformaron las provincias; territorios abandonados por los gobernadores, las policías, el Gobierno y, también, la razón.
La noche del 3 de diciembre el Estado se hizo humo de barriadas argentinas y el epicentro fue Córdoba. El gobernador De la Sota, en un gesto inusitado e irresponsable, dio rienda suelta a un acuerdo extorsivo con la policía provincial acuartelada, que venía herida de muerte por el narcoescándalo. La fuerza de seguridad, agrietada entre cúpulas corruptas y enriquecidas y miles de agentes con sueldos miserables, salió airosa y sorprendida a celebrar el éxito de una conquista impensada: un aumento salarial de casi 60%. Así, un gobernador en retirada encendió una mecha que abre una historia con un final impredecible.
La «paritaria de la 9 milímetros» cundió como reguero por todas las comisarías y las calles del país se vaciaron de vigilantes mientras se llenaban de delincuentes, pungas, arrebatadores salvajes, bandas, profesionales organizados, rateros noveles y hasta vecinos que debutaron, ya adultos, en el delito espontáneo. Vecinos cegados que bajaron las estanterías del almacén del que son clientes. Tierra de nadie. Vale todo, menos la vida de las personas. Todos sacaron a relucir palos, caños, fierros, púas, escopetas, y los pobres contra los pobres fueron los actores de un campo de batalla regado de plasmas, colchones y paquetes de yerba.
Nuestra Presidenta tocaba y tocaba el tambor mientras repetía que todo era un plan. Una obra «quirúrgica» concebida por conspiradores para tapar los festejos del 30° aniversario de nuestra joven democracia. Nuestra Presidenta había visto una 4×4 entre cientos de motitos, carros tirados por caballos y miles de jóvenes, mujeres y hombres corriendo entre alaridos, humo y pedradas.
Nuestra Presidenta se equivoca al ver en estos desmanes un concierto coordinado para opacar su fiesta. La abrumadora mayoría de argentinos, diría la totalidad, quiere vivir en democracia. Todos celebran haber cruzado la línea de 30 años sin horrorosos golpes militares. Nada bueno han dejado los gobiernos militares y los argentinos han aprendido la lección. Nuestra Presidenta debe estar tranquila por eso, en vez de agitar los fantasmas de un recuerdo nefasto. La democracia ha sido un logro de millones de ciudadanos y existe una valoración justa y trascendente de sus virtudes.
Los hechos violentos, ojalá ya sofocados, han dejado ver los salarios devorados por la ninguneada inflación. Han corrido el velo que ocultaba la marginación de barriadas enteras que viven inundadas por las cloacas. Han estampado con mayúscula la desigualdad obscena entre los que más tienen y los que menos. Han mostrado que el hambre no es sólo de arroz y azúcar. Y han exhibido sin tapujos la corrupción sistemática que lubrica en silencio los resortes del poder político empujando el narcotráfico, la trata, el juego y otros flagelos. Estos hechos expresan una deuda social. Son el saldo que la democracia no ha cancelado en estos 30 años. No hay excusas por la falta de voluntad política para resolver el hambre y la miseria que padece el 20% de los habitantes de este país.
El 10 de diciembre transcurrió con pesar. Me hubiera sumado a todas las fiestas para conmemorar la reconquista democrática, pero nuestros hermanos la están pasando muy mal y no se me ocurre ninguna música para semejante drama. La noche del 3 de diciembre fue la peor en Córdoba de los últimos 30 años, y las noches que siguieron fueron las peores en otras provincias. Los muertos me eximen de cualquier calificativo. La sangre habla por sí sola. Para honrar tanto dolor valdría acallar, como un homenaje, todos los tambores.
© LA NACION .