Un ideario empresario para la dictadura

Leer el informe que la Asociación de Bancos Argentinos (ADEBA) preparó para la junta militar en abril de 1978, nos lleva necesariamente a recordar aquellos aciagos días. Cabe aclarar que aquella ADEBA, integrada por bancos de capitales nacionales, se disolvió como tal en la década de los noventa; mientras que la actual ADEBA, si bien coincide en el acrónimo, posee un nombre y una conformación distinta.
El documento proponía a la junta, más que un modelo económico, definir las bases estructurales de un modelo de país.
El capítulo II está dedicado a las «Causas de ilegitimidad de los gobiernos», con una detallada explicación de cuándo es válido y recomendable derrocar a un gobierno, aún si fue electo democráticamente, una premisa que si bien excede el tema de esta columna, es de tal gravedad que no puede obviarse. Al recorrer sus páginas, se observa que los responsables del informe dieron sustento ideológico a muchas de las cuestiones que luego tomaron dominio público, como por ejemplo la supuesta campaña «antiargentina» en el exterior de aquellos que denunciaban las desapariciones de personas; la reducción de aranceles que barrió con la industria nacional; la privatización y la teoría del Estado mínimo, entre otras.
En cuanto a la legislación laboral, que si bien no se aplicó en su totalidad porque estaban prohibidos los sindicatos, el documento es claro: «La preocupación por el desempleo tiene que ser cubierta con una legislación moderna en materia de indemnización y cobertura por tal hecho», seguido de la recomendación de «evitar o reducir al mínimo la aplicación de impuestos al trabajo» es decir, las ideas que darían origen a la posterior flexibilización laboral de los noventa. Se establecía claramente que no debían permitirse confederaciones sindicales, así como prohibía expresamente la realización de actividades políticas por parte de los sindicatos.
Los integrantes de ADEBA se proponían en 1978 renovar filosóficamente la Constitución de 1853, entre cuyas novedosas garantías planteaban el derecho al lock-out empresarial, esta última una innovación más que llamativa.
En este marco institucional, los dos objetivos principales de la política económica serían «la implantación de una auténtica economía de mercado» y «la transformación de un Estado-intervencionista en un Estado-estratega», eufemismo este último para referirse al Estado subsidiario, que sólo se ocupa, en lo económico, de garantizar el primer objetivo.
La auténtica economía de mercado se lograría aplicando «el principio básico de que todo aquello que no esté expresamente prohibido, está permitido». Este concepto ya se había aplicado explícitamente para las operaciones autorizadas de los bancos comerciales en la ley Nº 21.526 de entidades financieras de 1977, que aún sigue vigente. Al detallar las características principales de esa economía de mercado que se planteaba, la primera cuestión se basa en la necesidad de la independencia del BCRA, formulando tres cuestiones fundamentales, que si bien no fueron aplicadas en los años de plomo, serían recogidas en la Carta Orgánica de 1992.
Una de ellas es el objetivo único de lograr la estabilidad monetaria interna (en el documento se le agrega el mantenimiento de un adecuado nivel de reservas monetarias externas), la segunda cuestión es la total desvinculación con el gobierno (del cual dependía desde la nacionalización del BCRA en 1946 y más específicamente del Ministerio de Economía desde 1973) y la tercera, limitar la financiación al gobierno.
Las propuestas siguen por «el restablecimiento del funcionamiento del sistema de precios de la economía», que significa cesar todo control de precios, y en el caso de los precios agrícolas, «se estima como más conveniente la fijación de un precio mínimo de apoyo, y la libertad en su determinación, eliminando los impuestos a la exportación».
La liberalización de precios también se aplica al sistema financiero, dado que «en relación a las tasas de interés, deberán seguir siendo libremente pactadas, tanto las activas como las pasivas (…) sustituyendo la garantía estatal a los depósitos por un seguro voluntario». Pura economía de mercado.
Algo similar sucede con la concepción del Estado, cuyo papel intenta reducirse a garantizar los intereses de los grupos económicos dominantes. Es así que se proponía «transferir a la actividad privada todas aquellas empresas estatales que, por cualquier motivo y bajo cualquier régimen jurídico, se encuentren en poder del Estado, con excepción de aquellas que se reserve expresamente».
Ese objetivo que recién se lograría en los noventa, como bien lo expresó Alfredo Martínez de Hoz en una entrevista en 1995, al decir que «un gobierno elegido democráticamente tiene mucha más fuerza» que uno de facto para aplicar las reformas que la dictadura, y sectores del empresariado, como puede observarse en el documento analizado, impulsaron.
Para aquellas pocas empresas públicas que quedarían, se establecía «la obligación de actuar bajo los mismos cánones que las empresas privadas», mientras que sus tarifas, según fue redactado, «deberán reflejar los precios reales de prestación del servicio, incluyendo como mínimo la amortización del capital, a precios de renovación, combinada con una severa y profunda transformación de las empresas estatales».
En resumen, nada de subsidios ni tarifas sociales. Como no podía faltar en este ideario, se proyectaba un «programa de reducción obligatoria de la dotación de personal de cada ministerio, secretaría de Estado y organismos descentralizados».
También se sugería someter al régimen de empresas estatales a los grandes bancos oficiales, con excepción del Banco Central. Esta previsión puede entenderse como el avance de las que fueron las posteriores recomendaciones del Banco Mundial sobre la privatización de los bancos públicos.
Muchas de estas propuestas económicas se escuchan hoy en día, algunas explicitadas tal cual. Es el ejemplo de las recientes declaraciones de Paolo Rocca, presidente de la multinacional Techint, quien criticó agudamente al gobierno, planteando que «ese Estado que aumentó mucho su dimensión contribuya a la competitividad de las empresas» (Infobae, 11.12.13).
Se preocupa porque la presión impositiva creció del 21% del PIB hace diez años al 38% actual, pero no tiene en cuenta que gran parte de esa presión fue al gasto social, que dinamiza la economía, y a subsidios a la energía, que implican una importante ventaja competitiva para las empresas.
Las ideas económicas expresadas en el documento de ADEBA, puede pensarse, tienen una continuación en la actual Asociación Empresaria Argentina (AEA), que incorpora varias de ellas en su declaración constitutiva, e incluso va más allá al formular la intangibilidad tanto de la propiedad como de las ganancias empresariales.
También puede mencionarse en la misma línea expresiones vertidas en la reciente reunión convocada por la Mesa de Enlace, con gran participación del empresariado y de políticos de la oposición. Allí se escucharon expresiones como la del titular de la Sociedad Rural Argentina (SRA) quien dijo que «los países vecinos no tienen retenciones» (Ámbito 12.12.13) o de Julio Cobos, quien expresó que «al campo hay que dejarlo hacer lo que puede hacer» (La Nación, 12.12.13), dando la idea de que no debe aplicarse regulación alguna.
Analizar el documento de ADEBA de 1978 no es sólo un ejercicio de interpretación histórica. Implica también analizar la matriz ideológica de muchas de las propuestas actuales de quienes hablan del «fin del modelo de 2003», de allí la doble importancia de su estudio.

Acerca de Napule

es Antonio Cicioni, politólogo y agnotólogo, hincha de Platense y adicto en recuperación a la pizza porteña.

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