La discusión sobre responsabilidades y complicidades durante la dictadura militar es ardua y compleja y está recién comenzando en nuestro país. Aunque muchos sientan ya la democracia como una verdad adquirida, lo cierto es que sólo treinta años de democracia nos coloca todo el tiempo frente a la certeza de que buena parte de la generación política, empresaria, religiosa, sindical que hoy ocupa lugares de poder ya formaba parte de la vida activa pública durante la dictadura militar.
Entre las víctimas y los victimarios existieron una infinita cantidad de grises.Están quienes colaboraron con los perpetradores activamente desde un lugar de poder, hasta los que lo hicieron desde el llano, delatando a un vecino, mirando hacia otro lado cuando alguien necesitaba protección. Pero también están, y son muchos, los que sin ser héroes, ni militantes, ni haber trascendido más allá de su esfera privada, se jugaron la vida para esconder a alguien, ayudaron a un amigo a escapar, callaron cuando les vinieron a preguntar.
Las salas de parto suelen ser un laboratorio de la condición humana, y allí también se expresó la sociedad en todos sus claroscuros: enfermeras anónimas que escondieron un papelito que les daba una prisionera con un número de teléfono y así ubicaron a una familia para entregarles un bebé. Y médicos y enfermeras que sin que nadie se los exigiera formaron parte de la máquina del terror.
Lo que quedó claro es que siempre, aún en el más difícil de los infiernos, había una opción moral. Y muchos la ejercitaron y tal vez sean esos millones de gestos mundanos, anónimos, lo que nos permitió sobrevivir como sociedad, lo que renovó el pacto civilizatorio.
Después del genocidio nazi, Karl Jasper dividió en cuatro la “cuestión de la culpa”. En ese tratado, tomado como base para los debates posteriores a las grandes tragedias históricas desde entonces, aparece en primer plano la culpa judicial, penal, que será juzgada en tribunales y sobre la que recaerá la fuerza del código penal con su sentencia por los delitos cometidos. Está también la culpa política: es la de todos aquellos que por acción u omisión dieron las órdenes o las herramientas para que el genocidio se llevara adelante. Y están también las responsabilidades sociales, y finalmente las morales. Las primeras refieren a las condiciones sociales que hicieron posible que los lazos mínimos de la comunidad se rompieran y un vecino pudiera convertirse en enemigo del otro. Y las morales, que implican el cataclismo civilizatorio por el cual en un determinado momento se rompen los lazos básicos de solidaridad, de compasión, de unión entre la raza humana.
Cada sociedad, en determinados momentos históricos, va resolviendo esas escalas de acuerdo a su saber y entender, y a las condiciones sociales y políticas que se lo permiten.
Los gobiernos van tomando la representación de ese momento para convertirlo en voz desde el estado.
Cuando el gobierno radical habló del pacto militar-sindical estaba eligiendo mirar una parte de la historia, hacer foco sobre un momento de esa compleja relación entre la sociedad civil y los militares. Sin duda porque tenía que ver con la batalla política que estaba dando en ese momento. Pero también seguramente porque era lo que la sociedad podía admitir, el paso que podía dar.
Después de la teoría de los dos demonios de los primeros años de la democracia, o la de la reconciliación nacional del gobierno menemista, tuvo lugar el proceso más profundo y transformador de construcción de memoria colectiva de la mano de los gobiernos de Néstor y Cristina Kichner.
Sucedió sin duda por el trabajo incansable y permanente de los organismos de derechos humanos, pero al hacerse voz y acción desde el estado tuvo un enorme poder de reconstrucción de los cimientos mismos de nuestra nacionalidad.
La culpa dejó de vagar como una melancólica sombra sobre todos y todas, y se encarnó en quienes fueron los perpetradores a través de los juicios, la cárcel común, la condena, las sentencias. Cada uno de esos actos fue aliviando a la sociedad en su conjunto de la enorme carga de ser la heredera de una comunidad que había permitido esa catástrofe.
Fue después de ese enorme acto reivindicatorio de los juicios que llegó el pacto simbólico a través del cuadro de Videla, de la Esma como museo de la memori. Y justicia y símbolos parieron la discusión sobre responsabilidades y complicidades civiles, donde se fijó definitivamente un nuevo umbral.
Ese umbral, no es una cuestión judiciable, por eso para él no rige el principio de inocencia y los intrincados vericuetos de los tribunales. Tiene que ver con valores, con certezas, tiene que ver con el pacto de confianza entre instituciones y ciudadanos.
Esos parámetros son injustos en lo individual muchas veces, porque están basado en un bien superior, en un bien colectivo: sobre qué memoria, sobre qué lectura de la memoria se está construyendo la nueva argentina.
Ese relato llevó sin duda a enormes arbitrariedades y falsedades como acusar a todos los periodistas de tener “las manos manchadas de sangre” por trabajar en un medio que fue cómplice durante la dictadura militar de negocios que recién ahora salen a la luz, o sostener acusaciones como hechos ciertos cuando estaban en proceso de investigación.
Un relato donde la mayor acusación política que se puede realizar, y que se usa indiscrimina y muchas veces injustamente, es “ser cómplice” de la dictadura, corre barreras y fija nuevos umbrales. Para bien, y para mal.
En la vida social, como en la individual, suele ser difícil sostenerse a la altura de los parámetros que uno mismo fijó.
No hubiera sido tan dolorosa la obediencia debida y el punto final, si no hubieran sido hijas del mismo Raúl Alfonsín que encabezó el juicio a las Juntas y dio forma al Nunca Más. ¿Qué era lo que la sociedad estaba dispuesta a acompañar en ese momento? ¿Lo uno o lo otro? El límite de lo posible suele ser un diálogo entre la comunidad y el estado, entre las instituciones y la opinión pública. Si ese límite puede estirarse hasta forjar un nuevo umbral, ¿a quién corresponde decidir que se debe descender de allí? ¿A quién corresponde decidir que la sociedad ahora va a retirarse de los casilleros conquistados?
Cuando se creó la nueva policía metropolitana en la Ciudad de Buenos Aires, reclamamos que nadie, nadie, que hubiera estado activo en alguna fuerza de seguridad durante la dictadura militar formara parte. Era sin duda injusto para quienes eran muy jóvenes en ese momento, o no habían tenido una actuación destacada. Pero partíamos de la convicción de que la nueva argentina que estábamos fundando sobre el acuerdo colectivo del Nunca Más lo necesitaba. Porque habían compartido planes de estudio, porque habían formado parte de una institución donde sus jefes, sus compañeros mayores, formaban parte del estado del terror, porque, por lo menos, habían sido camaradas de quienes habían cometido delitos y eso marcaba un piso que no queríamos atravesar.
Estas son las humildes reflexiones que me acompañaron estos días frente al debate por la designación de Milani.
Las transformaciones económicas, sociales y culturales llevadas adelante por este gobierno han cambiado el corazón de la Argentina moderna y nadie podrá discutir que esta sociedad es hoy mucho más justa, más igualitaria, más defensora de los derechos colectivos e individuales que hace una década atrás.
Pero todo eso no hubiera sido posible, si el marco simbólico en que se llevaron adelante no hubiera sido la política de derechos humanos, la política de verdad, justicia y memoria, la inflexibilidad para sostener un nuevo umbral sobre valores democráticos.
Ese umbral, es el que hoy no pasa la designación de Milani. Y, por eso, es tan doloroso.
* Gabriela Cerruti es legisladora porteña por Nuevo Encuentro
Entre las víctimas y los victimarios existieron una infinita cantidad de grises.Están quienes colaboraron con los perpetradores activamente desde un lugar de poder, hasta los que lo hicieron desde el llano, delatando a un vecino, mirando hacia otro lado cuando alguien necesitaba protección. Pero también están, y son muchos, los que sin ser héroes, ni militantes, ni haber trascendido más allá de su esfera privada, se jugaron la vida para esconder a alguien, ayudaron a un amigo a escapar, callaron cuando les vinieron a preguntar.
Las salas de parto suelen ser un laboratorio de la condición humana, y allí también se expresó la sociedad en todos sus claroscuros: enfermeras anónimas que escondieron un papelito que les daba una prisionera con un número de teléfono y así ubicaron a una familia para entregarles un bebé. Y médicos y enfermeras que sin que nadie se los exigiera formaron parte de la máquina del terror.
Lo que quedó claro es que siempre, aún en el más difícil de los infiernos, había una opción moral. Y muchos la ejercitaron y tal vez sean esos millones de gestos mundanos, anónimos, lo que nos permitió sobrevivir como sociedad, lo que renovó el pacto civilizatorio.
Después del genocidio nazi, Karl Jasper dividió en cuatro la “cuestión de la culpa”. En ese tratado, tomado como base para los debates posteriores a las grandes tragedias históricas desde entonces, aparece en primer plano la culpa judicial, penal, que será juzgada en tribunales y sobre la que recaerá la fuerza del código penal con su sentencia por los delitos cometidos. Está también la culpa política: es la de todos aquellos que por acción u omisión dieron las órdenes o las herramientas para que el genocidio se llevara adelante. Y están también las responsabilidades sociales, y finalmente las morales. Las primeras refieren a las condiciones sociales que hicieron posible que los lazos mínimos de la comunidad se rompieran y un vecino pudiera convertirse en enemigo del otro. Y las morales, que implican el cataclismo civilizatorio por el cual en un determinado momento se rompen los lazos básicos de solidaridad, de compasión, de unión entre la raza humana.
Cada sociedad, en determinados momentos históricos, va resolviendo esas escalas de acuerdo a su saber y entender, y a las condiciones sociales y políticas que se lo permiten.
Los gobiernos van tomando la representación de ese momento para convertirlo en voz desde el estado.
Cuando el gobierno radical habló del pacto militar-sindical estaba eligiendo mirar una parte de la historia, hacer foco sobre un momento de esa compleja relación entre la sociedad civil y los militares. Sin duda porque tenía que ver con la batalla política que estaba dando en ese momento. Pero también seguramente porque era lo que la sociedad podía admitir, el paso que podía dar.
Después de la teoría de los dos demonios de los primeros años de la democracia, o la de la reconciliación nacional del gobierno menemista, tuvo lugar el proceso más profundo y transformador de construcción de memoria colectiva de la mano de los gobiernos de Néstor y Cristina Kichner.
Sucedió sin duda por el trabajo incansable y permanente de los organismos de derechos humanos, pero al hacerse voz y acción desde el estado tuvo un enorme poder de reconstrucción de los cimientos mismos de nuestra nacionalidad.
La culpa dejó de vagar como una melancólica sombra sobre todos y todas, y se encarnó en quienes fueron los perpetradores a través de los juicios, la cárcel común, la condena, las sentencias. Cada uno de esos actos fue aliviando a la sociedad en su conjunto de la enorme carga de ser la heredera de una comunidad que había permitido esa catástrofe.
Fue después de ese enorme acto reivindicatorio de los juicios que llegó el pacto simbólico a través del cuadro de Videla, de la Esma como museo de la memori. Y justicia y símbolos parieron la discusión sobre responsabilidades y complicidades civiles, donde se fijó definitivamente un nuevo umbral.
Ese umbral, no es una cuestión judiciable, por eso para él no rige el principio de inocencia y los intrincados vericuetos de los tribunales. Tiene que ver con valores, con certezas, tiene que ver con el pacto de confianza entre instituciones y ciudadanos.
Esos parámetros son injustos en lo individual muchas veces, porque están basado en un bien superior, en un bien colectivo: sobre qué memoria, sobre qué lectura de la memoria se está construyendo la nueva argentina.
Ese relato llevó sin duda a enormes arbitrariedades y falsedades como acusar a todos los periodistas de tener “las manos manchadas de sangre” por trabajar en un medio que fue cómplice durante la dictadura militar de negocios que recién ahora salen a la luz, o sostener acusaciones como hechos ciertos cuando estaban en proceso de investigación.
Un relato donde la mayor acusación política que se puede realizar, y que se usa indiscrimina y muchas veces injustamente, es “ser cómplice” de la dictadura, corre barreras y fija nuevos umbrales. Para bien, y para mal.
En la vida social, como en la individual, suele ser difícil sostenerse a la altura de los parámetros que uno mismo fijó.
No hubiera sido tan dolorosa la obediencia debida y el punto final, si no hubieran sido hijas del mismo Raúl Alfonsín que encabezó el juicio a las Juntas y dio forma al Nunca Más. ¿Qué era lo que la sociedad estaba dispuesta a acompañar en ese momento? ¿Lo uno o lo otro? El límite de lo posible suele ser un diálogo entre la comunidad y el estado, entre las instituciones y la opinión pública. Si ese límite puede estirarse hasta forjar un nuevo umbral, ¿a quién corresponde decidir que se debe descender de allí? ¿A quién corresponde decidir que la sociedad ahora va a retirarse de los casilleros conquistados?
Cuando se creó la nueva policía metropolitana en la Ciudad de Buenos Aires, reclamamos que nadie, nadie, que hubiera estado activo en alguna fuerza de seguridad durante la dictadura militar formara parte. Era sin duda injusto para quienes eran muy jóvenes en ese momento, o no habían tenido una actuación destacada. Pero partíamos de la convicción de que la nueva argentina que estábamos fundando sobre el acuerdo colectivo del Nunca Más lo necesitaba. Porque habían compartido planes de estudio, porque habían formado parte de una institución donde sus jefes, sus compañeros mayores, formaban parte del estado del terror, porque, por lo menos, habían sido camaradas de quienes habían cometido delitos y eso marcaba un piso que no queríamos atravesar.
Estas son las humildes reflexiones que me acompañaron estos días frente al debate por la designación de Milani.
Las transformaciones económicas, sociales y culturales llevadas adelante por este gobierno han cambiado el corazón de la Argentina moderna y nadie podrá discutir que esta sociedad es hoy mucho más justa, más igualitaria, más defensora de los derechos colectivos e individuales que hace una década atrás.
Pero todo eso no hubiera sido posible, si el marco simbólico en que se llevaron adelante no hubiera sido la política de derechos humanos, la política de verdad, justicia y memoria, la inflexibilidad para sostener un nuevo umbral sobre valores democráticos.
Ese umbral, es el que hoy no pasa la designación de Milani. Y, por eso, es tan doloroso.
* Gabriela Cerruti es legisladora porteña por Nuevo Encuentro