Entre el 7 y el 14 de enero de 1919, en los talleres metalúrgicos Vasena, se desarrolló un conflicto gremial que terminó en cruel baño de sangre. La desigual batalla (centenares de muertos obreros, unos pocos policías heridos) puede relatarse de varios modos. Tanto los que evitan la hagiografía radical, historiadores del movimiento obrero, como los expertos en Hipólito Yrigoyen, coinciden en reconocer actores diferenciados. La patronal de la empresa, que en principio rechaza negociar las reivindicaciones proletarias (ocho horas para la jornada laboral, incremento de salarios, pago de horas extra), y termina siendo obligada a hacerlo por presión directa del presidente de la República. La policía, que juega sus propias cartas, al punto que Yrigoyen se ve obligado a cambiar de jefe y ubicar un hombre de su confianza, Elpidio González, ante los primeros asesinatos aleves de trabajadores desarmados muertos en sus propias casas. Las dos corrientes anarquistas que encabezan el movimiento obrero: negociadora una, revolucionaria la otra. Y la Liga Patrótica, organización encabezada por el contralmirante Manuel Domeq García, e integrada por miembros del radicalismo porteño más conservador; Leopoldo Melo, abogado de la empresa Vasena, junto con otros apellidos socialmente restallantes: el general Luis Dellepiane, a cargo del primer cuerpo de Ejército, Jorge Mitre, Julio A. Roca (hijo) y monseñor Miguel D’Andrea, para citar los más representativos.
El presidente recibe en la Casa Rosada una delegación obrera de la fábrica en conflicto, hecho inédito, pero pierde muy rápidamente el control político de la situación. El contexto internacional (triunfo de la Revolución Rusa) no lo ayuda. La paranoia de la clase dominante roza el histerismo aterrado, e impulsa la represión directa. Y entre la policía, los rompehuelgas contratados por la patronal, y la Liga Patriótica, la trampa represiva queda definitivamente montada, y la UCR no la desmonta.
A la salida del cementerio de la Chacarita, donde fueron enterradas las primeras víctimas, la columna obrera es atacada a tiros, el 9 de enero a la altura de Yatay. En ese punto difieren las fuentes en el número de víctimas, algo queda fuera de todo debate: centenares de muertos, y millares de heridos enlutan la Argentina del Centenario. Para constatar otra masacre semejantes proporciones es preciso retroceder hasta la Campaña del Desierto, la destrucción a sangre y fuego de las montoneras federales, y la Guerra de la Triple Alianza. Sostener que constituye una «anomalía» política, una suerte de acontecimiento extraordinario, no parece el enfoque adecuado.
Poco antes de la victoria electoral de la UCR, en 1913, Leopoldo Lugones pronuncia una serie de conferencias a las que asiste el presidente de la República, Roque Sáenz Peña, en el Teatro Odeón. Recogidas mas tarde en El Payador, sostiene el xenófobo «poeta nacional»: la condición de «ciudadano comporta dominio y privilegio para administrar el país, porque este pertenece exclusivamente a sus ciudadanos en absoluta plenitud de soberanía. Nosotros ejercemos el gobierno y el mando. Somos los dueños de la Constitución. Del propio modo que la dimos, podemos modificarla o suprimirla por acto exclusivo de nuestra voluntad. No hemos creado ningún dogma, ni nos hemos comprometido temporalmente ante extraños.»
Con el arribo de millones de inmigrantes, la amenaza de la «disolución nacional» asume un doble formato: uno, desaparecer en la formidable marea babélica de extranjeros, mayoría de trabajadores del campo y la ciudad; dos, la resistencia obrera a las condiciones de trabajo del capitalismo argentino, encabezada por la izquierda del más variado pelaje. Ante esta «amenaza» la terrible réplica de Lugones: no nos hemos comprometido temporalmente ante extraños. Entonces, la Liga Patriótica materializaría el enunciado incluyendo un progrom antisemita en el barrio del Once. Ahora las palabras y las cosas, los delitos y las penas, quedaban soldados por un rato largo. Los extranjeros no votaban, los obreros eran mayoritariamente extranjeros, y el golpe del ’30 transformaría democráticamente en extranjeros a todos.
OCTUBRE DEL ’45. Cuando los cañones de la guerra dejaron de sonar, un nuevo orden internacional comenzó a abrirse paso. El welfare state cambió por todo un ciclo histórico la democracia liberal. El derecho de tener derechos fue remplazado por derechos garantizados para toda la sociedad, y que es el primer peronismo sino el Estado de Bienestar en la Argentina.
Claro que esa transformación no cayó del cielo. El 17 de octubre una movilización obrera no reprimida, ni por la policía, ni por las FF.AA, ni por los integrantes de ninguna Liga Patriótica, rescató al coronel Perón de la isla Martín García. Pero era bastante más que la libertad del coronel, supuso la irrupción de los trabajadores en la lucha política. No sólo los sindicatos dejaron de ser ilegales, los dirigentes sindicales se transformaron en dirigentes políticos nacionales. No se trata de compartir o no su programa de acción, sino de reconocer en esa movilización de masas la conformación de una nueva fuerza política. La dirección del 17 de Octubre, y la dirección del partido Laborista, terminaron siendo una misma cosa. Y Perón gana las elecciones de febrero del ’46 gracias al respaldo laborista a la formula Perón-Quijano, pero el millón de votos de esa procedencia no alcanzaba para vencer. La diferencia provino del aporte de la fracción radical sintetizada por el vicepresidente, un viejo yrigoyenista, que apoyara a los jóvenes oficiales del ’43.
Ni Perón ni Evita organizaron el 17 de Octubre, sin esa movilización obrera y popular el peronismo no era más que una hipótesis administrativa. Son los trabajadores los que fabrican el peronismo y de algún modo la liturgia oficial lo reconoce implícitamente cuando nomina la gesta Día de la Lealtad. Es decir, cuando Perón ya no tenía los atributos del mando, cuando ya no era vicepresidente, ni ministro de Guerra, ni siquiera modesto secretario de Trabajo, la movilización lo rescata de manos de sus enemigos, que también eran los enemigos de los trabajadores y lo encumbra elecciones mediante en la presidencia de la República. Acababan de romper la regla no escrita de la política nacional: el presidente saliente nomina al presidente entrante, y esa nominación es plebiscitariamente refrendada. En ese decisivo acontecimiento se forjó –como no podía ser de otro modo– una nueva identidad política.
No nos proponemos acá historiar el peronismo. Basta recordar que la derrota del ’55 es también el resultado de liquidar la dirección del 17 de octubre del ’45. De transformar el laborismo en Partido Peronista. De liquidar una herramienta de combate para volverla una anodina burocracia política. El regreso de Perón en el ’72, y la victoria electoral del ’73 no son el resultado del comportamiento de su partido, por otro lado inexistente, sino de gigantescas luchas populares. Sin el Cordobazo del ’69 el regreso del general era impensable. Tras su muerte, tras la muerte de su política, tras Isabel Martínez de Perón, tras las bajas de la cacería del ’76, llego la democracia de la derrota. Y con Carlos Saúl Menem la definitiva diáspora política de los trabajadores constituyó el nuevo acontecimiento histórico. Expulsados por una política antiobrera y antinacional, con dirigentes sindicales transformados en empresarios y rompehuelgas, los trabajadores soportaron la derrota más cruenta de su historia; y el camino de la recuperación política, tras el estallido de 2001, recién comienza a desbrozarse.
La batalla por sindicatos representativos y eficaces, sometidos al control de sus bases, con direcciones probadas en la lucha, ha cobrado un cierto envión. Los trabajadores pueden ser personalmente muchas cosas, pero el peronismo del movimiento obrero no existe, es una pieza del museo histórico. Y la idea de construir una nueva herramienta de transformación política que no los incluya, más que una idea práctica se parece a los consejos de los «expertos» tipo Jaime Duran Barba, sirven para ganar alguna elección, pero no sirven para cambiar la historia. – <dl
El presidente recibe en la Casa Rosada una delegación obrera de la fábrica en conflicto, hecho inédito, pero pierde muy rápidamente el control político de la situación. El contexto internacional (triunfo de la Revolución Rusa) no lo ayuda. La paranoia de la clase dominante roza el histerismo aterrado, e impulsa la represión directa. Y entre la policía, los rompehuelgas contratados por la patronal, y la Liga Patriótica, la trampa represiva queda definitivamente montada, y la UCR no la desmonta.
A la salida del cementerio de la Chacarita, donde fueron enterradas las primeras víctimas, la columna obrera es atacada a tiros, el 9 de enero a la altura de Yatay. En ese punto difieren las fuentes en el número de víctimas, algo queda fuera de todo debate: centenares de muertos, y millares de heridos enlutan la Argentina del Centenario. Para constatar otra masacre semejantes proporciones es preciso retroceder hasta la Campaña del Desierto, la destrucción a sangre y fuego de las montoneras federales, y la Guerra de la Triple Alianza. Sostener que constituye una «anomalía» política, una suerte de acontecimiento extraordinario, no parece el enfoque adecuado.
Poco antes de la victoria electoral de la UCR, en 1913, Leopoldo Lugones pronuncia una serie de conferencias a las que asiste el presidente de la República, Roque Sáenz Peña, en el Teatro Odeón. Recogidas mas tarde en El Payador, sostiene el xenófobo «poeta nacional»: la condición de «ciudadano comporta dominio y privilegio para administrar el país, porque este pertenece exclusivamente a sus ciudadanos en absoluta plenitud de soberanía. Nosotros ejercemos el gobierno y el mando. Somos los dueños de la Constitución. Del propio modo que la dimos, podemos modificarla o suprimirla por acto exclusivo de nuestra voluntad. No hemos creado ningún dogma, ni nos hemos comprometido temporalmente ante extraños.»
Con el arribo de millones de inmigrantes, la amenaza de la «disolución nacional» asume un doble formato: uno, desaparecer en la formidable marea babélica de extranjeros, mayoría de trabajadores del campo y la ciudad; dos, la resistencia obrera a las condiciones de trabajo del capitalismo argentino, encabezada por la izquierda del más variado pelaje. Ante esta «amenaza» la terrible réplica de Lugones: no nos hemos comprometido temporalmente ante extraños. Entonces, la Liga Patriótica materializaría el enunciado incluyendo un progrom antisemita en el barrio del Once. Ahora las palabras y las cosas, los delitos y las penas, quedaban soldados por un rato largo. Los extranjeros no votaban, los obreros eran mayoritariamente extranjeros, y el golpe del ’30 transformaría democráticamente en extranjeros a todos.
OCTUBRE DEL ’45. Cuando los cañones de la guerra dejaron de sonar, un nuevo orden internacional comenzó a abrirse paso. El welfare state cambió por todo un ciclo histórico la democracia liberal. El derecho de tener derechos fue remplazado por derechos garantizados para toda la sociedad, y que es el primer peronismo sino el Estado de Bienestar en la Argentina.
Claro que esa transformación no cayó del cielo. El 17 de octubre una movilización obrera no reprimida, ni por la policía, ni por las FF.AA, ni por los integrantes de ninguna Liga Patriótica, rescató al coronel Perón de la isla Martín García. Pero era bastante más que la libertad del coronel, supuso la irrupción de los trabajadores en la lucha política. No sólo los sindicatos dejaron de ser ilegales, los dirigentes sindicales se transformaron en dirigentes políticos nacionales. No se trata de compartir o no su programa de acción, sino de reconocer en esa movilización de masas la conformación de una nueva fuerza política. La dirección del 17 de Octubre, y la dirección del partido Laborista, terminaron siendo una misma cosa. Y Perón gana las elecciones de febrero del ’46 gracias al respaldo laborista a la formula Perón-Quijano, pero el millón de votos de esa procedencia no alcanzaba para vencer. La diferencia provino del aporte de la fracción radical sintetizada por el vicepresidente, un viejo yrigoyenista, que apoyara a los jóvenes oficiales del ’43.
Ni Perón ni Evita organizaron el 17 de Octubre, sin esa movilización obrera y popular el peronismo no era más que una hipótesis administrativa. Son los trabajadores los que fabrican el peronismo y de algún modo la liturgia oficial lo reconoce implícitamente cuando nomina la gesta Día de la Lealtad. Es decir, cuando Perón ya no tenía los atributos del mando, cuando ya no era vicepresidente, ni ministro de Guerra, ni siquiera modesto secretario de Trabajo, la movilización lo rescata de manos de sus enemigos, que también eran los enemigos de los trabajadores y lo encumbra elecciones mediante en la presidencia de la República. Acababan de romper la regla no escrita de la política nacional: el presidente saliente nomina al presidente entrante, y esa nominación es plebiscitariamente refrendada. En ese decisivo acontecimiento se forjó –como no podía ser de otro modo– una nueva identidad política.
No nos proponemos acá historiar el peronismo. Basta recordar que la derrota del ’55 es también el resultado de liquidar la dirección del 17 de octubre del ’45. De transformar el laborismo en Partido Peronista. De liquidar una herramienta de combate para volverla una anodina burocracia política. El regreso de Perón en el ’72, y la victoria electoral del ’73 no son el resultado del comportamiento de su partido, por otro lado inexistente, sino de gigantescas luchas populares. Sin el Cordobazo del ’69 el regreso del general era impensable. Tras su muerte, tras la muerte de su política, tras Isabel Martínez de Perón, tras las bajas de la cacería del ’76, llego la democracia de la derrota. Y con Carlos Saúl Menem la definitiva diáspora política de los trabajadores constituyó el nuevo acontecimiento histórico. Expulsados por una política antiobrera y antinacional, con dirigentes sindicales transformados en empresarios y rompehuelgas, los trabajadores soportaron la derrota más cruenta de su historia; y el camino de la recuperación política, tras el estallido de 2001, recién comienza a desbrozarse.
La batalla por sindicatos representativos y eficaces, sometidos al control de sus bases, con direcciones probadas en la lucha, ha cobrado un cierto envión. Los trabajadores pueden ser personalmente muchas cosas, pero el peronismo del movimiento obrero no existe, es una pieza del museo histórico. Y la idea de construir una nueva herramienta de transformación política que no los incluya, más que una idea práctica se parece a los consejos de los «expertos» tipo Jaime Duran Barba, sirven para ganar alguna elección, pero no sirven para cambiar la historia. – <dl
mediante la movilidad social se masifico una clase media con una mentalidad que no tiene que ver tanto con el trabajo sino con el consumo y el entretenimiento.No solo el peronismo vio diluido su apoyo obrero.El marxismo hoy mas que de proletarios debe pensar en los excluidos del sistema.