El soldado de Cristina

Las luces destellantes de las balizas giraban sin pausa y teñían todo de azul. Andrés Larroque no hablaba bien el idioma pero entendió cuando los policías le ordenaron que se metiera en la patrulla.
Justo cuando el país se hundía en la hiperinflación alfonsinista, la familia Larroque empezaba a darse algunos gustos. Miguel Ángel, un anestesista de 47 años, y Elena, una odontóloga de 37, ya se habían mudado de un PH oscuro a un chalet de dos plantas, en el Bajo Flores. Vivían ahí con sus hijos, Andrés, de 12, y Mariana, de 10, cuando emprendieron su segundo viaje al exterior. Con un pasado de militancia común en el Partido Comunista, dos años atrás no habían dudado en elegir el destino inaugural: cumplieron el sueño de conocer la Cuba de Fidel Castro y le dieron a los chicos un baño de socialismo real. En las segundas vacaciones fuera de la Argentina el compromiso político perdió la batalla frente al entretenimiento bajas calorías: la familia en pleno se trasladó a Estados Unidos, para visitar Disney World.
Los Larroque salieron empapados y sonrientes de Splash Mountain, pero el tercer día Andrés dejó en claro que no la estaba pasando bien.
—¡Ya no quiero saber más nada con Mickey y toda esta poronga! —le soltó a su padre y le pidió la llave del auto para esperarlos ahí.
Apenas llegó al estacionamiento, se dio cuenta de que estaba perdido. El lugar era inmenso y la gran cantidad de coches hacía imposible encontrar el suyo. Quedó maravillado con modelos que sólo había visto en películas. Pegaba la cara contra la ventanilla del conductor y, colocando las manos como orejeras, miraba el interior de la cabina, los detalles del tablero.
La actitud resultó sospechosa. De pronto, cuatro uniformados le gritaban en inglés. “Estaba mirando. En mi país no hay de estos autos”, intentó explicarse. Uno de los agentes elevó el tono de voz y le indicó que entrara en la patrulla. Estaba preso en Disney. Una hora más tarde llegó una policía que hablaba castellano y recuperó la libertad. Todavía cargado de odio deambuló tratando de hallar a su familia. Entregado, se sentó en un banco a esperar. Ahí lo encontraron sus padres una hora después. Andrés lo encaró a Miguel Ángel.
—¡Vámonos ya de este lugar de mierda!
Fue la primera y la última vez que Andrés Larroque pisó los Estados Unidos.
***
—Estoy yendo a un lugar al que no te puedo llevar, pero podemos hablar en el camino y te dejo por ahí —propone El Cuervo, misterioso, apenas me acomodo en el asiento trasero de la Peugeot Partner gris. Es la camioneta que le asignaron cuando asumió como diputado, en 2011, y con la que va todos los días al Congreso.
Zapatos negros, pantalón de jean recto, camisa a cuadros y campera sport crema, Larroque parece recortado de una foto en sepia de la militancia de los 70.Viaja en la butaca del acompañante. Al volante va Víctor Plescia, su chofer. Apenas tomamos Callao, El Cuervo atiende una llamada de su novia, Mercedes Gallarreta.
—Hola, gorda; justo estaba pensando en vos. ¿Todo bien? Bien. Yendo para Olivos.
Es 10 de septiembre y hace cinco meses que estoy detrás del secretario general de La Cámpora. Habíamos acordado vernos en su despacho, pero una llamada urgente lo obligó a cambiar los planes.
En la Partner suena “Pase lo que pase”, el hit de Rapper School, una de las bandas preferidas del chofer. Víctor es el hombre que pasa más tiempo con Larroque. Tiene 25 años, pelo atado con colita, bermudas caídas por debajo de la rodilla, zapatillas y remera de básquet. Sobre el pecho le cuelga una medalla plateada con la cara de Eva Perón. Vive en la villa 1-11-14 y es militante de La Cámpora, como todos los que trabajan con El Cuervo. Hasta el año pasado era chofer de Mariana Larroque, hermana de su jefe y directora del área de Documentación Presidencial. En esa misma dependencia, bien cerca de Cristina Kirchner, también trabaja Mercedes, que tiene 33 años y es licenciada en Trabajo Social.
—¿Qué es esta música? —dice Larroque apuntando al estéreo. Lo mira al chofer y sobreactúa una cara de asco. Acostumbrado a que su jefe lo trate como a un hijo descarriado, Víctor se sonríe en silencio y baja el volumen.
—Nuestra misión es fortalecer la organización propia y a la Presidenta —dice El Cuervo, con la vista fija en el frente. El paso del tiempo se refleja en sus patillas cubiertas de canas, demasiadas para sus 36 años.
***
Cuando nos conocimos, en 1996, El Cuervo tenía 19. Era el presidente del centro de estudiantes del Colegio Nacional de Buenos Aires, y yo, el del Carlos Pellegrini. Sin una identidad política del todo definida, nos unieron los enemigos en común: el menemismo y la Franja Morada. Terminada la secundaria, recorrimos caminos muy distintos. Yo me alejé de la política, estudié periodismo y en 2002 ingresé en el diario La Nación, donde todavía trabajo. Él no dejó nunca de militar. Enterró los pies en el barro, se hizo baqueano de la protesta social y se convirtió en un apóstol temprano de la fe kirchnerista.
—Quiero contar tu historia — le dije cuando lo vi en un pasillo del Congreso.
Era principios de abril, él apuraba el paso hacia el recinto. Lo esperaba hacía 45 minutos: la charla duró menos de tres. Me advirtió que tenía poco tiempo. Con la velocidad que los locutores de publicidad radio le imprimen a la lectura de bases y condiciones, le hablé del premio La Voluntad, del paralelo histórico entre su militancia y la de los 70. Se fue sin darme una respuesta.
La semana siguiente, insistí. Lo esperé a la salida de una sesión que terminó a las 5 de la mañana. Me dio su celular para que habláramos del tema, pero me advirtió que nunca lo llamara para una nota del diario.
Durante tres días seguidos me atendieron distintos “compañeros”, que prometieron avisarle que yo lo había llamado. Pero nada. Logré hablar con él una semana más tarde, tras seguir el consejo de uno de sus asistentes. Debía llamarlo a las 7.30 de la mañana. Es la hora a la que llega todos los días al Congreso. Un rato antes, Víctor lo pasa a buscar por su casa, un departamento de 75 metros cuadrados sobre la calle Mompox, en Constitución, que no me dejó visitar.
El 9 de mayo me citó en su despacho. Sobre el pasillo, frente a la oficina, hay una sala de espera improvisada, con un sillón de cuero gastado.
—Siempre hay alguien esperándolo. Cita gente a distinta hora, pero enseguida se le desacomodan los horarios —me contó Ezequiel Méndez: “Chiqui”, un asistente todo terreno del Cuervo. Tiene 22 años, mide uno sesenta y usa una vincha para disciplinar los rulos. Al igual que el resto del círculo íntimo del jefe de La Cámpora, Chiqui no le dice Cuervo. Lo llama “Mago”.
Después de esperarlo una hora, salió de su despacho y, por orden de ubicación, empezó a saludar con un apretón de manos. Cuando estaba por llegar a mi posición hicimos contacto visual y noté algo extraño. Un segundo antes de saludarme dio un paso atrás y juntó las palmas en posición de rezo.
—¡Diez mil personas, pusiste! ¿Nada más? —me reprochó la nota que había publicado esa mañana en La Nación, sobre el acto que la militancia kirchnerista había hecho el día anterior con el presidente de Venezuela, Nicolás Maduro.
—Mínimo había veinte mil —Sólo después del reproche, se sonrió, me saludó y me dijo que entráramos.
Las paredes de su despacho están cubiertas de imágenes prolijamente encuadradas. Hay un retrato de San Martín y fotos de Larroque con Néstor Kirchner, con Cristina Kirchner, con Lula Da Silva y con Hugo Chávez. Los cuadros que no son de política, son de San Lorenzo.
—Lo tengo que consultar. Soy parte de un dispositivo político—respondió cuando le insistí para contar su historia y, con las manos, bosquejó en el aire algo parecido a una pirámide.
Al ratito entró Claudia Hidalgo, su secretaria, con un mate, un plato con frutas cortadas y un puñado de frutas secas. Es la merienda preferida del Cuervo. Claudia tiene 36 años, dos hijos y aspecto de trabajadora más eficiente que glamorosa. Es la hermana de Víctor. Empezó a militar con Larroque hace siete años y trabaja con él desde 2010. Antes hacía tareas de limpieza en un colegio de Boedo.
El visto bueno para las entrevistas llegó un mes más tarde, cuando estaba a punto de darme por vencido. Fue después de que, por indicación de Larroque, me reuní en un bar de San Telmo con Rodrigo Rodríguez, “Rodra”. Es el subsecretario de Comunicación Pública y el secretario de organización de La Cámpora. Militaba con El Cuervo en el Buenos Aires y, desde entonces es su hombre de máxima confianza.
Ahora, la Peugeot Partner se sigue acercando a Olivos.
—Yo hago lo que hice toda mi vida: organizar —dice al cruzar la General Paz—. Desde que militaba en la villa que recibía a todo el mundo. Si puedo, trato de resolver solo. Pero ante la duda, consulto. Somos muy responsables en eso y así como a mí me gusta que los compañeros me cuenten las cosas, yo creo que la Presidenta prefiere enterarse de todo-. Me deja en una estación de servicio, a cinco cuadras de la residencia. Imagino, lo espera Cristina.
***
Marito Firmenich no llegaba al metro 70. Para hacerse ver entre la multitud que colmaba el claustro central del Buenos Aires se estiró en puntas de pie y forzó la voz al máximo. Reunidos en asamblea, unos mil adolescentes decidían la candidatura presidencial del Frente de Lucha. Era el conglomerado de 16 agrupaciones que había destronado a la Franja Morada y que gobernaba el centro de estudiantes desde principio de ese año, 1995. El Partido Obrero, fuerza mayoritaria del frente, tenía su candidatura definida hacía meses. Pero el sector de los “independientes” se resistía a que los trotskos siguieran al mando.
-¿Saben cuál es la mejor manera de meterle un dedo en el culo al rector?- preguntó Marito.
Marito y El Cuervo se habían hecho muy amigos en primer año. Larroque enseguida sintió simpatía por ese pibe al que todos miraban raro. Marito es Mario Javier Firmenich, hijo de Mario Eduardo Firmenich, el ex mandamás de Montoneros. El Cuervo lo visitaba en la casa de Isidro Casanova donde vivía con su familia y, a veces, se quedaba a dormir durante dos o tres días. Ahí conoció al padre de su amigo, indultado en 1991. Los tres compartieron largas tardes de estudio. Entre mates y bizcochos, el ex jefe de Montoneros les dio un curso acelerado de la política en el Buenos Aires. Les explicó cómo era la forma de ser radical, gorila o de izquierda en ese colegio donde él también había estudiado. El Cuervo prefería no preguntarle por su pasado. Lo veía como el padre de Marito.
Los amigos compartían el desprecio por los “chetos”. Larroque ni siquiera había querido ir a ese colegio del centro. Lo alejaba de sus amigos, con los que jugaba al fútbol en el pasaje Cranwell, hasta las once de la noche. En esas calles del Bajo Flores se había convertido en quien era: El Cuervo. No se acuerda bien cuándo ni quién le puso el apodo. Pero lo tomó como un reconocimiento. De pibe no había otra cosa que lo identificara más que el fútbol y su amor por San Lorenzo. En la secundaria llegó a tener ocho camisetas del Matador y vestía una todos los días. El Cuervo es maradoniano y “bilardista religioso”.
En primer año, Marito militaba en la agrupación Eva Perón y Larroque fue candidato del MAS. Pero esperaron juntos el resultado del escrutinio que dio la victoria a la Franja Morada. Tras conocer la derrota, los amigos hicieron un juramento: antes de dejar el colegio debían derrotar a la Franja. Cuando terminaron quinto, los radicales ya no gobernaban el centro, pero Marito y El Cuervo tenían otros problemas. El rector, Horacio Sanguinetti, un dirigente radical con el que estaban enfrentados a muerte, eliminó una mesa de examen y ellos quedaron libres porque debían dos materias. El centro de estudiantes lanzó una campaña para defenderlos. Revisando el reglamento, Larroque descubrió que las materias adeudadas no los dejaban afuera del colegio, sino que los convertían en alumnos libres y los obligaban a perder un año.
—¿Saben cuál es la mejor manera de meterle un dedo en el culo a Sanguinetti? —preguntó Marito por segunda vez—. ¡La mejor manera de meterle un dedo en el culo a Sanguinetti es poner de candidato al Cuervo!- dijo y señaló a su amigo, camuflado entre la multitud.
La propuesta generó revuelo. El Cuervo era una oveja negra, un marginal. Al frente de la asamblea, con un megáfono, el entonces presidente del centro, Andrés Rieznik, pidió que levantaran la mano los que votaban por Néstor Rivas, el candidato del PO; después, ordenó que hicieran lo mismo los que estaban con El Cuervo. La votación estaba pareja y la cantidad de gente hacía imposible contar las manos. Entonces Rieznik dividió las aguas: lo que estuvieran con el Cuervo debían ocupar el ala derecha del claustro, y los que apoyaran a Rivas, la izquierda. En ese momento se oyó un griterío que venía de la entrada. En la puerta del colegio, acababa de estacionar un ómnibus con 40 pibes que volvían del campo de deportes. Sin éxito con las mujeres, El Cuervo era muy popular entre los varones, en especial los futboleros.
El grupo subió las escaleras de mármol blanco cantando. Llevaban una bandera pintada con aerosol que decía: “Cuervo 1996”. Al mando iba Gianni Buono, un pibe rubio y de ojos claros, con aspecto arrabalero y espíritu de tablón. La irrupción de esa banda inclinó la balanza. Larroque ganó la presidencia del centro unas semanas después. Venció a Lista Convergencia, un desprendimiento de Franja Morada, que llevó de candidato a Juan Courel, actual vocero del gobernador de Buenos Aires, Daniel Scioli. Esa consagración desde los márgenes marcaría el resto de la carrera política del Cuervo.
***
Andrés Larroque hizo política por primera vez a los 7 años. Cansado de los maltratos de Beatriz, la chofer del transporte escolar, armó una votación para elegir un delegado.
—Opresora, vamos a terminar con esta dictadura —le gritó a la mujer, desde los asientos traseros, donde había organizado la resistencia.
Cuando Beatriz les contó a los padres, ellos no se sorprendieron. En la casa de los Larroque siempre se discutió de política. La noche en que ganó Raúl Alfonsín la familia festejó en el Obelisco, pese a que Miguel Ángel había votado por Ítalo Lúder y Elena por Oscar Alende. El padre del Cuervo siempre había estado más cerca del peronismo. Roberto Larroque, el abuelo de Andrés, fue uno de los pocos médicos que no se plegó a la huelga de profesionales contra Perón. Oriundo de Mercedes, igual que Héctor Cámpora, cuando “El Tío” renunció a la presidencia, Roberto le escribió para felicitarlo por su gesto de lealtad. Cámpora se lo retribuyó con una carta de agradecimiento, que hoy luce en el despacho del Cuervo.
Durante la dictadura Miguel Ángel y Elena mantuvieron el perfil bajo. Hacían reuniones en su casa y alojaron a un amigo que corría peligro. A los chicos, les dijeron que era un tío y les ordenaron que no contaran nada en la escuela.
Con el correr de los años, las discusiones no eran sólo de política. Miguel Ángel trabajaba en el sanatorio Julio Méndez, una institución pública, y no aceptaba contratos con clínicas privadas. Esa opción obligaba a la familia a una vida sin lujos, por debajo del nivel que podía alcanzar una pareja de profesionales. Como símbolo de esa austeridad autoimpuesta, en la casa de los Larroque no se tomaba Coca-Cola. Elena quería para los chicos una vida más confortable. En esa disputa doméstica, El Cuervo no tenía dudas: se alineaba con su padre.
***
Como si estuviera nadando entre la gente, a pura brazada, Larroque se abre paso entre los manifestantes que se apretujan en un costado de la Plaza de Mayo.
El Cuervo salta y canta. Parece feliz. Es 25 de Mayo y participa de la movilización más numerosa en diez años de kirchnerismo. Otra vez, viste un jean azul recto. Se lo regaló el secretario de Comercio, Guillermo Moreno, para promocionar el programa Ropa para Todos. Tiene los mismos zapatos de siempre, unos mocasines de traje y suela de goma, marca Stone, que desentonan con el pantalón y lo alejan de un look canchero o juvenil. No por nada, su hermana le dice “Nono”. Antes de que arranque la marcha, Larroque se mueve en el interior de un corralito que forman militantes con los brazos entrelazados y pecheras azules.
Una señora de unos 50 años intenta cruzar el cordón y se choca con los pibes de azul. “Cuervo, somos de Córdoba”, le grita, asomada en puntas de pie. Larroque se acerca y la mujer le pide una foto. Él la rodea con el brazo derecho y con la mano que le queda libre, hace la V de la victoria. Es la primera de más de 50 fotos que le pedirán durante la marcha. Nunca se niega. Siempre hace la V. Una cuadra antes de llegar a la plaza, un hombre de unos 40 años aprovecha que el Cuervo camina fuera del corralito y le dice que quiere hacerle llegar una carta a Cristina. “Si me la traés a mí, le llega”, promete y busca con la mirada a Chiqui, que se apura en tomar los datos.
***
Desde la terraza de la casa 207 de la manzana 22, la Villa 20 parece un basurero a cielo abierto. Encima de los techos de chapa hay esqueletos de sillas, escaleras caracol oxidadas, botellas vacías y bolsas de plástico cubiertas de mugre.
Fue en ese rincón olvidado de Villa Lugano donde El Cuervo se dio su primer baño de realidad, a los 21 años. “Si venís, no te vas más”, le dijo Lucio Elemenson, un ex compañero del Buenos Aires que participaba del Grupo de Educación Popular, la organización que operaba La Escuelita. Era un centro que daba clases de apoyo escolar. El Cuervo empezó a ir todos los sábados y pronto se dio cuenta de que había encontrado su nuevo lugar en el mundo. Atrás había quedado un año en el que no había sabido cómo continuar su militancia ni qué estudiar. Estaba tan desorientado que había ido por primera vez a un psicólogo.
En La Escuelita se sentía más cómodo que en su casa, pero a las pocas semanas planteó la primera discusión interna.
—¿Qué vamos a hacer? ¿Apoyo escolar durante 30 años? Hay que hacer mil lugares como éste y hay que discutir de política —les dijo a los fundadores del grupo, que temían “ensuciar” el trabajo solidario.
El Cuervo ganó la pulseada y La Escuelita incorporó un comedor. En 1999, Larroque estudiaba Historia, iba a Lugano todos los días y había consolidado un grupo de militantes que le respondía. En la villa lo conocía todo el mundo. En charlas con los vecinos más antiguos El Cuervo confirmó algo que intuía: la tarea que estaban haciendo ellos en el barrio era la misma que, en los 70, habían hecho los montoneros.
***
—En la villa había un recuerdo muy positivo de la JP. Aunque ya traíamos esa reivindicación, en Lugano se dio una identificación más fuerte con la Orga —dice, en nuestro siguiente encuentro en su despacho, en julio. El televisor está clavado en C5N.
—Sin Montoneros no hubiese vuelto Perón —sentencia, pero aclara que tiene una mirada crítica de la lucha armada de los 70. —En un momento dejó de ser una herramienta y se convirtió en un fin.
La charla se interrumpe cuando entra Claudia con Reinaldo y Ángel, dos antiguos vecinos de la Villa 20, que vinieron de visita.

Acerca de Napule

es Antonio Cicioni, politólogo y agnotólogo, hincha de Platense y adicto en recuperación a la pizza porteña.

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7 comentarios en «El soldado de Cristina»

    1. el articulo lo escribe una periodista de La Nacion para el concurso La Voluntad.
      esto confirma lo que siempre pense de vos, te tragas cualquier cosa que lees sin cuestionarte nada.

      1. No cambia para nada mí comentario. No me refería al periodista, que puede escribir en donde quiera, sino al medio universitario en que se ha publicado, justo ahora en que los camporistas se van quedando con toda la Nación (que no es el diario, por ahora no). Saludos a Tinelli.

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