Aún recogiendo ese guante, no se tarda en advertir que la imagen de un cambio de sesgo «benevolente» o «desincriminatorio» es falsa tan pronto se ve la imagen completa de un anteproyecto donde vemos 178 casos en donde las penas suben y 129 en que bajan, 85 nuevos delitos y 14 que desaparecen, muchos de ellos obsoletos como el del «duelo».
No hay en el Código cambios significativos, por lo demás, en las «escalas» penales (mínimos y máximos de prisión), y sí aparece una muy razonada enunciación de cuáles son las atenuantes que pueden tenerse en cuenta, y un doble escalafón de agravantes, «de mayor gravedad» y «de máxima gravedad», que permitiría racionalizar el proceso de asignación y cuantificación de penas dentro de los espectros de la escala penal.
En otros sentidos buena parte de las críticas encarnan en una comprensión no informada del sistema actual, en la que la pena «perpetua» no existe más que nominalmente, y donde todas las penas son susceptibles de una libertad condicional a los dos tercios de la condena, cuyo control es más aparente que real.
Una vez que se comprende ello, podrá entenderse que el cambio del Anteproyecto de Código traduce un criterio en que el sistema de cumplimiento de penas permita una progresividad real en la ejecución de la pena, contemplando alternativas especiales a la prisión para conflictos menores (multas reparatorias, detenciones de fin de semana, restricciones de acercamiento e instrucciones especiales, entre otras), reteniendo la prisión para los conflictos graves, y reforzando su sentido retributivo y prevencional con un empalme con penas sustitutivas controladas judicialmente y sujetas a recaudos más personalizados y precisos en las ejecuciones de las penas.
Es posible que esto requiera una reingeniería de un sistema penitenciario –que hoy sólo se enfoca al encarcelamiento– y que ello insuma además la dedicación importantes recursos económicos, pero también es más que probable que los costos monetarios y sociales serán menores que mantener la situación de prisionización extendida de personas sin condena y la liberación sin controles efectivos.
El texto ha tenido una esforzada elaboración tras bambalinas, donde juristas de fuerzas políticas mayoritarias han confluido en un texto con un mínimo margen de disidencias, algunas de las cuales tienen sentido y razonabilidad y merecen su buena discusión pública en cancha grande. A este debate no se lo debe ver como un obstáculo o un engorro, un arma arrojadiza de la coyuntura política, o un coto vedado para especialistas en Derecho Penal, sino como una oportunidad para pasar en limpio qué pensamos de la ley, qué pensamos de las penas, qué pensamos de los bienes jurídicos, una oportunidad de socializar y reconstruir el sentido que le adscribimos al derecho todo.
No hay en el Código cambios significativos, por lo demás, en las «escalas» penales (mínimos y máximos de prisión), y sí aparece una muy razonada enunciación de cuáles son las atenuantes que pueden tenerse en cuenta, y un doble escalafón de agravantes, «de mayor gravedad» y «de máxima gravedad», que permitiría racionalizar el proceso de asignación y cuantificación de penas dentro de los espectros de la escala penal.
En otros sentidos buena parte de las críticas encarnan en una comprensión no informada del sistema actual, en la que la pena «perpetua» no existe más que nominalmente, y donde todas las penas son susceptibles de una libertad condicional a los dos tercios de la condena, cuyo control es más aparente que real.
Una vez que se comprende ello, podrá entenderse que el cambio del Anteproyecto de Código traduce un criterio en que el sistema de cumplimiento de penas permita una progresividad real en la ejecución de la pena, contemplando alternativas especiales a la prisión para conflictos menores (multas reparatorias, detenciones de fin de semana, restricciones de acercamiento e instrucciones especiales, entre otras), reteniendo la prisión para los conflictos graves, y reforzando su sentido retributivo y prevencional con un empalme con penas sustitutivas controladas judicialmente y sujetas a recaudos más personalizados y precisos en las ejecuciones de las penas.
Es posible que esto requiera una reingeniería de un sistema penitenciario –que hoy sólo se enfoca al encarcelamiento– y que ello insuma además la dedicación importantes recursos económicos, pero también es más que probable que los costos monetarios y sociales serán menores que mantener la situación de prisionización extendida de personas sin condena y la liberación sin controles efectivos.
El texto ha tenido una esforzada elaboración tras bambalinas, donde juristas de fuerzas políticas mayoritarias han confluido en un texto con un mínimo margen de disidencias, algunas de las cuales tienen sentido y razonabilidad y merecen su buena discusión pública en cancha grande. A este debate no se lo debe ver como un obstáculo o un engorro, un arma arrojadiza de la coyuntura política, o un coto vedado para especialistas en Derecho Penal, sino como una oportunidad para pasar en limpio qué pensamos de la ley, qué pensamos de las penas, qué pensamos de los bienes jurídicos, una oportunidad de socializar y reconstruir el sentido que le adscribimos al derecho todo.