El mosaico que se completa en la plaza -con misteriosos paramilitares protegiendo el edificio del Gobierno y jubilados creando a su vez una línea de defensa para que nadie moleste «a estos chicos»- es una muestra de la complejidad de la península de Crimea.
Para la escena faltaba sólo un arranque revolucionario y transgresor a cargo de los admiradores de un régimen -el de Vladimir Putin- que no se distingue precisamente por la interpretación laxa de la autoridad vigente. Y es entonces cuando aparece, de la nada, un enorme camión con una escala desplegable.
Retirada de banderas ucranianas
Arriba del todo un hombre callado y circunspecto tiene orden de llevar a cabo lo que será el hecho histórico del día. Una línea en los libros de historia nada más, pero más indeleble que cualquier titular. Ante el pasmo de todos, y la alegría de la mayoría, la escala lo conduce hasta lo más alto y empieza a retirar -una a una y con una meticulosidad digna de un momento menos agitado- todas las banderas ucranianas que desde hace años ondean en la plaza. La multitud aplaude, las abuelas gritan «Rusia, Rusia, Rusia» y un hombre que se atreve a sugerir que se deje al menos una por la buena gente que ha caído en Kiev es prácticamente expulsado de la plaza y tiene que abrirse paso entre rostros serios que lo miran con el puño en alto. Lo mismo sucede con Roman, que pide que se vote antes de estos gestos de desafío. Acaba saliendo a paso ligero de la plaza con su hija de nueve años abrazada a él, llorando asustada por cómo sus vecinos están amenazando a su padre.
Con blindados moviéndose por las afueras de Simferopol ha quedado claro que Rusia hablaba en serio. Y en la plaza demuestran que no están para bromas. «América tiene la culpa de todo», se lamenta una mujer ante las cámaras de la televisión.
El cordón de seguridad impide el acceso de coches al barrio gubernamental. Los edificios principales, la Rada Suprema (Parlamento) y el Gobierno, llevan días controlados por tipos armados que cumplen órdenes de no se sabe quién, pero ayer era posible acercarse al Parlamento a la hora de comer porque apenas había movimiento. Sólo alguna caravana ocasional de coches con banderas rompía la paz de los restaurantes de la zona.
Los uniformados portan armas automáticas y en ocasiones anticarro , en claro contraste con el rudimentario armamento de los rebeldes de Kiev que en los primeros días de diciembre empezaron a zarandear el poder de Victor Yanukovich. «No es verdad que queramos ser rusos, simplemente queremos que se conserve nuestra autonomía , y eso es algo que Kiev no está dispuesto respetar», regaña al periodista Ela. Por eso, explica, «están estos chicos con armas». Su misión es impedir la llegada de unidades militares leales a Kiev y de grupos de radicales a los que llaman despectivamente ‘banderovtsi’: seguidores del ideólogo del nacionalismo ucraniano, Stepan Bandera, asesinado por la KGB tras la II Guerra Mundial. Decir Bandera en la plaza Lenin es buscar pelea. Aunque basta con llevar la contraria para salir escaldado.