Por José Miguel Amiune
En los últimos 30 años la región se debatió en la polaridad entre lo global y lo nacional. La Unasur viene a romper con esta lógica, asumiendo el carácter de un espacio de integración geopolítica. Un escenario aún abierto, donde el objetivo es eliminar la desigualdad económica, promover la inclusión social y la participación ciudadana, para preservar y fortalecer la democracia.
Hipótesis de trabajo
La hipótesis que intentamos demostrar es muy simple. Es imposible la coexistencia en el largo plazo de la democracia con procesos económicos que acentúan las desigualdades, promueven la exclusión social y fomentan la marginación política. La globalización ha producido un dislocamiento entre categorías históricamente relacionadas como producción, espacio nacional, sistema político y ciudadanía. En tal sentido, la globalización aparece como un desafío al Estado-nación y a la democracia política. La polaridad entre lo global y lo nacional debe encontrar una síntesis superadora, donde resolver la cuestión nacional y afirmar la democracia. Este nuevo espacio es la región. La nación no es sólo el Estado, ni el capitalismo es sólo el mercado. Hoy la nación exige, para desarrollarse, un espacio económico ampliado para superar las limitaciones de un capitalismo tardío. En esta nueva etapa histórica, la democracia política tiene que sustentarse y consolidarse en el marco regional sudamericano, como afirmación de autonomía y no como claudicación ante el desafío globalizador. Es decir, debemos concebir la integración regional desde una racionalidad política y no meramente comercial o arancelaria. Debemos ver a Sudamérica como un espacio geopolítico destinado a la defensa y fortalecimiento de la nación y de la identidad histórica y no como antesala de un universalismo puramente virtual. En suma, el futuro de la democracia en América del Sur depende de que se cumpla exitosamente esta nueva fase del desarrollo en el marco histórico-político de la región.
El advenimiento de la democracia
La etapa crepuscular del Proceso mostraba a la cúpula militar y sus adherentes civiles en una situación paradojal. Volcada –en una forma muy poco convincente– a favor de socios que antes había considerado indeseables y abandonada por aquellos cuyos favores había reclamado y servido, agregaba nuevas cuotas de descrédito al ya voluminoso débito acumulado. Las secuelas de la guerra sucia, el autoritarismo, las violaciones de los derechos humanos, la derrota en Malvinas, la deuda externa y el bloqueo comercial hacían de la Argentina un “paria internacional” con un perfil de país poco confiable, políticamente inestable y económicamente declinante.
Con el poder militar en retirada y el desemboque constitucional a la vista, el tema de la reinserción internacional apareció con todo vigor, acompañado de las reflexiones sobre las condiciones de la transición democrática. Era necesario articular una política exterior coherente, racional y previsible y revertir las orientaciones de una política económica que había conducido al país a un colapso.
En el orden internacional, el ascenso de la administración Reagan exhibía una voluntad de restauración hegemónica del poder norteamericano en todos los campos. Ello diluía los progresos registrados por la multipolaridad en la década anterior y perseguía consagrar la unipolaridad bajo la movilizadora consigna del . Estos cambios renovaban antiguas controversias sobre los rasgos del sistema internacional y sus consecuencias sobre los países periféricos. El recrudecimiento del conflicto Este-Oeste, expresado en el clima de confrontación entre las superpotencias, sorprende a América latina embarcada en un proceso caracterizado por dos factores: democratización y crisis estructural.
El primer elemento: la democratización, aparecía como una tendencia hemisférica producto de la declinación de la amenaza comunista en la región, combinada con los fracasos del militarismo institucional, su pérdida de valor estratégico y su alto costo político y social.
Sin embargo, este reflujo de los regímenes autoritarios que en diez años transformaría el mapa político de América latina se daba en el marco de una situación económico-social de creciente endeudamiento, fuerte deterioro del aparato productivo, caída del producto y la inversión, configurando un escenario que llevaría a calificar a los ’80 como la “década perdida”. Esta extraña combinación de estancamiento económico con resurgimiento de las libertades políticas colocó en el primer plano del debate la cuestión sobre la supervivencia de lo que se dio en llamar “las democracias pobres de América Latina”. En medio de la perplejidad, la mayoría de los políticos pensaban en la democracia como si no existiera la pobreza y muchos economistas pensaban en la pobreza como si no existiera la democracia.
En el caso de la Argentina, el advenimiento de la democracia en 1983 la convertía en una ínsula rodeada de regímenes autoritarios: Brasil, Uruguay, Paraguay, Bolivia, Perú y Chile, por nombrar el entorno más cercano, continuaban bajo regímenes militares que observaban con hostilidad y desconfianza el desarrollo de la primera nueva experiencia democrática en el Cono Sur. Si a ello se agrega que el recrudecimiento del conflicto Este-Oeste se había trasladado con enorme intensidad al centro del continente, involucrando a Nicaragua, El Salvador, Guatemala, y, por supuesto, Cuba, el panorama para la joven democracia argentina no era muy prometedor.
Los acuerdos con Brasil
Raúl Alfonsín tuvo clara conciencia de la vulnerabilidad que significaba la situación insular de la democracia argentina. Su audacia diplomática hizo posible comenzar a transformar el mapa político de la región.
El retorno de Brasil al orden constitucional fue visto como una circunstancia muy propicia para la consolidación de la vida institucional argentina. La urgencia, para ambos gobiernos, en desmontar viejas hipótesis de conflicto, transformando el tradicional esquema de confrontación geopolítica en una relación de cooperación, encontraba, en el problema de la deuda y sus repercusiones sobre la marcha de la democracia, los datos fundamentales para la apertura del proceso de integración que comenzó a tomar forma a fines de 1985, cuando los presidentes Alfonsín y Sarney se entrevistaron en la ciudad fronteriza de Iguazú. La racionalidad de los acuerdos Alfonsín-Sarney fue más política que comercial. El eje Buenos Aires-Brasilia era el único capaz de impulsar y consolidar el proceso de democratización en América del Sur.
En la Argentina, entre 1955 y 1983, más de un cuarto de siglo, los civiles acceden al gobierno, nunca al poder, en tres oportunidades, cada uno con distintos partidos, (UCRI, UCR, Frejuli) sumando en total poco más de 9 años. Un promedio de 3 años y dos meses por vez. En Brasil los militares gobernaron ininterrumpidamente desde 1964 hasta 1985.
Estos largos períodos de interrupción de la democracia marcaron un fuerte divorcio entre los partidos políticos y el ejercicio del poder. Era urgente consolidar la democracia para establecerla de manera permanente. El instrumento para lograrlo era –sin duda– la integración regional sudamericana, a través del eje Buenos Aires-Brasilia.
Desde el comienzo, Alfonsín y Sarney coincidieron en el diagnóstico sobre la necesidad de contar con un espacio económico ampliado como eje de la actividad productiva, para enfrentar conjuntamente los problemas de la deuda externa y el proteccionismo del comercio internacional. Concordaban, además, en la urgente necesidad de que Sudamérica reforzara su capacidad de negociación en el tablero mundial, ampliando su autonomía de decisión y evitando la vulnerabilidad externa.
Sin embargo, existían matices en la estrategia de ambos países. Para la Argentina la alianza estratégica tenía un fundamento principalmente económico. Siendo una sociedad en proceso de desindustrialización, no podía concebir un crecimiento sostenido a escala nacional. El objetivo era ampliar el mercado y revolucionar las prácticas productivas, incluyendo la modernización de su clase empresaria a través de la complementación y vinculación con los socios brasileños. En contraste, Brasil, con su impresionante industrialización, tenía –y tiene– un amplio mercado interno por conquistar que permitía mantener expectativas de crecimiento en la escala nacional. Pero el Brasil industrial y exportador se encontraba desprotegido en el mercado mundial. De allí que su objetivo fuera básicamente político. Brasil necesitaba el respaldo regional y la alianza estratégica con la Argentina aparecía como una condición necesaria para disipar temores hegemónicos de los vecinos y, a partir de allí, ampliar el espacio común, económico y político.
Los ’90: racionalidad comercial y Mercosur
El colapso de la Unión Soviética y el fin de la Guerra Fría, en materia política, y el triunfo de las ideas de mercado, en lo económico, dieron lugar a la hegemonía neoliberal. El mundo se encontró con lo que Peter Drucker llamaba “las nuevas realidades” del mundo poscomunista.
En ese marco se inició, en el espacio sudamericano, un proceso de institucionalización, a partir del Tratado de Asunción, en abril de 1991, que dio nacimiento al Mercado Común del Sur (Mercosur). Los cuatro miembros originales fueron: Argentina, Brasil, Uruguay y Paraguay.
El tratado fue suscripto por los cuatro presidentes: Carlos Saúl Menem, Fernando Collor de Melo, Luis Alberto Lacalle y Andrés Rodríguez. Todos y cada uno de ellos expresaban en su gestión interna e internacional la ideología dominante durante esa década: neoliberalismo económico, pragmatismo político y alineamiento internacional con Estados Unidos.
El resultado fue la creación de una zona de libre comercio que aspiraba a constituir un mercado común y no pasó de ser una unión aduanera imperfecta, con más excepciones que listas comunes de desgravaciones. La racionalidad comercial predominó sobre los objetivos políticos. Las colosales asimetrías entre las economías de los Estados-parte, sumadas a la carencia de instrumentos y voluntad política para la coordinación macroeconómica, impidieron la expansión del Mercosur. Durante toda la década de los ’90 no se registraron adhesiones de otros miembros de la región al tratado, con la sola excepción de Chile, que se incorporó con carácter de observador.
La mayor limitante de la profundización y expansión del Mercosur resultó el lanzamiento por el presidente Clinton, en la ciudad de Miami en diciembre de 1994, de la iniciativa denominada Área de Libre Comercio de las Américas (ALCA). Sumariamente proponía una reactualización de la Doctrina Monroe, creando una zona de libre comercio desde Alaska hasta Tierra del Fuego. Contemplaba una gradual reducción de las barreras arancelarias y a la inversión entre los 34 países de la región, con la sola excepción de Cuba.
Para concretar la iniciativa se institucionalizó la Cumbre de Presidentes de las Américas, la primera de las cuales se reunió en Miami en 1994 y la última en Mar del Plata en 2005.
Se trataba de un viejo proyecto de Estados Unidos de establecer una reserva de mercado para sus productos sobre el resto de los países del continente. Su primera manifestación data de 1885, y estuvo muy cerca de concretarse en la Conferencia Panamericana de 1889-1890, pero no sucedió por la oposición del gobierno argentino. El delegado argentino a la Conferencia, Roque Sáenz Peña, declararía: “Tratar de asegurar el comercio libre entre mercados carentes de intercambio sería un lujo utópico y un ejemplo de esterilidad”.
El cubano José Martí ya había advertido que: “Tendría que declararse por segunda vez la independencia de América latina, esta vez para salvarla de los Estados Unidos”.
A mediado de los ’90 Estados Unidos sentía que la historia lo había colocado en condición de única potencia hegemónica mundial, en el terreno político, económico y militar. Sin embargo, se encontraba con que el Mercosur comenzaba a celebrar acuerdos de cooperación interbloques con la Unión Europea. A su vez, la política de liberalización comercial y privatización de empresas estatales de servicios públicos favorecía las inversiones europeas, pasando la mayoría de ellas a manos de inversores y consorcios franceses, españoles, italianos y alemanes, principalmente. Las empresas de petróleo, gas, energía, transportes, comunicaciones, agua y electricidad habían sido adquiridas por empresas públicas o privadas de origen europeo, bajo estrictos tratados bilaterales de garantía de inversiones.
El ALCA significa una respuesta de Estados Unidos para disputarles a los europeos un mercado de 800 millones de personas y un PBI combinado del orden de US$ 21.000 billones anuales. Pero no era tan sólo un proyecto económico sino que apuntaba a establecer una estrategia geopolítica que incluía la defensa hemisférica, la adopción de políticas expresadas por el Consenso de Washington, la sujeción financiera y crediticia, a través del Banco Mundial y el FMI; en suma, la Doctrina Monroe reciclada: “América para los americanos”.
A diferencia de los europeos que apuntaron sus inversiones a los recursos y empresas del Estado, el ALCA buscaba la liberalización de los servicios financieros, la propiedad intelectual, las patentes, las compras del Estado, la exportación de tecnología de frontera, y sobre todo una reserva de mercado para sus productos que beneficiados por la desgravación arancelaria desplazarían a los de cualquier competidor.
Hacia el final de la década de los ’90 el ALCA había logrado menoscabar los intentos de integración subregional como la CAN y el Mercosur y se aprestaba a consagrase como el vehículo con el que América latina ingresara al siglo XXI.
El fortalecimiento del Mercosur y el fracaso del ALCA
Sin embargo, apenas comenzado el nuevo siglo comienzan a tomar forma cambios políticos y sociales que modifican la fisonomía del mapa del poder en Sudamérica. La llegada del PT al gobierno de Brasil bajo el liderazgo de Luiz Inácio Lula da Silva, la emergencia de Néstor Kirchner en la Argentina y la radicalización del régimen de Chávez en Venezuela generaron un repliegue de la hegemonía estadounidense que permitió transformar las relaciones de poder en la región y, de esta, en relación con el mundo. En el marco de esa tendencia al establecimiento de gobiernos nacionales y populares, Evo Morales asume el poder en Bolivia, Rafael Correa en Ecuador, el Frente Amplio en Uruguay y Fernando Lugo alcanza la presidencia de Paraguay. Evidentemente la geografía política de Sudamérica se transformaba radicalmente respecto de la década anterior. Esos cambios se reflejarían en la concepción de la democracia y, por cierto, sobre el sentido y la naturaleza de la integración regional.
Se institucionaliza la idea del . A los cuatro países miembros originales se suma Venezuela y se incorporan como países asociados Chile, Colombia, Perú, Ecuador y Bolivia. Asimismo se integran, como países observadores, México y Nueva Zelanda. Bajo esta nueva conformación el Mercosur representa un PBI combinado de 3.641 billones de dólares, lo que significa el 82,3 del total de América del Sur. Cubre un territorio de casi 13 millones de km2 y cuenta con más de 275 millones de habitantes (cerca del 70% de Sudamérica). Siete de cada diez sudamericanos son ciudadanos del Mercosur.
Está considerado como el cuarto bloque económico del mundo, en importancia y volumen de negocios, y la quinta economía mundial, si se considera el PBI nominal producido por todo el bloque. Además de la importancia económica, conlleva una importancia geopolítica de magnitud, ya que dos de sus Estados-parte son miembros del Grupo de los 20 (G-20).
Pero la extensión y profundización del Mercosur no sería la única, ni la mayor contribución de los gobiernos nacionales y populares a la integración regional. Flotaba aún sobre Latinoamérica la sombra del ALCA en su fase más agresiva alentada por la administración de George W. Bush que, de concretarse, desmantelaría todos los esquemas subregionales de integración. El desafío era enorme y había que resolverlo urgentemente.
La IV Cumbre de las Américas que se llevó a cabo en la ciudad de Mar del Plata, entre el 4 y 5 de noviembre de 2005, enfrentó a las dos concepciones de la integración regional. Por un lado, bajo el liderazgo de George W. Bush, Panamá presentó una moción de establecer el ALCA como paradigma de la integración hemisférica. Por el otro, con la firme conducción de Néstor Kirchner como presidente de la Cumbre, el documento final recogió la propuesta del Mercosur y Venezuela, desestimando un área de libre comercio entre economías tan asimétricas como las que conforman el continente. La votación fue contundente sellando el destino del ALCA. Bajo el liderazgo del eje Buenos Aires, Brasilia, Caracas, los demás países de la región se pronunciaron, una vez más, contra la imposición de la Doctrina Monroe por los Estados Unidos, honrando las mejores tradiciones de la diplomacia regional.
El surgimiento de Unasur como espacio geopolítico de la integración
La Unión de Naciones Suramericanas (Unasur) nace como respuesta al intento de imposición del ALCA. Su tratado constitutivo se firmó el 23 de mayo de 2008 en la ciudad de Brasilia, donde se estructuró y oficializó la organización. La primera en ocupar la presidencia pro tempore fue la entonces presidenta de Chile, Michelle Bachelet, con un mandato de un año de duración. El 4 de mayo de 2010, en la Cumbre Extraordinaria celebrada en la ciudad de Campana, provincia de Buenos Aires, se designó por unanimidad a Néstor Kirchner (ex presidente de la Argentina) como primer Secretario General por un período de dos años. Con la incorporación de la Secretaría General se le otorga una plataforma de decisiones y un liderazgo político internacional, que acelera el proceso de establecimiento de un organismo regional permanente. La Secretaría General probaría rápidamente su eficacia en la tarea de defender y consolidar la democracia como en asegurar la paz y la seguridad colectiva en Sudamérica. La decisión política con que intervino para evitar la desestabilización del gobierno de Evo Morales en Bolivia, se reiteró al evitar el conflicto armado entre Ecuador y Colombia, y más tarde entre Colombia y Venezuela. Esta Secretaria General tiene su sede en Quito, Ecuador, mientras que el Parlamento Suramericano se establecerá en Cochabamba, Bolivia.
La naturaleza de Unasur responde a una racionalidad política que la diferencia de los demás organismos de integración regional. Unasur no se limita a ser un esquema de integración económica, comercial o arancelaria, sino que asume el carácter de un espacio de integración geopolítica, en tanto enfatiza la integración física de la región; vincula la defensa con la soberanía de los países miembros sobre sus recursos naturales y la preservación medioambiental; la convergencia en materia de política exterior; la integración en materia de infraestructura de transportes, energía y comunicaciones; establece la cláusula democrática para preservar y consolidar la misma, frente a las nuevas formas del neogolpismo institucional y promueve la cooperación en materia de educación, ciencia y tecnología. A eso se refiere el tratado cuando habla de una unión política, económica, social y cultural entre sus miembros para eliminar la desigualdad económica, promover la inclusión social y la participación ciudadana, para preservar y fortalecer la democracia.
Sin duda, nuestro espacio geopolítico de integración es Sudamérica. Unasur está compuesta por doce Estados, dentro de un espacio contiguo, con una población cercana a los 400 millones de habitantes, que equivale al 70% de toda América latina y al 6% de la población mundial. Con una integración lingüística donde predominan el castellano y el portugués.
Dotada de una de las mayores reservas de agua dulce y biodiversidad del planeta, más allá de las inmensas riquezas en recursos minerales, pesca y agricultura. Su territorio abarca casi 18 millones de km2 (el doble de los Estados Unidos) y un PBI combinado de 4.100 billones de dólares, reúne todas las condiciones para constituirse, en un par de décadas, en uno de los bloques políticos, económicos y culturales más importantes del mundo.
Esta tarea de construir la integración sudamericana no está exenta de amenazas. Estados Unidos, ante el fracaso del ALCA, ha buscado debilitar la unidad sudamericana a través de los Tratados Bilaterales de Libre Comercio (TLC) que tiene firmados con Chile, Perú y Colombia, a los que se agrega el que ya tenía celebrado con México. Estos cuatro países han formado la llamada Alianza del Pacífico, para contraponerla al eje Atlántico formado por Venezuela, Brasil y la Argentina, junto con Uruguay, Paraguay, Bolivia y Ecuador.
El comercio entre México, Chile, Colombia y Perú, es –prácticamente– inexistente. Por lo que dicha alianza se explica en el exclusivo interés de los Estados Unidos por ingresar libremente a esos mercados colocando sus bienes y servicios estratégicos: financieros, informáticos, comunicacionales, energéticos y sus políticas sobre patentes, propiedad intelectual y tecnologías avanzadas. En suma, un ALCA II.
Ante el fracaso de la OMC en concluir la Ronda de Doha, Estados Unidos reorienta su estrategia geopolítica y comercial hacia el Pacífico a través del Trans-Pacific-Partnership (TPP), utilizando los acuerdos regionales como la Alianza del Pacífico, como instrumento para mantener flotando sobre nuestra región el fantasma del ALCA.
El dilema a resolver
Algunos especialistas geopolíticos señalan que la nueva estrategia de Estados Unidos con los tratados de libre comercio es contener a China. La creciente inversión china en América latina en sectores mineros y energéticos se ha diversificado a la infraestructura, con una abundancia financiera que ha permitido a algunos países escapar del FMI. El objetivo de la Alianza del Pacífico es el regreso al proceso de reestructuración neoliberal establecido entre los ’70 y los ’90.
En términos geopolíticos y económicos el proyecto de construir otro canal de comunicación entre los océanos Atlántico y Pacífico en Nicaragua por parte de empresas chinas, invirtiendo 40 mil millones de dólares a cambio de administrar la concesión por 50 años prorrogables por un período similar, expone en toda su dimensión la disputa que se desarrolla en un territorio considerado de exclusiva influencia estadounidense. La relevancia del futuro Canal de Nicaragua queda en evidencia recordando el espacio clave que significó el Canal de Panamá para la expansión de los Estados Unidos.
Quiero concluir esta nota glosando al brillante economista brasileño José Luis Fiori. Según él, históricamente, el proyecto de integración regional nunca fue una política de Estado, yendo y viniendo a través del tiempo como si fuera una utopía estacional que se fortalece o debilita dependiendo de las fluctuaciones de la economía mundial o de los cambios en el mapa político de América del Sur. Sostiene que, durante la primera década del siglo XXI, los nuevos gobiernos nacionales y populares del continente, sumados al crecimiento de la economía mundial entre 2001-2008, reavivaron y fortalecieron el proyecto integracionista, en particular Unasur, Mercosur y luego, CELAC, liderados por la Argentina, Brasil y Venezuela. Después de la crisis de 2008, América del Sur se recuperó rápidamente, empujada por el crecimiento chino. Pero este éxito de corto plazo reflotó la característica de la economía sudamericana de ser una sumatoria de economías primario-exportadoras paralelas y orientadas a los mercados externos. Sudamérica enfrenta un dilema mayúsculo: 1) aceptar el destino de ser un actor pasivo en la división internacional del trabajo que definan las viejas, actuales o nuevas potencias mundiales, quedando Brasil en la condición de una periferia de lujo; o 2) trabajar en la integración productiva industrial y en la construcción de una arquitectura financiera regional. La primera opción tiene como desenlace la Alianza del Pacífico o, lo que es lo mismo, el ALCA II.
Confiamos en que prevalecerá la visión integracionista que sintetiza la Unasur. Tal vez porque, como decía Oscar Wilde, “este es un mundo tan raro que, incluso si uno actúa correctamente, las cosas pueden salir bien”.