Con la resaca bolivariana, y en la búsqueda de un espacio en el futuro, los progresistas latinoamericanos deberían mirarse en algunos espejos de la historia
No importan los interminables discursos, ni las veces que repitan las mismas palabras y sus tantas analogías. La víctima principal del chavismo y sus parientes cercanos no es la derecha, ni la burguesía, ni el fascismo, ni las elites privilegiadas, ni el capitalismo, ni el imperio. La verdadera víctima es el progresismo latinoamericano, corriente de pensamiento cuyo lenguaje le fue arrebatado y vaciado por una izquierda estalinista y autoritaria que se expandió por la región.
Cuando pase la ola bolivariana—y con perdón de Bolívar, figura de la historia puesto a tomar partido en la política de hoy—el discurso de la igualdad, el supuesto socialismo y la democracia plebiscitaria ya no tendrá significado alguno. Será el momento de reconstruir los valores progresistas a través de una manera democrática de hacer política, y eso sobre las ruinas institucionales y económicas, pero también éticas e intelectuales, que queden detrás. No será tarea fácil.
El progresismo está íntimamente ligado a la expansión de derechos, proceso histórico de largo alcance y no únicamente en “occidente”. Además de la igualdad formal ante la ley—derechos y garantías constitucionales—el progresismo enfatiza la importancia de una relativa igualdad en la distribución de recursos materiales—derechos sociales. Esto no sólo porque la pobreza y la desigualdad extremas son inmorales. También porque los sujetos privados del acceso a bienes y servicios básicos no pueden constituirse en ciudadanos en el sentido pleno del término. Es decir, no pueden ejercer sus otros derechos con un mínimo de certeza y efectividad.
Al mismo tiempo, sólo un estado constitucional protege esos derechos consistentemente. El abuso de autoridad se neutraliza por medio de normas estables pre-existentes que limitan y dividen al poder público, es decir, que son anteriores a la conformación de cualquier gobierno y que lo restringen. De allí se deriva también la agenda de derechos humanos. Ignorar este componente liberal se traduce en una versión de “progresismo” (enfatizo las comillas) como la que practica Diosdado Cabello, quien fusiona en su persona los tres poderes del estado simultáneamente: militar en actividad, presidente de la Asamblea Nacional y oficial de justicia de facto, valga el contrasentido, como en el arresto de Leopoldo López.
El progresismo también posee un componente de origen socialista, la idea que para maximizar el potencial de la ciudadanía, es necesario apartarse de la neutralidad distributiva del estado. La tributación progresiva y el estado de bienestar de inspiración socialdemócrata son los ejemplos en cuestión. Pero además deben ser financiados con recursos genuinos e implementados por medio de consensos parlamentarios, y no por medio del excedente petrolero, la confiscación arbitraria de activos privados y la discrecionalidad patrimonialista del ejecutivo. Y si existe una renta petrolera, como en Noruega, el objetivo de la sustentabilidad implica que se la debe usar de manera contra-cíclica.
Es que el capitalismo no es anatema para el progresismo, al contrario. Primero porque el mercado opera como mecanismo eficiente de asignación, en tanto las reglas sean transparentes y equitativas, es decir, para todos, no únicamente para los capitalistas amigos del poder, como es norma en la región. También porque el mercado funciona como espacio de socialización. Alienta la iniciativa individual, la creatividad y la toma de riesgo, la receta de la prosperidad. Eso a su vez genera pluralismo, sin el cual no hay sociedad civil en el sentido estricto del término, o sea, un espacio autónomo de deliberación y agregación de intereses e identidades. Esas identidades ya no son hoy reducibles a la clase social, si es que alguna vez lo fueron. La diversidad de hoy se expresa además en identidades étnicas, religiosas, de género, o de orientación sexual, entre muchas otras, o bien todas ellas superpuestas. El progresismo democrático es el vehículo de representación más efectivo para esta diversidad, allí esta su clientela.
El progresismo también es racionalista, en favor del conocimiento y el progreso técnico. Gobernar en democracia implica que los programas y políticas debes ser sustentables en el tiempo para reforzar la legitimidad. La experiencia reciente de financiamiento de la política social por medio del boom de las commodities—que por definición es vulnerable y con un horizonte temporal limitado—ilustra los desafíos por venir. Una región cuya política económica es siempre pro-cíclica nunca resolverá sus problemas de pobreza y desigualdad. El voluntarismo que hemos vivido—y sobre todo escuchado—sólo sirve para aumentar las expectativas en el corto plazo, y generar frustración social y anomia en el largo. Es que cuando la política se hace en base a dogmas, es tentador caer en la borrachera refundacional en vez de introducir cambios prudentes que generen estabilidad, como recientemente señaló Andrés Velasco, ex Ministro de Hacienda y ex candidato presidencial chileno.
Esto ilustra que el progresismo no es revolucionario, es reformista. Desconfía de la geometría cuando se trata de clasificar al progresismo o la reacción. Esto porque a veces la “izquierda” puede ser reaccionaria, como el castrismo, y la “derecha” es capaz de ser progresista, como el liberalismo constitucional. El progresismo es pragmático más que ideológico, pero al mismo tiempo normativo, las reglas de juego garantizadas por el arreglo constitucional están para cumplirse. Y además es evolutivo, jamás creería que la historia empieza con uno, que lo que ocurrió antes no debió ocurrir, convicción que en definitiva esconde un profundo autoritarismo.
Con la resaca bolivariana, a propósito de borracheras, y en la búsqueda de un espacio en el futuro, los progresistas latinoamericanos deberían mirarse en algunos espejos de la historia. En algún sentido, la descarnada cara represiva del chavismo los asemeja a los eurocomunistas, una desobediencia al estalinismo soviético que en los setenta y ochenta los llevó en dirección socialdemócrata. O tal vez les sirva el ejemplo de los disidentes de la Europa central, quienes en su oposición al comunismo lo hicieron con el humanismo y la ética de sus convicciones democráticas. Tal vez el futuro los lleve hacia allí y, si además tienen suerte, en el camino de la reconstrucción de la agenda progresista quizás encuentren su propio Václav Havel.
Héctor Schamis es profesor en Georgetown University, Washington DC. Twitter @hectorschamis
No importan los interminables discursos, ni las veces que repitan las mismas palabras y sus tantas analogías. La víctima principal del chavismo y sus parientes cercanos no es la derecha, ni la burguesía, ni el fascismo, ni las elites privilegiadas, ni el capitalismo, ni el imperio. La verdadera víctima es el progresismo latinoamericano, corriente de pensamiento cuyo lenguaje le fue arrebatado y vaciado por una izquierda estalinista y autoritaria que se expandió por la región.
Cuando pase la ola bolivariana—y con perdón de Bolívar, figura de la historia puesto a tomar partido en la política de hoy—el discurso de la igualdad, el supuesto socialismo y la democracia plebiscitaria ya no tendrá significado alguno. Será el momento de reconstruir los valores progresistas a través de una manera democrática de hacer política, y eso sobre las ruinas institucionales y económicas, pero también éticas e intelectuales, que queden detrás. No será tarea fácil.
El progresismo está íntimamente ligado a la expansión de derechos, proceso histórico de largo alcance y no únicamente en “occidente”. Además de la igualdad formal ante la ley—derechos y garantías constitucionales—el progresismo enfatiza la importancia de una relativa igualdad en la distribución de recursos materiales—derechos sociales. Esto no sólo porque la pobreza y la desigualdad extremas son inmorales. También porque los sujetos privados del acceso a bienes y servicios básicos no pueden constituirse en ciudadanos en el sentido pleno del término. Es decir, no pueden ejercer sus otros derechos con un mínimo de certeza y efectividad.
Al mismo tiempo, sólo un estado constitucional protege esos derechos consistentemente. El abuso de autoridad se neutraliza por medio de normas estables pre-existentes que limitan y dividen al poder público, es decir, que son anteriores a la conformación de cualquier gobierno y que lo restringen. De allí se deriva también la agenda de derechos humanos. Ignorar este componente liberal se traduce en una versión de “progresismo” (enfatizo las comillas) como la que practica Diosdado Cabello, quien fusiona en su persona los tres poderes del estado simultáneamente: militar en actividad, presidente de la Asamblea Nacional y oficial de justicia de facto, valga el contrasentido, como en el arresto de Leopoldo López.
El progresismo también posee un componente de origen socialista, la idea que para maximizar el potencial de la ciudadanía, es necesario apartarse de la neutralidad distributiva del estado. La tributación progresiva y el estado de bienestar de inspiración socialdemócrata son los ejemplos en cuestión. Pero además deben ser financiados con recursos genuinos e implementados por medio de consensos parlamentarios, y no por medio del excedente petrolero, la confiscación arbitraria de activos privados y la discrecionalidad patrimonialista del ejecutivo. Y si existe una renta petrolera, como en Noruega, el objetivo de la sustentabilidad implica que se la debe usar de manera contra-cíclica.
Es que el capitalismo no es anatema para el progresismo, al contrario. Primero porque el mercado opera como mecanismo eficiente de asignación, en tanto las reglas sean transparentes y equitativas, es decir, para todos, no únicamente para los capitalistas amigos del poder, como es norma en la región. También porque el mercado funciona como espacio de socialización. Alienta la iniciativa individual, la creatividad y la toma de riesgo, la receta de la prosperidad. Eso a su vez genera pluralismo, sin el cual no hay sociedad civil en el sentido estricto del término, o sea, un espacio autónomo de deliberación y agregación de intereses e identidades. Esas identidades ya no son hoy reducibles a la clase social, si es que alguna vez lo fueron. La diversidad de hoy se expresa además en identidades étnicas, religiosas, de género, o de orientación sexual, entre muchas otras, o bien todas ellas superpuestas. El progresismo democrático es el vehículo de representación más efectivo para esta diversidad, allí esta su clientela.
El progresismo también es racionalista, en favor del conocimiento y el progreso técnico. Gobernar en democracia implica que los programas y políticas debes ser sustentables en el tiempo para reforzar la legitimidad. La experiencia reciente de financiamiento de la política social por medio del boom de las commodities—que por definición es vulnerable y con un horizonte temporal limitado—ilustra los desafíos por venir. Una región cuya política económica es siempre pro-cíclica nunca resolverá sus problemas de pobreza y desigualdad. El voluntarismo que hemos vivido—y sobre todo escuchado—sólo sirve para aumentar las expectativas en el corto plazo, y generar frustración social y anomia en el largo. Es que cuando la política se hace en base a dogmas, es tentador caer en la borrachera refundacional en vez de introducir cambios prudentes que generen estabilidad, como recientemente señaló Andrés Velasco, ex Ministro de Hacienda y ex candidato presidencial chileno.
Esto ilustra que el progresismo no es revolucionario, es reformista. Desconfía de la geometría cuando se trata de clasificar al progresismo o la reacción. Esto porque a veces la “izquierda” puede ser reaccionaria, como el castrismo, y la “derecha” es capaz de ser progresista, como el liberalismo constitucional. El progresismo es pragmático más que ideológico, pero al mismo tiempo normativo, las reglas de juego garantizadas por el arreglo constitucional están para cumplirse. Y además es evolutivo, jamás creería que la historia empieza con uno, que lo que ocurrió antes no debió ocurrir, convicción que en definitiva esconde un profundo autoritarismo.
Con la resaca bolivariana, a propósito de borracheras, y en la búsqueda de un espacio en el futuro, los progresistas latinoamericanos deberían mirarse en algunos espejos de la historia. En algún sentido, la descarnada cara represiva del chavismo los asemeja a los eurocomunistas, una desobediencia al estalinismo soviético que en los setenta y ochenta los llevó en dirección socialdemócrata. O tal vez les sirva el ejemplo de los disidentes de la Europa central, quienes en su oposición al comunismo lo hicieron con el humanismo y la ética de sus convicciones democráticas. Tal vez el futuro los lleve hacia allí y, si además tienen suerte, en el camino de la reconstrucción de la agenda progresista quizás encuentren su propio Václav Havel.
Héctor Schamis es profesor en Georgetown University, Washington DC. Twitter @hectorschamis