El presidente de los cuatro trajes

En la calle la desesperación, la angustia extrema en la cara de una señora de cuarenta y tantos, vaquero ajustado, tacones, carnes que desbordan, que vendía chucherías sobre un trapo en plena peatonal: tres policías se la llevan arrestada. La mujer se abraza a la bolsa de plástico negro donde tiene —donde todavía tiene— su mercadería y camina a empujones y repite para nadie, para los policías, para su historia de desdichas:
—¿Y ahora qué? ¿Ahora adónde me quieren llevar?
La mujer tiene cara de que sabe: acaba de perder, una vez más, todo lo que tenía.
—A los que hacen cosas serias nunca se los llevan. A esos nunca se los llevan. ¿Ahora qué van a hacer conmigo?
La mujer mira hacia todos lados, como si buscara a alguien que pudiera salvarla. La mujer, por supuesto, no lo encuentra.
Costa Rica es un país raro: pájaros, sí; soldados, no. Son más de cuatro millones de personas en 52.000 kilómetros cuadrados de volcanes y selvas y playas y más aves y mariposas que en cualquier otro lugar del mundo; un Estado benefactor que fue eficiente, instaurado en 1948 por el fundador de la II República, José Figueres, que, además, por si acaso, disolvió el ejército y lo prohibió en su Constitución. Un país sin mucha violencia, sin grandes conflictos, en medio de una de las dos o tres zonas más violentas y conflictivas del planeta; un país con tal conciencia ecologista —y tan capaz de hacer dinero con ella— que prohíbe la minería y las exploraciones petroleras; un país con uno de los índices de desarrollo humano más altos de América Latina donde, sin embargo, la desigualdad está creciendo.
Un país repleto de europeos buscando el animal más inaudito y más recóndito para creer que no todo está perdido todavía y americanos ejerciendo esa variante del sueño americano que consiste en ir a perderse bajo una palma con la pensión de Ohio o el restorán orgánico. Un país con los ingresos más altos de la zona, que vive razonablemente bien de ese turismo ecololó, frutas, la banca, el contrabando y, cada vez más, la industria tecnológica y médica. Un país que supo ser orgullo de los suyos hasta que, hace unos años, empezó a desencantarse de sí mismo.
Las historias no empiezan, pero todo empezó, digamos, hacia 2004, cuando las investigaciones de una gran periodista sacaron a la luz las corruptelas de los partidos gobernantes. En poco tiempo dos expresidentes fueron presos y un tercero se escapó de milagro. Como en tantos otros lugares —más que en otros lugares: aquí sí habían creído—, los costarricenses sintieron que no podían confiar en nadie.
Así llegaron, hace tres meses, a unas elecciones en que deberían resignarse a un nuevo presidente: los pretendientes eran, parecía, los de siempre.
A principios de 2014 un candidato recorría el país casa por casa. Las encuestas le daban entre un 4% y 6% de intención de voto, 80% de desconocimiento; él llegaba —contará después— a golpear la puerta y a veces le abrían, y él se presentaba:
—Soy Luis Guillermo Solís, candidato a la presidencia…
—¿Luis Guillermo qué?
Luis Guillermo Solís tiene 56 años, seis hijos, una segunda esposa y ningún perro. Su padre era un zapatero de la costa Caribe; su madre, la hija maestra de una negra jamaiquina. Solís fue un producto del sistema público costarricense, ese Estado benefactor ahora amenazado: gracias a él pudo estudiar, trabajar, armarse una vida levemente próspera. Se licenció en Historia y se especializó en Ciencias Políticas; fue hasta ahora profesor de la Universidad de Costa Rica. También, desde los noventa, fue militante de Liberación Nacional —el partido del fundador Figueres—; el PLN gobernaba a menudo, y Solís tuvo puestos menores, más bien técnicos.
Hace ocho años, crítico de las prácticas de su partido, Solís renunció a él —“yo renuncié a la corrupción, a la incapacidad, a la politiquería, al fraude electoral”— para irse a uno de sus desprendimientos, el Partido de Acción Ciudadana. Allí, el año pasado, le propusieron ser candidato presidencial; se presentó a la convención, la ganó apenas. Sus propios compañeros lo conocían muy poco.
Y encima parecía difícil de vender. Un señor calvo sin atributos obvios, sin la sonrisa de dentífrico, empeñado en hablar como si perorara. Alguno de esos asesores que nunca faltan en las series malas le dijo que usara otras palabras, más sencillas: que no hablara como un profesor. Es que yo soy un profesor, dicen que dijo —y que quería mostrarse como lo que era—.
En enero pasado, el candidato decidió tomar el toro por las astas. Su gran acierto fue hacer virtud de la necesidad: sus compatriotas estaban hartos de lo que conocían; su arma sería ese desconocimiento, su falta de pasado. Su partido no tenía mucho dinero para anuncios, así que decidieron jugárselo a uno que haría eje en eso: “Hola, mi nombre es Luis Guillermo Solís y quiero que me conozcan”, decía, y mostraba su familia, su trabajo, sus alumnos, sus modos: “Tengo un solo carro, un reloj, cuatro trajes que me quedan y no necesito más”. En la imagen, el candidato daba clases, andaba calles, intentaba protegerse de la lluvia con un portafolios mientras entraba a un coche viejo. Estaba empezando a definirse como uno más, uno de nosotros: el candidato de los que odiaban a los candidatos.
—Sí, aquí sigue habiendo algo de ese grito tremendo de los parques argentinos de que se vayan todos. Hay un hartazgo por la corrupción, por el problema ético —la corrupción es mala porque degrada, porque ofende— y también por el problema económico: nos cuesta demasiada plata y nos impide hacer lo que deberíamos. Son las carreteras mal hechas con terribles sobreprecios, puentes que se derrumban, cuatro o cinco compañías que se quedan con los principales contratos de obra pública, presidentes en la cárcel, mandos medios que piden a los empresarios o ciudadanos sus mordidas por cada gestión… En fin, eso lleva a que la gente se enoje mucho. Y sí, también, a que el debate político se desdibuje. Ya no importa si el que viene es rojo o verde o azul, lo que importa es quitar a los corruptos de en medio. Frente a la corrupción se juntan el progresista y el conservador; la corrupción se convierte en un unificador ciudadano.
Luis Guillermo Solís supo aprovechar esa unificación mejor que nadie.
Costa Rica es —como todos— un país raro, más raro: suele salir primero en esas listas con que algunas empresas intentan medir la felicidad del mundo por países.
—¿Por qué son tan felices?
—No lo sé. Yo no encuentro que la gente sea especialmente jubilosa, que esté encantada. Más bien veo gente muy crítica, con muchos problemas; veo barrios precarios, falta de empleos, delincuencia, pobreza. Por otro lado, si nos comparamos con otros países de América Central la situación es positiva.
—Sí, pero como para ser los campeones mundiales…
—Sí, no, no lo sé. Yo no sé cómo se mide eso. Por un lado debe de ser cierto, pero también da una sensación desorientadora, porque aquí hay muchos problemas y hay una desafección creciente con la democracia que es muy poco tica.
Dirá después Solís: tico, tica, es la forma más aceptada de decir costarricense. Luis Guillermo Solís tiene rasgos que se olvidan rápido: nada muy distintivo. Alguien me dice que tal vez eso lo ayudó: que si no será como el país, sin ningún rasgo particularmente dramático, donde todo está más o menos bien y nada espantosamente mal, al que no define ningún drama salvo, estos últimos años, ese desasosiego, el desengaño.
—¿Y usted es feliz?
—Yo sí, yo mucho. Y ahora más que nunca.
Después, un amigo escritor me daba su versión:
—Decimos que somos felices porque tenemos horror de quejarnos. Acá nunca nadie te va a decir esa sopa es una mierda. No, te dicen qué buena que está, lástima que esté fría, ¿no? Y esa mosca que tiene, ¿no podría estar en otra parte? Entonces todos te dicen primero pura vida y después recién matizan.
Pura vida es el modismo nacional: una forma de decir todo bien o no hay problema o de acuerdo o hasta pronto o gracias o de nada; dos palabras, me dirá después el candidato, que están en todas partes y se podrían traducir por hakuna matata o joie de vivre.
Los debates de la televisión le dieron más espacio. Solís hablaba contra la corrupción y prometía más democracia e igualdad. Mientras, los candidatos de los partidos tradicionales se destrozaban entre ellos, despiadados; nadie pensó que valía la pena perder el tiempo en ese outsider.
Sus números empezaron a crecer; sus 60.000 seguidores de Facebook se convirtieron en más de 300.000, las puertas se le abrían más fácil, a veces lo reconocían en la calle. La campaña calaba; más y más gente fue empezando a creerles, a tomarlos en cuenta. Y un día de enero les cayó la ficha: descubrieron que podían ganar. Fue un momento de sorpresa, casi susto: no estaban preparados para eso.
Pero decidieron jugarse a fondo, y entonces sí se levantó la ola. El aparato político —sus partidos, sus profesionales, sus patrocinadores, sus publicistas cool, sus encuestólogos y demás secretarias— estaba perdiendo el control. En la calle las caravanas del candidato despertaban pequeñas multitudes, sus banderas rojas y amarillas. Para muchos se convirtió en una cuestión de orgullo: había que demostrarles a esos políticos prepotentes que no los necesitaban, y que podían usar, para eso, la democracia de la que tanto hablaban. El candidato era eso que los romanos llamaban, con desprecio, un hombre nuevo, eso que la política actual busca y rebusca: alguien que haga política en contra de la política. El candidato, además, les prometía un espacio:
—Nosotros queremos una democracia mucho más participativa, una acción ciudadana que efectivamente promueva una participación más directa de las organizaciones, los movimientos, las poblaciones en la toma de decisiones.
Solís también hablaba de mejorar la distribución de la riqueza, recuperar la salud y la educación y la energía y la red vial públicas y, sobre todo, de limpiar las instituciones del Estado. Pero, aun así, ninguna encuesta lo ponía entre los ganadores.
La sorpresa llegó el 4 de febrero: en la primera vuelta, su partido, el PAC, quedó primero con el 31% de los votos. Con el 29,5%, su rival en la segunda sería Johnny Araya, exalcalde del PLN de San José, una figura clásica de la vieja política. Las encuestas lo fueron dejando atrás; semanas antes de la fecha final, Araya declaró que no seguía. Su partido sí, y por eso la segunda vuelta se hizo igual. El 6 de abril de 2014 Solís consiguió más de 1.300.000 votos: en Costa Rica, nunca nadie había tenido tantos.
—¿Por qué cree que lo eligieron?
—Por varias razones. La más importante es que nuestro pueblo se apropió de su soberanía y la ejerció para mandar un mensaje muy poderoso a la política tradicional y a los políticos profesionales. La gente entendió que había que ponerle un punto final a la corrupción y buscar un cambio de dirección —que no fuera radical—. Y también porque encontraron un candidato con suficiente empatía con la gente como para representar ese cambio de manera bastante fiel. Es como que pude personificar de algún modo el espíritu de cambio que la gente quería. Un espíritu riesgoso, porque como me decía una señora en un barrio muy pobre: “Dígame una cosa, Solís: ¿yo cómo sé que usted no es un ladrón, un mentiroso, un sinvergüenza como todos los que han venido aquí antes?”. Y yo le dije: “Señora, usted no lo sabe. Yo vengo a decirle que voy a trabajar duro, que voy a ser honesto y a ponerle cariño, y voy a ser su principal servidor, pero eso se lo deben haber dicho todos”. Y sin embargo, la señora se me quedó viendo y me dijo: “Yo voy a votarlo, Solís”.
Fue una revuelta, pacífica y brutal. Después de sesenta años de bipartidismo politiquero, un outsider sin historia ni aparato se quedaba con la presidencia. Nadie sabe qué va a pasar ahora: se lo preguntan, esperan, también temen. Los privilegiados —los grandes empresarios, sobre todo— están dispuestos a defender sus privilegios y, en general, no es fácil cambiar lo que lleva decenios.
(Aquí en San José los lugares no tienen direcciones. Para decirte dónde ir te dicen sí, del antiguo higuerón 200 metros hacia el norte y unos pasos al este, donde hay un Subaru blanco parqueado; de la casa de Matute Gómez dos cuadras hacia la Dos Pinos, la Cooperativa, y justo antes de llegar a la segunda pulpería, una casa con rejas amarillas, los helechos al frente. El antiguo higuerón era un árbol que talaron hace, según relatos, treinta, cuarenta años. Matute Gómez, dicen, era un médico que murió cuando mediaba el siglo XX. Y no es que no haya calles con números o nombres; es que nadie les hace mayor caso. Alguien me dice que si quiero otra muestra del conservadurismo amable de este pueblo).
—¿Y cómo le resulta esto de ser presidente cuando tres meses atrás no estaba en ningún cálculo?
—Fíjese que no lo sé. Ahora de vez en cuando me entra la presidencialitis, y entonces me estremezco.
—¿En qué consiste la presidencialitis?
—Bueno, dícese de la patología que lo hace a uno comprender en determinado momento del día que, ¡ups!, algo cambió en la vida, y uno tiene una responsabilidad muy diferente.
—¿Y no le da como un vértigo pensar en qué se ha metido?
—Sí, sí, cuando me da la presidencialitis sí que me da vértigo.
Dice Luis Guillermo Solís, en esta habitación donde charlamos. Es un hotel sin gracia, moderno de hace diez o veinte años, luces tristes; el cuarto tiene tres por tres, mesa baja en medio, café de termo y pastas varias.
—El presidente está haciendo sus reuniones acá porque su casa es muy chiquita, no hay lugar.
Me había dicho su jefa de prensa. Y Solís, ahora, que lo único que cambió en él es que anda todo el tiempo con un escolta y que debe atender obligaciones mayores y cuidarse mucho más de lo que dice y de cómo lo dice. Pero que sigue y va a seguir viviendo en su condominio de clase media, dice, y que esta mañana por ejemplo salió a comprar el pan, y le pregunto si es para subrayar que sigue siendo el mismo.
—No, es porque me mandó mi mujer para hacerle el emparedado que Inés siempre se lleva a la escuela.
San José tiene, de tanto en tanto, sus rincones bonitos —prosperidad cafetalera de la primera mitad del siglo XX, caserones de aquellos, un teatro, una oficina de correos, unos parques añosos—, pero el tono general es feúcho: cemento torpe, colores sin concierto, árboles ralos; una de esas ciudades del Tercer Mundo que crecieron demasiado rápido. Aquella noche, en la plaza de Roosevelt, un descampado en un suburbio de la capital, flameaban las banderas rojas y amarillas. Personas festejaban: las urnas acababan de cerrar, Solís ya era el presidente electo.
—Yo voté por él porque él escucha mucho a la gente, nos pregunta qué queremos que haga, no como esos políticos que vienen a decirte todo lo que hay que hacer, y después no hacen nada.
—¿Cómo que nada? Se roban todo, todo.
Decía, a coro desparejo, una pareja de clase media cerca del retiro, ropa muy cuidada.
—Yo voté por él porque quiero que haya un poco más de igualdad en Costa Rica.
Decía un muchacho muestrario de tatuajes, los pelos bien erguidos.
—Yo voté por él porque lo que quiero es que estos dos muchachitos, mis hijos, también puedan disfrutar de todos los beneficios que yo tuve: que tengan salud, educación, todo eso, mae.
Decía un cuarentón que me dijo que era médico de un hospital público y feliz, orgulloso, preocupado por eso.
Ahora, en el cuarto de hotel, sus luces tristes, el presidente electo habla con calma, pesando las palabras, con una media sonrisa que por momentos se le escapa: como quien quiere estar seguro de que va a decir eso que quiere. El presidente electo me dice que su definición política es muy clara:
—Yo soy socialdemócrata. Creo en una economía de mercado y creo en un Estado que regula, un Estado fuerte que interviene y que hace que el mercado no se coma su propia cola y termine monopolizando en detrimento de la voluntad del mayor número.
Sus adversarios le critican que nunca gestionó, que nunca dirigió ninguna institución —y mucho menos, dicen, claro, una república—.
—Yo, por mi paz espiritual, debo convencerme de que no por mucho madrugar se amanece más temprano y que aquellos que tenían toda la experiencia del mundo la cagaron —para decirlo en buen francés—. Eso me tranquiliza, porque me demuestra que ese conocimiento solo es parcialmente útil. Que lo que importa más es otra cosa.
—Usted ahora tiene que demostrar que es honesto, que no es corrupto, pero tiene que dirigir instituciones que están seriamente sospechadas de corrupción. ¿Cómo va a hacerlo?
—Primero, nombrando gente que esté dispuesta a gestionar bien, pero antes tienen que hacer un inventario, un balance de lo que encuentran. Yo espero, dentro de tres meses, presentarme formalmente ante la Asamblea Legislativa y dar un informe de lo que encontré. Yo no voy a cargar con muertos que no… No, yo sí voy a cargar con esos muertos, pero quiero que se sepa quién los mató. No para iniciar una cacería de brujas, pero sí con el ánimo pedagógico de demostrar la responsabilidad que los políticos tenemos que asumir cuando nos metemos en esta historia.
Solís se casó, se divorció, y ahora lleva años viviendo con una madrileña, Mercedes Peñas, 45 años, politóloga y cooperante con más de veinte en Costa Rica; con ella tuvo a Inés, su hija de siete. Conservadores le reprocharon que no estuviera casado como Dios manda; él no les hizo caso.
—¿Y ahora se va a casar?
—No.
—¿No?
—No. Seguiré viviendo emparejado.
—¿En pecado?
—En pecado. No, esa es una decisión familiar que yo respeto mucho, primero porque la tomó Mercedes, segundo porque es la condición en la que vive una gran cantidad de compatriotas, y además muchas de las parejas presidenciales más modositas tenían unas relaciones tórridas.
—¿Tórridas, pero otras?
—Claro, las tórridas eran las otras. Nosotros tenemos una relación monogámica, comprometida, con una hija maravillosa, además de los cinco hijos de mi primer matrimonio… Pero por suerte eso no se convirtió en un tema de campaña.
Sí lo fue, en cambio, algo que dijo sobre el aborto: que lo aceptaría si hubiera violación. Las leyes de su país —la influencia de la Iglesia de Roma en su país— no lo aceptan. En un debate electoral alguien le recordó, tipo trampa, esas palabras. Él dijo que era una opinión personal que no estaba en el programa de su partido.
—O sea, que usted no tiene ningún proyecto de legalizar el aborto, ni siquiera en un supuesto de violación.
—No, no lo tengo yo ni lo tiene el partido ni nuestra corriente legislativa.
—¿Y el matrimonio homosexual, que también se discute?
—Nosotros defendemos las sociedades de convivencia, el otorgamiento de derechos civiles y patrimoniales a las parejas del mismo sexo, un tema de derechos humanos.
—¿Le parece que van a poder aprobarlo en esta legislatura?
—No sé, porque hay un bloque de oposición muy fuerte, el Bloque de la Vida, que suma incluso a algunos de nuestros propios diputados, que tienen un punto de vista muy religioso y que se oponen.
—¿Usted se da cuenta de que este momento, antes de asumir, será el mejor de su mandato, que de ahora en más todo se degrada?
—Sí, claro. Estoy totalmente consciente de eso. En política un nuevo Gobierno experimenta el mismo problema que un coche nuevo: en el momento en que sale de la agencia, aunque sea el mismo coche que cinco minutos antes estaba en la vitrina, se devalúa, automáticamente pierde el 25% de su valor.
—¿Y cómo se lo toma?
—Con normalidad. Tengo la inmensa fortuna de tener el coche con el tanque lleno, el millón trescientos mil votos que me confiaron. Pero sé que es un capital volátil: ese mismo pueblo que me eligió con entusiasmo e ilusión puede muy rápidamente desilusionarse y dejarme en medio camino, si no le cumplo.
—Debe de ser muy desesperante ver que algo se le va de las manos o no sucede como habría querido…
—Bueno, yo voy a fallar muchas veces. Yo siempre digo: “Cuando falle corríjanme, cuando me pierda búsquenme”. Estoy consciente de la fragilidad humana, que, por supuesto, se extiende a la política. Y no tengo problemas en pedir perdón si me equivoco. Pero sé que uno no puede pasarse pidiendo perdón cuatro años, ni perdido cuatro años. Me desesperaría darme cuenta a la vuelta de poco tiempo que era un iluso que pensó, para su eterna condenación, que se podían hacer, sin el control de la política tradicional, los cambios que el pueblo requería. Yo espero que eso no sea así. Espero que tengamos la sabiduría para tomar decisiones correctas y para aplicarlas con instrumentos que no son los tradicionales.
Dos vecinas, la parada de un bus en un barrio modesto. Una de las vecinas tiene como cincuenta años, gorda, la cara de viruela; la otra veintipocos, el cuerpo redondito, la sonrisa pícara.
—¿Y, es cierta la noticia?
—¿Que estoy embarazada?
—Sí, ¿qué va a ser si no?
Era, dice pícara, cierta, y que ella no hizo nada, bueno, dice, nada: nada distinto, y que ayer le dijeron.
—Ay, qué dicha. Te estás trayendo a alguien que te va a acompañar toda tu vida.
Dice, media lágrima bajando por los pocitos de la cara, la señora viruela. La otra la mira como quien acaba de escuchar que no era quien creía.
—¿Verdad, no? Toda mi vida. Toda toda mi vida.
Solís es —parece ser— un hombre que está ahí porque cree que puede hacer algo y no le importan los fastos o el dinero sino el bronce o esa forma del bronce que llamamos libros, la memoria. Un hombre que sabe que en estos cuatro años va a cincelar su vida, su recuerdo. Es la mejor base para que haga algo serio aunque, por supuesto, también puede fallar.
—Sí, claro que siento el peso de la historia.
Hace unos días, en la Asamblea Legislativa, Solís pasó por una sala donde cuelgan los retratos de los presidentes y vio, ya preparado, el hueco donde va a estar el suyo.
—Ahí están todos los referentes de la historia nacional, buenos y malos. Y ahí voy a estar yo. Entonces entendí mejor el tamaño de esta aventura en la que estoy metido.
Ahora, luces tristes, le pregunto si, historiador al fin, podría decirme el párrafo sobre su Gobierno que querría encontrar en los manuales escolares de 2050. Él, por primera vez en una hora, se calla, piensa segundos largos, habla como quien dicta su futuro, casi grave:
—Fue un Gobierno inesperado que hizo posible que Costa Rica avanzara hacia niveles insospechados de confianza ciudadana en la democracia y de desarrollo económico de prosperidad en la transparencia.
Dice, y le digo que en mi pueblo, ante algo así, diríamos que no tiene abuela. Él se ríe y después se pone serio:
—Yo solo espero que esta parábola que llevará a Costa Rica a un lugar de mayor prosperidad, justicia, transparencia, no sufra un súbito parón que nos pueda devolver al punto donde estábamos, cosa que en política suele ocurrir. Espero que esto no sea flor de un día. Si somos exitosos el próximo presidente tendrá que construir sobre lo que iniciaremos en este mandato. Yo no tengo la fuerza y el tiempo para completar el trabajo. Yo no me voy a reelegir; ya he tomado la decisión de ser presidente de un solo periodo, y espero cumplirlo con excelencia y con consistencia.
Dice, como quien dice algo que importa, y nos paramos. El doctor Luis Guillermo Solís, el presidente electo, me dice que lo espere un momento porque antes de dejar el cuarto debe apagar el aire acondicionado. El mando está en la mesita baja; lo agarra, lo mira, aprieta unos botones y no pasa nada.
—Parece que no encuentra el power.
Le digo, nos reímos. Entonces yo le prometo que no voy a caer en la tentación de hacer de eso una metáfora y, por supuesto, no lo cumplo. Promesas, al fin y al cabo, son promesas.

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