MONTEVIDEO.- El debate argentino transcurre en torno a un llamado «relato», que es un intento propagandístico de legitimar al oficialismo con una versión del pasado reciente que entronca a su vez con otra del período fundacional de la república. Este uso y abuso de la historia no es exclusivo de la Argentina, por cierto, y si ha sido una herramienta implícita en los regímenes dictatoriales, tampoco han sido exentos de ella los populismos seudodemocráticos. Por estos mismos días, sin ir más lejos, en Uruguay discutimos también un «relato» oficialista que ni siquiera alcanza la «dignidad de los hechos», como decía Hanna Arendt.
Para empezar, se confunde memoria con historia, sin advertir que aquélla es por definición parcial y subjetiva, porque es el recuerdo de una persona o grupo. La historia, en cambio, es un proceso de reconstrucción de una época sobre la base de varias memorias y circunstancias, sociales o económicas, que pueden estar perdidas para la memoria, pero no por eso ser menos importantes para entender el pasado. El proceso dictatorial uruguayo de 1973 a 1985 está lleno de memorias, pero aún hay allí muy poca historia. Algo más de análisis hay en la Argentina, pero también predominan la memoria y el «abuso» de ella, del que Todorov tanto ha hablado y explicado: «Los retos de la memoria son demasiado grandes como para confiarlo al entusiasmo o a la cólera».
En nuestro caso, a cuenta de mayor cantidad, podemos poner ejemplos bien claros de cómo el relato va confundiendo las cosas. Por ejemplo, es habitual referirse al presidente Mujica diciendo que fue «un preso de la dictadura». La verdad es que él, como sus correligionarios del movimiento tupamaro, fueron procesados y bien procesados en el período democrático por los jueces de la democracia. Cuando en junio de 1973 sobrevino la dictadura, ellos estaban presos y efectivamente fueron sometidos a severos abusos, pero los hechos -como se ve- son bien distintos.
En el mismo terreno suele decirse que el movimiento tupamaro «resistió a la dictadura» y esto es objetivamente falso. No disparó un tiro contra la dictadura. Toda su acción, a lo largo de diez años, fue para derribar la democracia «burguesa» en nombre de una revolución de inspiración cubana. Cuando sobrevino la dictadura, ya estaba derrotado y toda su dirigencia en prisión. Lo que -desde la otra visión extrema- prueba la falsedad del argumento militar de que se dio el golpe de Estado para salvar el país de la «amenaza marxista», que ya estaba totalmente conjurada. Lo que ocurrió es que la victoria militar fue muy rápida y aplastante (sólo seis meses, después de tantos años de acoso guerrillero) y produjo en las fuerzas armadas la peligrosa embriaguez del triunfo.
Del mismo modo, el movimiento tupamaro sigue sin asumir su enorme responsabilidad en el golpe de Estado. El ejército uruguayo no había salido de sus cuarteles desde 1904 y no registraba desbordes. La lucha contra el movimiento guerrillero la había librado la policía y sólo se apeló al ejército cuando se produjo una fuga masiva del Penal de Punta Carretas, en septiembre de 1971, a dos meses de unas tensas elecciones nacionales. El hecho, obviamente, paralizó al país. El Estado parecía desbordado. Ahí se encarga a los militares de la lucha, con el resultado conocido.
El «relato» confunde todo y hasta mezcla las víctimas de la confrontación tupamara con el origen mismo de nuestro país, en que se exagera un presunto «genocidio» charrúa ocurrido en la batalla de Salsipuedes, en 1831, en el que murieron entre 20 y 30 charrúas. Esta versión ignora que los charrúas eran nómades que habían vivido trashumando entre Santa Fe, Entre Ríos, lo que hoy es el Uruguay y parte de Río Grande del Sur. Ignora que estuvieron en la lucha con la sociedad hispano-criolla desde el inicio de la colonización; que estuvieron aliados la mayor parte del tiempo a los portugueses de la Colonia del Sacramento; que los jesuitas intentaron civilizarlos y fracasaron reiteradamente, generándose un odio militante entre guaraníes y charrúas, con episodios de enfrentamiento tan fuertes como la batalla del Yí con el ejército jesuítico, en la que murieron, en 1702, según los religiosos jefes, unos 300 guerreros. O sea que el enfrentamiento de Salsipuedes fue apenas el final de una tribu ya muy reducida. Para atribuirle toda la responsabilidad al general Rivera, se ignoran las órdenes dadas por todos los otros jefes revolucionarios, como Lavalleja o Rondeau, del mismo modo que se soslaya que la mayoría indígena del Uruguay fueron guaraníes, que están en nuestra matriz biológica y cultural, al punto que toda nuestra toponimia, hasta el mismo nombre del país, es de su origen.
Este «genocidio» se emparenta con los genocidios argentinos, que comienzan en la colonia, normalmente se saltea la campaña de Rosas, se cargan las tintas en Roca y se hace de Sarmiento una bestia feroz, soezmente insultada por nuestro ministro de Defensa hace pocos días. Allí calza un «relato» muy parecido al revisionista argentino, execrándose al liberalismo de ambas márgenes del Plata, denostando al gigantesco Garibaldi, a Mitre, a su aliado Venancio Flores, haciendo del tirano paraguayo Solano López una especie de glorioso Che Guevara y así sucesivamente.
Felizmente, hay una historiografía seria que se ha ido abriendo paso entre tanta maraña ideológica y propagandística. Batalla que, desgraciadamente, hay que librar contra oficialismos que no vacilan en usar todo el peso del Estado para instalar teorías que simplemente pretenden ser sustento histórico de sus políticas actuales.
El autor fue presidente del Uruguay.
Para empezar, se confunde memoria con historia, sin advertir que aquélla es por definición parcial y subjetiva, porque es el recuerdo de una persona o grupo. La historia, en cambio, es un proceso de reconstrucción de una época sobre la base de varias memorias y circunstancias, sociales o económicas, que pueden estar perdidas para la memoria, pero no por eso ser menos importantes para entender el pasado. El proceso dictatorial uruguayo de 1973 a 1985 está lleno de memorias, pero aún hay allí muy poca historia. Algo más de análisis hay en la Argentina, pero también predominan la memoria y el «abuso» de ella, del que Todorov tanto ha hablado y explicado: «Los retos de la memoria son demasiado grandes como para confiarlo al entusiasmo o a la cólera».
En nuestro caso, a cuenta de mayor cantidad, podemos poner ejemplos bien claros de cómo el relato va confundiendo las cosas. Por ejemplo, es habitual referirse al presidente Mujica diciendo que fue «un preso de la dictadura». La verdad es que él, como sus correligionarios del movimiento tupamaro, fueron procesados y bien procesados en el período democrático por los jueces de la democracia. Cuando en junio de 1973 sobrevino la dictadura, ellos estaban presos y efectivamente fueron sometidos a severos abusos, pero los hechos -como se ve- son bien distintos.
En el mismo terreno suele decirse que el movimiento tupamaro «resistió a la dictadura» y esto es objetivamente falso. No disparó un tiro contra la dictadura. Toda su acción, a lo largo de diez años, fue para derribar la democracia «burguesa» en nombre de una revolución de inspiración cubana. Cuando sobrevino la dictadura, ya estaba derrotado y toda su dirigencia en prisión. Lo que -desde la otra visión extrema- prueba la falsedad del argumento militar de que se dio el golpe de Estado para salvar el país de la «amenaza marxista», que ya estaba totalmente conjurada. Lo que ocurrió es que la victoria militar fue muy rápida y aplastante (sólo seis meses, después de tantos años de acoso guerrillero) y produjo en las fuerzas armadas la peligrosa embriaguez del triunfo.
Del mismo modo, el movimiento tupamaro sigue sin asumir su enorme responsabilidad en el golpe de Estado. El ejército uruguayo no había salido de sus cuarteles desde 1904 y no registraba desbordes. La lucha contra el movimiento guerrillero la había librado la policía y sólo se apeló al ejército cuando se produjo una fuga masiva del Penal de Punta Carretas, en septiembre de 1971, a dos meses de unas tensas elecciones nacionales. El hecho, obviamente, paralizó al país. El Estado parecía desbordado. Ahí se encarga a los militares de la lucha, con el resultado conocido.
El «relato» confunde todo y hasta mezcla las víctimas de la confrontación tupamara con el origen mismo de nuestro país, en que se exagera un presunto «genocidio» charrúa ocurrido en la batalla de Salsipuedes, en 1831, en el que murieron entre 20 y 30 charrúas. Esta versión ignora que los charrúas eran nómades que habían vivido trashumando entre Santa Fe, Entre Ríos, lo que hoy es el Uruguay y parte de Río Grande del Sur. Ignora que estuvieron en la lucha con la sociedad hispano-criolla desde el inicio de la colonización; que estuvieron aliados la mayor parte del tiempo a los portugueses de la Colonia del Sacramento; que los jesuitas intentaron civilizarlos y fracasaron reiteradamente, generándose un odio militante entre guaraníes y charrúas, con episodios de enfrentamiento tan fuertes como la batalla del Yí con el ejército jesuítico, en la que murieron, en 1702, según los religiosos jefes, unos 300 guerreros. O sea que el enfrentamiento de Salsipuedes fue apenas el final de una tribu ya muy reducida. Para atribuirle toda la responsabilidad al general Rivera, se ignoran las órdenes dadas por todos los otros jefes revolucionarios, como Lavalleja o Rondeau, del mismo modo que se soslaya que la mayoría indígena del Uruguay fueron guaraníes, que están en nuestra matriz biológica y cultural, al punto que toda nuestra toponimia, hasta el mismo nombre del país, es de su origen.
Este «genocidio» se emparenta con los genocidios argentinos, que comienzan en la colonia, normalmente se saltea la campaña de Rosas, se cargan las tintas en Roca y se hace de Sarmiento una bestia feroz, soezmente insultada por nuestro ministro de Defensa hace pocos días. Allí calza un «relato» muy parecido al revisionista argentino, execrándose al liberalismo de ambas márgenes del Plata, denostando al gigantesco Garibaldi, a Mitre, a su aliado Venancio Flores, haciendo del tirano paraguayo Solano López una especie de glorioso Che Guevara y así sucesivamente.
Felizmente, hay una historiografía seria que se ha ido abriendo paso entre tanta maraña ideológica y propagandística. Batalla que, desgraciadamente, hay que librar contra oficialismos que no vacilan en usar todo el peso del Estado para instalar teorías que simplemente pretenden ser sustento histórico de sus políticas actuales.
El autor fue presidente del Uruguay.
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La foto es la película!, buenísimo.
Nos «relata» la teoría de los dos demonios (para el caso presos y borrachos) en la historia uruguaya en clave argentina
1 ¿Por que este ex presidente uruguayo se la pasa hablando de la Argentina? ¿conocen ex presidentes argentinos que se la pasen hablando de Uruguay?
2 «al gigantesco Garibaldi» bueno, supongo que lo dirá porque este mercenario era alto.
3 Apuesto integro mi sueldo del mes de abril a que Sanguinetti es masón.
Atte Mangrullo
Somos uno de sus dos vecinos grandes, y de yapa casi estamos en guerra con ellos.
Y quién puede poner en duda la estatura gigantesca de Garibaldi?
Tiene la misma estatura que un Henry Morgan o un Jean-David Nau.
Atte. MANGRULLO
estamos casi en guerra????? chabon estas demasiado desorientado
La misma estatura que un Jean-David Nau o un Henry Morgan
ATTE. MANGRULLO
La misma estatura que un Henry Morgan o un Jean-David Nau
ATTE. MANGRULLO
La estatura de Garibaldi es similar a la de un Henry Morgan o un Jean-David NauATTE. MANGRULLO
mono: no solo estamos en guerra. Para Mariano T. Uruguay es la potencia emergente que va a eclipsar a la Argentina muy pronto.
No es necesariamente teoría de los dos demonios.
Pero tiene que quedar en claro lo que hizo cada uno, lo que pensó cada uno en cada momento, sin falsificaciones.
De todos modos el Pepe es un capo.
La estatura de Garibaldi es similar a la de un Henry Morgan o un Jean-David Nau
ATTE. MANGRULLO
Hola, algo funca mal en el sistema, mi mujer dice que soy repetitivo, pero nunca tanto.
ATTE: MANGRULLO
No tiene sentido comparar un liberador de pueblos, que murió pobre, con un pirata.
Mi tatarabuelo piamontés luchó más de 25 años bajo órdenes de Garibaldi, en Uruguay y en Italia. Participó de una batalla en la que vencieron fuerzas superiores de Lavalleja y Urquiza defendiendo la ciudad de Salto, en la toma de Napoles contra las fuerzas del rey local, y la de Roma contra los franceses y las fuerzas papales. También murió pobre pero en Asunción.