Gobernante y escritor tuvieron relación muy estrecha El ensayista e historiador mexicano Enrique Krauze critica los silencios de Gabo respecto del gobierno de Cuba.
El reciente funeral, en México, del gran novelista latinoamericano ofreció un asombroso despliegue. Durante horas, bajo la lluvia, cientos de miles desfilaron ante la urna que contenía las cenizas del autor contemporáneo más célebre y leído de la región. Gabriel García Márquez, muerto el 17 de abril, fue “el rey de Macondo”, ese pueblito colombiano imaginario donde transcurre Cien años de soledad.
Pero para mí y para muchos otros latinoamericanos, sus logros literarios se ven ensombrecidos por una tacha moral: su amistad larga e íntima con Fidel Castro y (peor aún) su aceptación inconmovible de los peores abusos del régimen cubano.
Escribió una vez que “todos los dictadores… son víctimas”. Es un sentimiento que recorre El otoño del patriarca, publicado en 1975, el año en que él comenzó a establecer un vínculo personal sólido con Castro. En tres famosos artículos (una serie titulada Cuba de la cabeza a los pies), García Marquez escribió sobre la “comunicación casi telepática” que percibía entre Castro y el pueblo cubano, y afirmó que “esta ha sobrevivido intacta a la corrosión insidiosa y feroz de las exigencias diarias del poder” y que Castro “estableció todo un sistema de defensa contra el culto a la personalidad”. Luego llamó a Fidel “un reportero genial”, cuyos “inmensos informes orales” convertían al pueblo cubano en “uno de los mejor informados del mundo sobre su propia realidad”. Poco después de esta serie, sin embargo, cuando Alan Riding, del diario The New York Times, le preguntó por qué no emigraba a Cuba, García Márquez respondió: “Sería muy difícil para mí… adaptarme a esas condiciones. Extrañaría muchas cosas. No podría vivir con esa falta de información”.
Cuando finalmente Gabo tuvo una casa en Cuba, comenzó a compartir aventuras gastronómicas con Castro. Así, el cocinero mayor del comandante bautizó un plato “Langosta a la Macondo”, en honor al premio Nobel, un entusiasta.
Cuando se le cuestionó su cercanía con Castro, García Márquez respondió que, para él, la amistad siempre fue un valor supremo. Habrá sido así, pero ciertamente era una amistad con jerarquías y Fidel estaba en la cima.
En 1989, mientras García Márquez vivía en su casa cubana, se desarrollaron los oscurísimos juicios contra el general Arnaldo Ochoa y los hermanos Tony y Patricio de la Guardia, que concluyeron con la pena de muerte para Ochoa y el coronel Tony de la Guardia, acusados de narcotráfico y de traicionar a la revolución. Existía una viva oposición interna a este castigo para Ochoa, un héroe de la victoria cubana en Angola sobre el ejército invasor de la Sudáfrica sumida aún en el apartheid. El coronel de la Guardia era un amigo muy íntimo de García Márquez. Su hija, Ileana, imploró al escritor que intercediera ante Castro para salvar la vida de su padre. Pero el colmbiano no hizo nada; Ileana contó que éste incluso llegó a observar, sin ser visto y junto a Fidel y Raúl Castro, una parte del proceso.
En marzo de 2003, Fidel ordenó intempestivamente unos juicios ejemplares contra 78 disidentes; fueron sentenciados a penas de entre 12 y 27 años. Algunos, por delitos como “tener un grabador Sony”. Poco después, Castro ordenó la ejecución de tres hombres por haber tratado de escapar a los Estados Unidos en una balsa.
En una feria del libro en Bogotá, la escritora Susan Sontag enfrentó a García Márquez; después de elogiar su obra, dijo que era imperdonable que no hubiera alzado la voz contra las acciones del régimen cubano. La respuesta pública de García Márquez siguió siendo el viejo argumento de la relación personal con Fidel: “No sabría calcular la cantidad de prisioneros, disidentes y conspiradores a quienes ayudé, en absoluto silencio, para que fueran liberados de prisión o pudieran emigrar de Cuba en los 20 últimos años. Pero si de verdad lo hizo, ¿por qué actuó “en absoluto silencio”? Habrá considerado que esos encarcelamientos eran injustos. En lugar de seguir respaldando al régimen que cometía esas injusticias, ¿no habría sido mucho más valioso hacer una denuncia pública y contribuir al cierre de las cárceles políticas cubanas?
García Márquez no era un escritor de torre de marfil. Estaba orgulloso de su profesión de periodista y apoyó una institución pedagógica en Colombia.
Traducción Matilde Sánchez
El reciente funeral, en México, del gran novelista latinoamericano ofreció un asombroso despliegue. Durante horas, bajo la lluvia, cientos de miles desfilaron ante la urna que contenía las cenizas del autor contemporáneo más célebre y leído de la región. Gabriel García Márquez, muerto el 17 de abril, fue “el rey de Macondo”, ese pueblito colombiano imaginario donde transcurre Cien años de soledad.
Pero para mí y para muchos otros latinoamericanos, sus logros literarios se ven ensombrecidos por una tacha moral: su amistad larga e íntima con Fidel Castro y (peor aún) su aceptación inconmovible de los peores abusos del régimen cubano.
Escribió una vez que “todos los dictadores… son víctimas”. Es un sentimiento que recorre El otoño del patriarca, publicado en 1975, el año en que él comenzó a establecer un vínculo personal sólido con Castro. En tres famosos artículos (una serie titulada Cuba de la cabeza a los pies), García Marquez escribió sobre la “comunicación casi telepática” que percibía entre Castro y el pueblo cubano, y afirmó que “esta ha sobrevivido intacta a la corrosión insidiosa y feroz de las exigencias diarias del poder” y que Castro “estableció todo un sistema de defensa contra el culto a la personalidad”. Luego llamó a Fidel “un reportero genial”, cuyos “inmensos informes orales” convertían al pueblo cubano en “uno de los mejor informados del mundo sobre su propia realidad”. Poco después de esta serie, sin embargo, cuando Alan Riding, del diario The New York Times, le preguntó por qué no emigraba a Cuba, García Márquez respondió: “Sería muy difícil para mí… adaptarme a esas condiciones. Extrañaría muchas cosas. No podría vivir con esa falta de información”.
Cuando finalmente Gabo tuvo una casa en Cuba, comenzó a compartir aventuras gastronómicas con Castro. Así, el cocinero mayor del comandante bautizó un plato “Langosta a la Macondo”, en honor al premio Nobel, un entusiasta.
Cuando se le cuestionó su cercanía con Castro, García Márquez respondió que, para él, la amistad siempre fue un valor supremo. Habrá sido así, pero ciertamente era una amistad con jerarquías y Fidel estaba en la cima.
En 1989, mientras García Márquez vivía en su casa cubana, se desarrollaron los oscurísimos juicios contra el general Arnaldo Ochoa y los hermanos Tony y Patricio de la Guardia, que concluyeron con la pena de muerte para Ochoa y el coronel Tony de la Guardia, acusados de narcotráfico y de traicionar a la revolución. Existía una viva oposición interna a este castigo para Ochoa, un héroe de la victoria cubana en Angola sobre el ejército invasor de la Sudáfrica sumida aún en el apartheid. El coronel de la Guardia era un amigo muy íntimo de García Márquez. Su hija, Ileana, imploró al escritor que intercediera ante Castro para salvar la vida de su padre. Pero el colmbiano no hizo nada; Ileana contó que éste incluso llegó a observar, sin ser visto y junto a Fidel y Raúl Castro, una parte del proceso.
En marzo de 2003, Fidel ordenó intempestivamente unos juicios ejemplares contra 78 disidentes; fueron sentenciados a penas de entre 12 y 27 años. Algunos, por delitos como “tener un grabador Sony”. Poco después, Castro ordenó la ejecución de tres hombres por haber tratado de escapar a los Estados Unidos en una balsa.
En una feria del libro en Bogotá, la escritora Susan Sontag enfrentó a García Márquez; después de elogiar su obra, dijo que era imperdonable que no hubiera alzado la voz contra las acciones del régimen cubano. La respuesta pública de García Márquez siguió siendo el viejo argumento de la relación personal con Fidel: “No sabría calcular la cantidad de prisioneros, disidentes y conspiradores a quienes ayudé, en absoluto silencio, para que fueran liberados de prisión o pudieran emigrar de Cuba en los 20 últimos años. Pero si de verdad lo hizo, ¿por qué actuó “en absoluto silencio”? Habrá considerado que esos encarcelamientos eran injustos. En lugar de seguir respaldando al régimen que cometía esas injusticias, ¿no habría sido mucho más valioso hacer una denuncia pública y contribuir al cierre de las cárceles políticas cubanas?
García Márquez no era un escritor de torre de marfil. Estaba orgulloso de su profesión de periodista y apoyó una institución pedagógica en Colombia.
Traducción Matilde Sánchez