Por
Guido Leonardo Croxatto*
(TELAM).
Durante la década del ’90 la Argentina sostuvo con deuda un tipo de cambio ruinoso que paralizó la industria generando desempleo, pobreza, y desigualdad. La convertibilidad no fue gratuita, costó mucho: el Estado se endeudó de modo sostenido para financiar ese desequilibrio, en la idea de que la inflación (que se buscó parar con el tipo de cambio fijo) era un mal mayor que el déficit fiscal o el enfriamiento de la economía.
Lo cierto es que durante los ’90 se privatizaron sectores estratégicos de la economía, al tiempo que se promovía el sostenimiento de un tipo de cambio ilusorio, pero que permitía a las empresas recién privatizadas ganar en dólares en un mercado emergente. De este modo, financiando la convertibilidad con más deuda, el Estado financiaba las ganancias en dólares de las empresas que fugaban el dinero del país, es decir, el atraso. Lo curioso es que esto, que perjudicaba y mucho al país, era presentado en los foros internacionales como un “modelo a seguir”. El megacanje del 2001, realizado a instancias de los organismos de crédito como el FMI (sin cuyo apoyo el endeudamiento hubiera sido en esa dimensión imposible), fue un punto culminante de este proceso ruinoso (hecho siempre con la misma lógica: financiar con deuda la fuga de capitales) hecho a espaldas del pueblo argentino, que vio, luego, confiscados sus depósitos, colapsado su sistema financiero y destruido su sistema político.
Meses antes del estallido de la crisis argentina de 2001, los bancos de inversión que habían comprado, a instancias de los organismos internacionales que presentaban a la Argentina como un país “modelo”, títulos de deuda, salieron, en un evidente conflicto de intereses (y disponiendo de información privada, imperfecta), a vender esos títulos propios –que iban a caer en default– a sus propios clientes, la mayoría de los cuales eran docentes jubilados, asalariados, nunca inversores de alto riesgo, como demanda una colocación de ese tipo: los bancos colocaron (como “buena inversión”) bonos de un país emergente en crisis al borde del default en manos de inversores no sofisticados.
Una vez que el país entro en cesación de pagos y pedía una quita sustancial de la deuda (algo recomendado en su momento incluso por teóricos del propio Fondo Monetario Internacional, como el prestigioso Kenneth Rogoff, que sostenía que con ese peso de deuda era imposible para la Argentina volver a crecer, y sin crecimiento no hay pago alguno) esos bonos se desplomaron. Pasaron a no valer nada. En ese momento, los fondos buitre, de especulación, los compraron en manos de esos mismos inversores estafados por sus propios bancos (por ejemplo, en Italia) a precio vil. La estrategia comienza después, cuando esos fondos hablan en nombre de los propios jubilados y docentes estafados, echando todas las tintas sobre la Argentina, y no sobre las operaciones ruinosas intermedias, que son el núcleo que llevo a la estafa. De este modo se presentó y aún presenta a la Argentina como “culpable” de “robar el dinero” a los pobres contribuyentes, cuando la realidad del funcionamiento de los mercados especulativos financieros presenta un escenario complejo con responsabilidades compartidas muy marcadas. La responsabilidad de los bancos de inversión que semanas antes del default salieron masivamente a colocar esos bonos (esa pérdida) en sus propios clientes, configura una primera estafa a esos “pobres ahorristas”.
Luego, en una segunda etapa, los fondos especulativos recompran a precio vil esos bonos, pero hablando en nombre de los ahorristas estafados (por sus propios bancos, no por la Argentina, ya que no es posible para la Argentina colocar un bono emergente de una economía en crisis –inversión de alto riesgo– en manos de jubilados y docentes desprevenidos, esa operación no fue de la Argentina, fue de los bancos intermediarios que abusaron de su posición de confianza sobre sus propios clientes) piden el pago total de los mismos, de modo de obtener, luego de la recompra a precio vil, diez veces (o más) de lo pagado por ese mismo título. Por eso es cinismo la reciente “disposición a negociar” de los fondos buitre, cuyo accionar es violatorio del derecho internacional de los derechos humanos, entre otros. La estrategia argumental de la Corte estadounidense es similar a la de estos fondos de especulación que han sido ya denunciados por organismos como la ONU por poner en peligro incluso planes alimentarios en países pobres de África. La estrategia argumental que debe desnudarse es el legalismo-formalismo del título. El título no habla solo. Tener un título en estas circunstancias no basta para reclamar con legitimidad un pago a un Estado que fue, por otra parte, precisamente estafado (mientras era puesto como “modelo” en la región) y vaciado con el modelo de la convertibilidad sostenida con deuda. Es decir, un modelo de endeudamiento para financiar el atraso, financiando, de ese modo, la fuga de divisas del país. Exactamente lo mismo que esos fondos reclaman ahora: fugar dinero. Sacar dinero del país. Ese fue el modelo de los ’90. Ese fue el modelo del subdesarrollo. Echar luz sobre las operaciones intermedias (y sobre las responsabilidades de organismos como el FMI en el endeudamiento “modelo” argentino) puede ayudar a entender mejor por qué el Estado argentino no está obligado a pagar sino a cuestionar el proceso que le generó la deuda que se le reclama. Son dos cosas distintas. La Argentina tiene el desafío de demostrar que fue víctima de un proceso complejo (con actores responsables locales), y no culpable de “estafa” alguna, como pretenden los buitres, para ocultar, de ese modo, su propia responsabilidad en la estafa sistemática de millones de ahorristas desprevenidos en todo el mundo, en cuyo nombre se habla. La convertibilidad no benefició a la Argentina. La deuda externa fue el medio para sostener ese tipo de cambio, que benefició solamente a quienes sacaban dinero del país. La Argentina no fue culpable de este “modelo”. Fue su primera víctima. Lo curioso es que todo esto se haga (o se oculte, se justifique, se defienda) en nombre de la legalidad y el respeto de los contratos.
El equipo de Nielsen y Lavagna, a instancias del presidente Kirchner, buscó una reestructuración exitosa, con una quita importante y con críticas a las Instituciones Financieras Internacionales (IFIs). Argentina no es uno de los “too big to fail”, Argentina sí puede (se la dejó y se la dejaría) caer. Pero algo dejó pendiente aquel proceso de reestructuración, tal vez porque Argentina no es un actor decisivo en el mercado financiero internacional: una discusión de fondo sobre los modelos de endeudamiento de los países emergentes “modelos”, que se endeudaron a instancias de organismos como el FMI, que tras el estrepitoso fracaso de su país “modelo” se limitó a soltarle la mano al país y a crear una modesta Oficina de Evaluación Independiente (OEI) que funciona bajo su órbita, en el mismo edificio, y que una década después del colapso argentino no arrojó ningún resultado relevante. Ninguna crítica. Ninguna pauta para pensar. La deuda se contrajo para financiar un tipo de cambio ruinoso que arrasó la economía pero permitió a determinados sectores concentrar y desviar fondos del país. Todo fue pérdida. No hubo progreso. No hubo ningún “éxito”. (Michel Mussa se equivoca cuando escribe “Argentina y el FMI, del éxito a la tragedia”, porque nunca hubo éxito, todo o casi todo fue tragedia) La Argentina está frente a una discusión fundamental. Determinante para su futuro. Lo primero que debe hacer el país es tener el coraje de hablar claro. De visibilizar intereses. Ponerles un nombre. Describirlos. Ponerlos sobre la mesa.
*Asesor de la Secretaría de Finanzas de la Nación en la etapa de restructuración de la deuda externa, período 2005-2007.