Autor del libro Intelectuales, opina respecto de la controversia alrededor de la designación de Ricardo Forster y señala: «Renunciar a la idea del pensamiento nacional sería aceptar que no hay dos Argentinas sino muchas.»
Los devenires políticos de la última década –y especialmente los del gobierno de Cristina Fernández– estimularon en el mundo intelectual argentino debates, agrupaciones, divisiones, cobrando un protagonismo inusual en el espacio público, un hecho que se puso de manifiesto, por ejemplo, con los comentarios que despertó la designación de Ricardo Forster, integrante de Carta Abierta, en la Secretaría de Coordinación Estrategia para el Pensamiento Nacional. Las críticas reprodujeron, por un lado, una visión normativa sobre el rol que deben tener los intelectuales, su vínculo con la política y el poder. Por el otro, el nombre de la secretaría y su referencia al «pensamiento nacional» reactivó un debate sobre las tradiciones intelectuales argentinas y la oposición entre viejos linajes. El sociólogo Carlos Altamirano, uno de los mayores especialistas en la historia de las ideas políticas y sociales del país, diálogó con Tiempo Argentino sobre estos temas. «Creo que hay una ambigüedad, no sé si de todo Carta Abierta, pero sí de algunos representantes. Una ambigüedad que revela una incomodidad. Quisieran ser herederos de la tradición nacional y popular, y al mismo tiempo, dar cabida a otros filones que aquella tradición impugnaba», señala.
–¿Qué lugar hay para la argumentación intelectual frente a la lógica de intervención que proponen dispositivos como Twitter?
–Los intelectuales son personas entrenadas en el discurso crítico, es decir, en la argumentación, la no aceptación del principio de autoridad para juzgar acerca de lo verdadero, lo justo; la disposición a revisar las evidencias existentes y considerar que toda cuestión está siempre abierta. En eso hay un modo de funcionamiento del discurso intelectual que no lo torna adecuado para la cultura mediática, que es una cultura de la prisa, de la definición rápida, contundente. El hecho es que ahora los intelectuales, no sólo en la Argentina, son también figuras en el marco de la cultura mediática, así que han tenido que negociar entre este modo de funcionar habitual, que es el que utilizan cuando están con su gente, para entrar en comunicación con un público. ¿Cómo deberían intervenir en estos nuevos medios? Creo que es una pregunta que sigue abierta.
–El periodismo, sobre todo en los últimos años, se volvió más editorializado, ¿eso pone de manifiesto una tensión con el mundo intelectual?
–Si yo tuviera que decir cuáles son las personas con mayor gravitación en la opinión pública que se expresan a través de los medios, tendría que nombrar columnistas, excepto que sean intelectuales que escriben en medios con frecuencia. De modo que hoy hay una mayor proximidad entre la participación pública de los intelectuales y el periodismo. ¿Hay una pérdida ahí? Creo que hay efectos. En principio, en este tiempo la información está subordinada a la posición ideológica. No se trata de que todo el mundo tenga ideología, sino que eso gobierna y preside lo que se dice y se omite. Yo creo que uno, como lector que busca en la prensa un modo de informarse, encuentra una pérdida. Hay gente que escribe notas enormes con pocos datos, con pocas cosas de las que yo pueda enterarme. En ese sentido, hay una caída en esta era de subjetivación general.
–Y en paralelo, los intelectuales son protagonistas de las noticias…
–Hay una reactivación del mundo intelectual, no digo desde 2003, pero desde 2008, porque evidentemente el gobierno de Cristina Kirchner enfatizó la dimensión ideológica de la política. Allí hay una diferencia profunda con el gobierno de Néstor Kirchner, que solía decir: «Cada uno con su verdad relativa.» Kirchner no fue proclive a pronunciamientos ideológicos, algo que cambió con Cristina, sobre todo después de 2008, cuando se acentuó la inclinación a atribuirse algo así como el monopolio de la representación del pueblo, cosa que polarizó el espacio de la opinión pública. No es que hasta entonces todo el mundo contemplara pasivamente lo que ocurría, sino que se retomó la idea de las dos Argentinas. Una auténtica y otra que refleja la mentalidad colonial, la nacional contra la liberal. Y hubo réplicas del otro lado a ese tipo de dualismo. ¿Quiénes son los especialistas en la producción de discursos? Los intelectuales. De modo que fue un llamado no explícito, pero sí se les dotó de un papel en la escena pública.
–¿Cómo explica el revuelo por una designación como la de Ricardo Forster? ¿Fue lo que usted llama una respuesta antiintelectualista?
–Haría una distinción entre el reconocimiento que tiene Forster y el reconocimiento del intelectual en términos generales. No todos los que han hecho ironías sobre Forster las extenderían a todo intelectual. Tiene que ver con el rango que se le asigna. Porque el medio intelectual no es democrático, ni igualitario. Hay jerarquías. No todos los intelectuales cercanos al poder público tienen prestigio a los ojos de otros intelectuales. Otro tema fue el nombre de la secretaría, que fue desafortunado hasta para Horacio González. Es un absurdo. ¿Cómo alguien va a coordinar el pensamiento nacional? ¿Por qué no fue un término más neutro, en vez de esa grandilocuencia? ¿Cómo alguien que se respete a sí mismo puede aceptar un cargo con ese nombre?
–¿Por qué la idea de «pensamiento nacional» sigue despertando tantas controversias?
–Si el adjetivo «nacional» es intercambiable por «argentino», entonces pierde el sentido. El pensamiento nacional tuvo como su otro, implícita o explícitamente, al pensamiento antinacional. Traza una frontera. Si quiero hacer justicia con todos, habría que renunciar a la idea misma de pensamiento nacional. Forster dice: «Yo no provengo de esa tradición». Entonces, lo lógico sería haber puesto en cuestión esa nominación. Yo creo que hay una ambigüedad, no sé si de todo Carta Abierta, pero sí en González y Forster. Una ambigüedad que revela una incomodidad. Quisieran ser herederos de la tradición nacional y popular, y al mismo tiempo, dar cabida a otros filones que aquella tradición impugnaba, y que no impugnaba de manera gratuita; se fundaba en ella. Es la idea de que hay una historia nacional frente a una falsificada, liberal, que produjo la oligarquía, que sirvió para enajenar la Nación. Renunciar a la idea del pensamiento nacional es aceptar que no hay dos Argentinas sino muchas; reconocer a los socialcristianos, los liberales, la izquierda.
–Pero varios representantes de Carta Abierta hicieron intentos por amalgamar esos linajes diversos.
–Buena parte de los temas de la tradición nacional y popular se cristalizan en la Argentina post ’55. Pero el nacionalismo no atravesó sin sobresaltos, sin fracturas, la experiencia peronista. Se dividió, se transformó. En ese marco, la reinvención del peronismo lleva a que se cristalice una narrativa sobre el peronismo vinculada al socialismo, que no era lo que Perón quería, porque Perón decía que la tercera posición era una alternativa al comunismo y al capitalismo. En esta revisión jugaron un papel muy importante pensadores como Juan José Hernández Arregui, Jorge Abelardo Ramos, Rodolfo Puiggrós. Lo que uno puede ver en Carta Abierta es un nuevo capítulo de esa narrativa que cristaliza a mediados de los ’60 y que en los ’70 va a tener su principal vehículo con el peronismo juvenil de la izquierda. Se va a convertir en la narrativa del peronismo de izquierda, o como dice la prensa, «el relato», que no comienza en 2008 ni con Cristina. Como ocurrió en los ’60, esta narrativa también se alimenta de diferentes fuentes. Si yo miro al «teórico de la razón populista” (Ernesto Laclau), este no extrae sus recursos teóricos de esa tradición, aunque se liga a ella explícitamente, sino de Michel Foucault, Jacques Derrida, Ludwig Wittgenstein, Jacques Lacan. Probablemente, Arturo Jauretche hubiera sonreído ante eso, pero Jauretche no es dueño de lo que él mismo contribuyó a producir.
–¿Y el otro hemisferio no se resiste a incorporar parte de lo que se llama el pensamiento nacional?
–No digo que del otro lado haya santos e inocentes. Esto tiene su contraparte. Pero creo que hay un sector del medio intelectual que no se identifica con la tradición nacional y popular, pero quiere hacer justicia con ella, darle un lugar en la historia del pensamiento argentino. Hay una revisión antiliberal que entiende que esa tradición ha jugado un papel ideológico, político, y ha radicado en la cultura argentina; que quiere sacarlo del lugar de hecho anómalo. Hay mucha gente, y me incluyo ahí, que se niega a cualquier sistema de exclusión.
–El Partido Justicialista es históricamente más realista que ideologizado. ¿Carta Abierta contribuye al desarrollo de una causa?
–Creo que el pensamiento de Carta Abierta gravita poco en las decisiones del poder, del gobierno; en general, ha ido detrás de sus decisiones políticas. Es cierto que en las cartas hay observaciones críticas. No son declaraciones que ignoren el descontento o la inconformidad respecto de cosas que no se han resuelto, o que deberían encararse; eso se deja traslucir. Pero creo que el intelectual de Carta Abierta tiene un discurso que da respuesta, sobre todo, a los intelectuales. Hay que tener en cuenta que el primer oyente o lector del discurso intelectual son otros intelectuales. Y creo que Carta Abierta habla para el gobierno, pero por otro lado habla para los intelectuales, les da un sentido sobre aquello que parece ser confuso. Inscribe los hechos en un relato. Cuando fue designado Jorge Bergoglio, Carta Abierta condenó y lo inscribió como una amenaza de lo que está en curso en la Argentina. Cristina, en cambio, hizo una lectura política.
–Si se piensa en un movimiento más amplio que incluye a artistas, a escritores, ¿Carta Abierta no colaboró con la construcción de un «sentido» que define y condiciona la identidad «kirchnerista»?
–Si vos me decís: ¿se puede interpretar al kirchnerismo sin referirse al movimiento que se produjo en el mundo cultural y en particular al fenómeno Carta Abierta? Te diría que no, que no se puede ignorar esta dimensión. Hay un aparato de agitación y propaganda, «agit-prop», que distingue al kirchnerismo de cualquier otro gobierno, y no tomaría al ’83 como punto de partida. Lo otro –y no hablo acá de un déficit de Carta Abierta– es que la relación entre los políticos y los intelectuales es complicada. Rara vez los políticos están a la altura de las expectativas de los intelectuales. Y muchas veces ven en ellos personas que tienen poco sentido práctico. El tema es: ¿qué quieren los políticos de los intelectuales? A veces quieren sus consejos, pero muchas veces lo que buscan es su apoyo, su prestigio, porque creen que están investidos de un reconocimiento, que no es amplio, pero es en un sector muy activo: las clases medias ilustradas, los que leen los diarios. Y después hay otros problemas. Cuando lo del campo, Carta Abierta no recogió lo que se decía desde el medio intelectual especializado en el mundo rural, no tomaron en cuenta cómo habían cambiado las fuerzas productivas en el campo, y siguieron usando categorías que pertenecían a otra representación de la Argentina: la oligarquía.
–En el marco de los debates que no se dieron, ¿faltó cuestionar el imperio del economicismo?
–Hubiera podido darse y hubiera sido bueno que se librara. Es un debate difícil. Hay aspectos de la civilización universal que entrarían en el cuestionamiento que hace de la política una variable de la economía. Es un debate intenso, porque también la demanda pública para los gobiernos es de eficiencia en relación al salario, al trabajo. No es un debate simple y hay que tener recursos que no son fáciles de adquirir. La pregunta es si el kirchnernismo tenía en su propio interior los medios para librar ese debate, o si el economicismo no atravesaba también el mundo cultural kirchnerista. Si en la lectura en clave de intereses y corporaciones no está ya la interpretación que rige el conflicto a partir de categorías económicas. Por ejemplo, la idea de que tiene que haber un modelo de desarrollo que no sea dañino para la naturaleza trastornaría muchos supuestos evidentes, no sólo de la derecha sino también de la izquierda.
–¿Qué otros modelos de relación hay entre intelectuales y poder?
–Contra la tradición que hacía de los partidos políticos populares –peronismo, radicalismo– un ambiente poco hospitalario para los intelectuales, se produjo un cambio en la democracia. Bajo Alfonsín y sobre todo con el kirchnerismo. Alfonsín recluta y los pone como asesores. Pero la intervención de Juan Carlos Portantiero y Emilio De Ípola se reduce a la producción de un discurso. Es un hecho público que el discurso de Parque Norte del ’85 fue escrito por ellos. Yo no sé si hay algún intelectual de Carta Abierta con un papel similar. Pero Alfonsín seguía siendo un líder político y a la hora de mover sus piezas no le preguntaba a Portantiero. Porque él creía conocer mejor ese medio que estos otros. En el caso de Néstor, él estaba más confiado en conocer el mundo peronista que los intelectuales o las personas que simpatizaban con él. Cristina tiene más inclinación a ejercer una función ideológica, a concebirse como un cuadro no sólo político sino también- intelectual. Ella está más informada sobre cómo están las cosas que Horacio González. «
los intelectuales y las decisiones
Carlos Altamirano reflexiona sobre el papel de intelectuales como el fallecido Ernesto Laclau, Ricardo Forster u Horacio González. «Creo que el pensamiento de Carta Abierta –sostiene el sociólogo– gravita poco en las decisiones del poder, del gobierno; en general, ha ido detrás de sus decisiones políticas.
«Pensar por nuestra cuenta»
–¿Qué tipo de relación establece la academia argentina con el mundo intelectual europeo hoy que, según sus propios representantes, está muy empobrecido?
–¿Qué pasa en Europa? Pasa muy poco, pero eso es muy bueno. Porque no nos queda otra que pensar por nuestra cuenta. Durante mucho tiempo, el viaje a París era central, porque estaba la idea de que había un lugar donde se estaba pensando lo nuevo. Después, lo nuevo estaba en las revoluciones, y entonces los intelectuales viajaban a La Habana o a Pekín. Eso no está más. Ahora no nos queda otra que ver qué podemos hacer con lo que tenemos.
la carga de ciertas palabras
–¿Por qué su persistencia en la historia del mundo de las ideas? ¿Hay ahí una pasión?
–Uno no siempre es enteramente conciente de por qué emprende cierta línea de trabajo. Hasta donde yo puedo comprender, es probable que sigan obrando sobre mí lecturas como las de Antonio Gramsci, que hizo del dominio de la cultura y los intelectuales un dominio importante, que fue un modo de innovación del análisis marxista de la cultura y la política. Cuando trabajé en el terreno de la sociología y la literatura, aparecía esa pregunta: ¿Qué son esas figuras en el espacio social? ¿Qué lugar le asigna la sociedad y qué lugar se asignan a sí mismos? Esta interrogación estuvo siempre de manera recurrente, acompañando mi trabajo de investigación. ¿La persistencia indica una pasión disimulada? Puede ser. Es un tema que requiere un plus de serenidad porque rápidamente suscita una discusión. No digo que la de los intelectuales sea la más caliente, pero es como la palabra «populista». Uno no puede tomarlo como democracia constitucional, representativa, república, monarquía. Populista es un término que no está despojado de las diferentes connotaciones políticas que lo atraviesan. Hay palabras cargadas. «Intelectuales» es una de ellas.
Los devenires políticos de la última década –y especialmente los del gobierno de Cristina Fernández– estimularon en el mundo intelectual argentino debates, agrupaciones, divisiones, cobrando un protagonismo inusual en el espacio público, un hecho que se puso de manifiesto, por ejemplo, con los comentarios que despertó la designación de Ricardo Forster, integrante de Carta Abierta, en la Secretaría de Coordinación Estrategia para el Pensamiento Nacional. Las críticas reprodujeron, por un lado, una visión normativa sobre el rol que deben tener los intelectuales, su vínculo con la política y el poder. Por el otro, el nombre de la secretaría y su referencia al «pensamiento nacional» reactivó un debate sobre las tradiciones intelectuales argentinas y la oposición entre viejos linajes. El sociólogo Carlos Altamirano, uno de los mayores especialistas en la historia de las ideas políticas y sociales del país, diálogó con Tiempo Argentino sobre estos temas. «Creo que hay una ambigüedad, no sé si de todo Carta Abierta, pero sí de algunos representantes. Una ambigüedad que revela una incomodidad. Quisieran ser herederos de la tradición nacional y popular, y al mismo tiempo, dar cabida a otros filones que aquella tradición impugnaba», señala.
–¿Qué lugar hay para la argumentación intelectual frente a la lógica de intervención que proponen dispositivos como Twitter?
–Los intelectuales son personas entrenadas en el discurso crítico, es decir, en la argumentación, la no aceptación del principio de autoridad para juzgar acerca de lo verdadero, lo justo; la disposición a revisar las evidencias existentes y considerar que toda cuestión está siempre abierta. En eso hay un modo de funcionamiento del discurso intelectual que no lo torna adecuado para la cultura mediática, que es una cultura de la prisa, de la definición rápida, contundente. El hecho es que ahora los intelectuales, no sólo en la Argentina, son también figuras en el marco de la cultura mediática, así que han tenido que negociar entre este modo de funcionar habitual, que es el que utilizan cuando están con su gente, para entrar en comunicación con un público. ¿Cómo deberían intervenir en estos nuevos medios? Creo que es una pregunta que sigue abierta.
–El periodismo, sobre todo en los últimos años, se volvió más editorializado, ¿eso pone de manifiesto una tensión con el mundo intelectual?
–Si yo tuviera que decir cuáles son las personas con mayor gravitación en la opinión pública que se expresan a través de los medios, tendría que nombrar columnistas, excepto que sean intelectuales que escriben en medios con frecuencia. De modo que hoy hay una mayor proximidad entre la participación pública de los intelectuales y el periodismo. ¿Hay una pérdida ahí? Creo que hay efectos. En principio, en este tiempo la información está subordinada a la posición ideológica. No se trata de que todo el mundo tenga ideología, sino que eso gobierna y preside lo que se dice y se omite. Yo creo que uno, como lector que busca en la prensa un modo de informarse, encuentra una pérdida. Hay gente que escribe notas enormes con pocos datos, con pocas cosas de las que yo pueda enterarme. En ese sentido, hay una caída en esta era de subjetivación general.
–Y en paralelo, los intelectuales son protagonistas de las noticias…
–Hay una reactivación del mundo intelectual, no digo desde 2003, pero desde 2008, porque evidentemente el gobierno de Cristina Kirchner enfatizó la dimensión ideológica de la política. Allí hay una diferencia profunda con el gobierno de Néstor Kirchner, que solía decir: «Cada uno con su verdad relativa.» Kirchner no fue proclive a pronunciamientos ideológicos, algo que cambió con Cristina, sobre todo después de 2008, cuando se acentuó la inclinación a atribuirse algo así como el monopolio de la representación del pueblo, cosa que polarizó el espacio de la opinión pública. No es que hasta entonces todo el mundo contemplara pasivamente lo que ocurría, sino que se retomó la idea de las dos Argentinas. Una auténtica y otra que refleja la mentalidad colonial, la nacional contra la liberal. Y hubo réplicas del otro lado a ese tipo de dualismo. ¿Quiénes son los especialistas en la producción de discursos? Los intelectuales. De modo que fue un llamado no explícito, pero sí se les dotó de un papel en la escena pública.
–¿Cómo explica el revuelo por una designación como la de Ricardo Forster? ¿Fue lo que usted llama una respuesta antiintelectualista?
–Haría una distinción entre el reconocimiento que tiene Forster y el reconocimiento del intelectual en términos generales. No todos los que han hecho ironías sobre Forster las extenderían a todo intelectual. Tiene que ver con el rango que se le asigna. Porque el medio intelectual no es democrático, ni igualitario. Hay jerarquías. No todos los intelectuales cercanos al poder público tienen prestigio a los ojos de otros intelectuales. Otro tema fue el nombre de la secretaría, que fue desafortunado hasta para Horacio González. Es un absurdo. ¿Cómo alguien va a coordinar el pensamiento nacional? ¿Por qué no fue un término más neutro, en vez de esa grandilocuencia? ¿Cómo alguien que se respete a sí mismo puede aceptar un cargo con ese nombre?
–¿Por qué la idea de «pensamiento nacional» sigue despertando tantas controversias?
–Si el adjetivo «nacional» es intercambiable por «argentino», entonces pierde el sentido. El pensamiento nacional tuvo como su otro, implícita o explícitamente, al pensamiento antinacional. Traza una frontera. Si quiero hacer justicia con todos, habría que renunciar a la idea misma de pensamiento nacional. Forster dice: «Yo no provengo de esa tradición». Entonces, lo lógico sería haber puesto en cuestión esa nominación. Yo creo que hay una ambigüedad, no sé si de todo Carta Abierta, pero sí en González y Forster. Una ambigüedad que revela una incomodidad. Quisieran ser herederos de la tradición nacional y popular, y al mismo tiempo, dar cabida a otros filones que aquella tradición impugnaba, y que no impugnaba de manera gratuita; se fundaba en ella. Es la idea de que hay una historia nacional frente a una falsificada, liberal, que produjo la oligarquía, que sirvió para enajenar la Nación. Renunciar a la idea del pensamiento nacional es aceptar que no hay dos Argentinas sino muchas; reconocer a los socialcristianos, los liberales, la izquierda.
–Pero varios representantes de Carta Abierta hicieron intentos por amalgamar esos linajes diversos.
–Buena parte de los temas de la tradición nacional y popular se cristalizan en la Argentina post ’55. Pero el nacionalismo no atravesó sin sobresaltos, sin fracturas, la experiencia peronista. Se dividió, se transformó. En ese marco, la reinvención del peronismo lleva a que se cristalice una narrativa sobre el peronismo vinculada al socialismo, que no era lo que Perón quería, porque Perón decía que la tercera posición era una alternativa al comunismo y al capitalismo. En esta revisión jugaron un papel muy importante pensadores como Juan José Hernández Arregui, Jorge Abelardo Ramos, Rodolfo Puiggrós. Lo que uno puede ver en Carta Abierta es un nuevo capítulo de esa narrativa que cristaliza a mediados de los ’60 y que en los ’70 va a tener su principal vehículo con el peronismo juvenil de la izquierda. Se va a convertir en la narrativa del peronismo de izquierda, o como dice la prensa, «el relato», que no comienza en 2008 ni con Cristina. Como ocurrió en los ’60, esta narrativa también se alimenta de diferentes fuentes. Si yo miro al «teórico de la razón populista” (Ernesto Laclau), este no extrae sus recursos teóricos de esa tradición, aunque se liga a ella explícitamente, sino de Michel Foucault, Jacques Derrida, Ludwig Wittgenstein, Jacques Lacan. Probablemente, Arturo Jauretche hubiera sonreído ante eso, pero Jauretche no es dueño de lo que él mismo contribuyó a producir.
–¿Y el otro hemisferio no se resiste a incorporar parte de lo que se llama el pensamiento nacional?
–No digo que del otro lado haya santos e inocentes. Esto tiene su contraparte. Pero creo que hay un sector del medio intelectual que no se identifica con la tradición nacional y popular, pero quiere hacer justicia con ella, darle un lugar en la historia del pensamiento argentino. Hay una revisión antiliberal que entiende que esa tradición ha jugado un papel ideológico, político, y ha radicado en la cultura argentina; que quiere sacarlo del lugar de hecho anómalo. Hay mucha gente, y me incluyo ahí, que se niega a cualquier sistema de exclusión.
–El Partido Justicialista es históricamente más realista que ideologizado. ¿Carta Abierta contribuye al desarrollo de una causa?
–Creo que el pensamiento de Carta Abierta gravita poco en las decisiones del poder, del gobierno; en general, ha ido detrás de sus decisiones políticas. Es cierto que en las cartas hay observaciones críticas. No son declaraciones que ignoren el descontento o la inconformidad respecto de cosas que no se han resuelto, o que deberían encararse; eso se deja traslucir. Pero creo que el intelectual de Carta Abierta tiene un discurso que da respuesta, sobre todo, a los intelectuales. Hay que tener en cuenta que el primer oyente o lector del discurso intelectual son otros intelectuales. Y creo que Carta Abierta habla para el gobierno, pero por otro lado habla para los intelectuales, les da un sentido sobre aquello que parece ser confuso. Inscribe los hechos en un relato. Cuando fue designado Jorge Bergoglio, Carta Abierta condenó y lo inscribió como una amenaza de lo que está en curso en la Argentina. Cristina, en cambio, hizo una lectura política.
–Si se piensa en un movimiento más amplio que incluye a artistas, a escritores, ¿Carta Abierta no colaboró con la construcción de un «sentido» que define y condiciona la identidad «kirchnerista»?
–Si vos me decís: ¿se puede interpretar al kirchnerismo sin referirse al movimiento que se produjo en el mundo cultural y en particular al fenómeno Carta Abierta? Te diría que no, que no se puede ignorar esta dimensión. Hay un aparato de agitación y propaganda, «agit-prop», que distingue al kirchnerismo de cualquier otro gobierno, y no tomaría al ’83 como punto de partida. Lo otro –y no hablo acá de un déficit de Carta Abierta– es que la relación entre los políticos y los intelectuales es complicada. Rara vez los políticos están a la altura de las expectativas de los intelectuales. Y muchas veces ven en ellos personas que tienen poco sentido práctico. El tema es: ¿qué quieren los políticos de los intelectuales? A veces quieren sus consejos, pero muchas veces lo que buscan es su apoyo, su prestigio, porque creen que están investidos de un reconocimiento, que no es amplio, pero es en un sector muy activo: las clases medias ilustradas, los que leen los diarios. Y después hay otros problemas. Cuando lo del campo, Carta Abierta no recogió lo que se decía desde el medio intelectual especializado en el mundo rural, no tomaron en cuenta cómo habían cambiado las fuerzas productivas en el campo, y siguieron usando categorías que pertenecían a otra representación de la Argentina: la oligarquía.
–En el marco de los debates que no se dieron, ¿faltó cuestionar el imperio del economicismo?
–Hubiera podido darse y hubiera sido bueno que se librara. Es un debate difícil. Hay aspectos de la civilización universal que entrarían en el cuestionamiento que hace de la política una variable de la economía. Es un debate intenso, porque también la demanda pública para los gobiernos es de eficiencia en relación al salario, al trabajo. No es un debate simple y hay que tener recursos que no son fáciles de adquirir. La pregunta es si el kirchnernismo tenía en su propio interior los medios para librar ese debate, o si el economicismo no atravesaba también el mundo cultural kirchnerista. Si en la lectura en clave de intereses y corporaciones no está ya la interpretación que rige el conflicto a partir de categorías económicas. Por ejemplo, la idea de que tiene que haber un modelo de desarrollo que no sea dañino para la naturaleza trastornaría muchos supuestos evidentes, no sólo de la derecha sino también de la izquierda.
–¿Qué otros modelos de relación hay entre intelectuales y poder?
–Contra la tradición que hacía de los partidos políticos populares –peronismo, radicalismo– un ambiente poco hospitalario para los intelectuales, se produjo un cambio en la democracia. Bajo Alfonsín y sobre todo con el kirchnerismo. Alfonsín recluta y los pone como asesores. Pero la intervención de Juan Carlos Portantiero y Emilio De Ípola se reduce a la producción de un discurso. Es un hecho público que el discurso de Parque Norte del ’85 fue escrito por ellos. Yo no sé si hay algún intelectual de Carta Abierta con un papel similar. Pero Alfonsín seguía siendo un líder político y a la hora de mover sus piezas no le preguntaba a Portantiero. Porque él creía conocer mejor ese medio que estos otros. En el caso de Néstor, él estaba más confiado en conocer el mundo peronista que los intelectuales o las personas que simpatizaban con él. Cristina tiene más inclinación a ejercer una función ideológica, a concebirse como un cuadro no sólo político sino también- intelectual. Ella está más informada sobre cómo están las cosas que Horacio González. «
los intelectuales y las decisiones
Carlos Altamirano reflexiona sobre el papel de intelectuales como el fallecido Ernesto Laclau, Ricardo Forster u Horacio González. «Creo que el pensamiento de Carta Abierta –sostiene el sociólogo– gravita poco en las decisiones del poder, del gobierno; en general, ha ido detrás de sus decisiones políticas.
«Pensar por nuestra cuenta»
–¿Qué tipo de relación establece la academia argentina con el mundo intelectual europeo hoy que, según sus propios representantes, está muy empobrecido?
–¿Qué pasa en Europa? Pasa muy poco, pero eso es muy bueno. Porque no nos queda otra que pensar por nuestra cuenta. Durante mucho tiempo, el viaje a París era central, porque estaba la idea de que había un lugar donde se estaba pensando lo nuevo. Después, lo nuevo estaba en las revoluciones, y entonces los intelectuales viajaban a La Habana o a Pekín. Eso no está más. Ahora no nos queda otra que ver qué podemos hacer con lo que tenemos.
la carga de ciertas palabras
–¿Por qué su persistencia en la historia del mundo de las ideas? ¿Hay ahí una pasión?
–Uno no siempre es enteramente conciente de por qué emprende cierta línea de trabajo. Hasta donde yo puedo comprender, es probable que sigan obrando sobre mí lecturas como las de Antonio Gramsci, que hizo del dominio de la cultura y los intelectuales un dominio importante, que fue un modo de innovación del análisis marxista de la cultura y la política. Cuando trabajé en el terreno de la sociología y la literatura, aparecía esa pregunta: ¿Qué son esas figuras en el espacio social? ¿Qué lugar le asigna la sociedad y qué lugar se asignan a sí mismos? Esta interrogación estuvo siempre de manera recurrente, acompañando mi trabajo de investigación. ¿La persistencia indica una pasión disimulada? Puede ser. Es un tema que requiere un plus de serenidad porque rápidamente suscita una discusión. No digo que la de los intelectuales sea la más caliente, pero es como la palabra «populista». Uno no puede tomarlo como democracia constitucional, representativa, república, monarquía. Populista es un término que no está despojado de las diferentes connotaciones políticas que lo atraviesan. Hay palabras cargadas. «Intelectuales» es una de ellas.
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