Fondos buitre
La actual situación judicial de la Argentina frente a los fondos buitre, plantea la necesidad de repensar una nueva normativa internacional sobre las deudas soberanas. La Argentina, con su historia secular de endeudamiento externo ya fue, hace un siglo, vocero de los países sometidos al chantaje de pagar o perecer. Hoy le toca otra vez jugar un papel protagónico para crear reglas de convivencia entre países, en medio de la anarquía del poder financiero.
«No existe un marco jurídico internacional para la reestructuración de deudas soberanas. Hoy se ha puesto en jaque a la Argentina. Sin embargo cualquier país que deba enfrentar en el futuro una reestructuración de su deuda, podrá estar en la misma encrucijada.»
Así, con en un párrafo breve y conciso, Julio César Ayala, representante alterno de la Argentina ante la OEA, sintetizó este lunes lo que viene argumentando el gobierno nacional en distintos foros internacionales a partir de los fallos del juez norteamericano Thomas Griesa. Muy probablemente este razonamiento termine convirtiéndose en una nueva doctrina internacional sobre las deudas de los Estados, con un alcance todavía imprevisible. Por la negativa, se pide la construcción de una instancia política, a nivel global, que termine con el reinado caótico del sistema financiero.
No se trata de un arranque de chauvinismo trasnochado: que nuestra país esté a la vanguardia de una nueva conceptualización sobre cómo tratar las deudas contraídas por países, se explica por el dudoso mérito de arrastrar políticas de endeudamiento soberano desde la misma constitución de la Argentina como estado independiente, hace casi doscientos años. El historiador Sergio Wischñevsky lo sintetizó con justeza en una recomendable columna de opinión en Página/12, al señalar esa recurrencia como una “plaga bíblica” que mostraba, a su vez, la orientación dependiente nuestras clases dirigentes a lo largo del tiempo.
Tampoco se trata exactamente de una novedad. Hace poco más de un siglo, la Argentina, que ya por ese entonces había tenido sus buenos dolores de cabeza con su deuda pública, construyó una doctrina de alcance mundial, cuando mediante el ministro de relaciones exteriores de ese entonces, José María Drago, el gobierno de Julio Argentino Roca se opuso al bloqueo naval de Inglaterra, Italia y Alemania contra Venezuela, que por ese entonces acumulaba una gran deuda externa y un nuevo gobierno que no tenía los fondos para pagar a esos países europeos. Argentina fue el único del continente que se expidió formalmente contra la agresión a los puertos venezolanos, que incluyeron ataques de cañones contra ciudades y barcos del país caribeño.
La postura de Drago era que las dificultades para pagar una deuda soberana no podía acarrear el derecho a la invasión por parte de otro país. Se apoyaba, paradójicamente, en la Doctrina Monroe, que guardaba ese poder de intervención en el continente americano para Estados Unidos, alejando del hemisferio a las potencias europeas. Sin embargo, Estados Unidos no acompañó la postura de Drago y no protegió a Venezuela del bloqueo, argumentando que no apoyaría a “ningún estado contra la represión que pueda acarrearle su inconducta, con tal que esa represión no asuma la forma de adquisición de territorio».
Sin embargo, el tiempo le dio la razón al canciller argentino. La doctrina Drago fue incluida en la Conferencia de Paz de la Haya de 1907, donde la comunidad internacional firmó un convenio sobre la “limitación del empleo de la fuerza para el cobro de deudas contractuales”. Durante todo el siglo XX vendrían guerras calientes y frías, con sus múltiples intervenciones militares por parte de países fuertes sobre países débiles. Sin embargo, también se iría consolidando, a tropezones, instituciones como el Tribunal de la Haya, la ONU o la OEA, que tomaron nota de la doctrina argentina sobre la deuda. Las nuevas invasiones tuvieron justificaciones en la “seguridad nacional” o el “terrorismo internacional”, pero no el cobro de una deuda pública.
Esta vez, la nueva doctrina argentina sobre la deuda no aparece por solidaridad continental, sino por el instinto más básico de la supervivencia nacional. A diferencia de los cañones alemanes o franceses de 1902, el avance capitalista inventó un nuevo mecanismo disciplinador, de la mano de la autonomización del capital financiero, que pretende actuar por encima de cualquier regla nacional o internacional de negociación. El empuje al precipicio del default es un cañonazo contra los activos del país en el exterior (amenazados de posibles embargos) pero también contra el valor de los activos locales (una caída en desgracia de la economía argentina podría empujar a una venta o concesión de remate de la nueva joya petrolera de Vaca Muerta, como se encargó de advertir el presidente uruguayo Pepe Mujica).
En ese sentido, la incipiente doctrina criolla advierte sobre un punto fundamental: la ausencia de un “marco jurídico internacional para la reestructuración de deudas soberanas” es el eslabón perdido por el cual los fondos buitres podrían lograr el delirante resultado de hacer volar por los aires un canje de deuda aceptado por el 92,4% de los acreedores de distintas partes del mundo.
El inmenso poder que aún tienen estos actores financieros es, paradójicamente, de carácter transnacional pero sólo puede existir bajo la cobertura de sistemas legales locales, como lo demuestra el juicio contra la Argentina con sede en la plaza financiera de Nueva York. Es una clave sobre el actual estado de cosas en el mundo globalizado: las instancias políticas y democráticas de los países centrales atraviesan una debilidad profunda, que deja a los intereses corporativos un margen enorme para controlar capilarmente las estructuras económicas, jurídicas, mediáticas, etc. El ciudadano norteamericano Paul Singer, militante republicano y dueño del fondo de inversión NML Elliot, tiene hoy más influencia sobre el futuro de la Argentina que el Presidente Barack Obama. No se trata de una demostración de salud imperialista, sino de un momento de perplejidad donde el “orden internacional” aparece desdibujado, sin que aún aparezca un modelo de reemplazo.
Esta coyuntura del mundo ayuda a entender que la solidaridad con la Argentina no haya explotado de manera general y espontánea urbe et orbi. Aún en la propia región latinoamericana, los gobiernos se muestran cautelosos y recién con una diplomacia muy activa por parte de nuestro país, comienzan a multiplicarse los apoyos de manera más explícita.
Tal vez más preocupante que estos apoyos simbólicos, que de todas manera fueron apareciendo, es la ausencia de mecanismos e instituciones regionales que puedan servir de colchón real para países en apuros: el Banco del Sur sigue siendo sólo una idea, el fondo de inversiones de infraestructura para el continente, IIRSA, sólo atiende proyectos pequeños, pensados para países de bajo presupuesto. La etapa de institucionalización de la UNASUR, después de la marcha a galope que le supo imprimir Néstor Kirchner, sigue sin realizarse y por ahora se limita a reuniones esporádicas de los Presidentes.
Estas dificultades, que ponen negro sobre blanco los límites que hasta ahora tuvo el proceso de integración regional, ponen aún más de relieve la importancia de una nueva doctrina sobre la deuda externa para América latina y el mundo.
Si en los años 80´ la crisis de deuda mexicana terminó repercutiendo en casi todos los países y dio lugar a la llamada “década perdida” para América latina, en los últimos tiempos, el problema de la deuda se dispersó hacia otras regiones, como el caso de Rusia, o por estos días, la situación casi terminal de los países del sur de Europa, como Italia, España, Portugal y Grecia, que deben más que lo que producen en todo un año. La experiencia argentina (y la posición del gobierno nacional, que busca negociar sin dejar de mostrar la situación de chantaje al que lo conduce la ausencia de reglas internacionales) probablemente termine construyendo una nueva doctrina sobre el tema. Y, con un poco de suerte, el mundo será algo más justo.