LE MONDE. París
Es el economista del momento. Su libro, El capital en el siglo XXI, suscita más de una polémica a partir de una tesis sencilla sobre el crecimiento de la desigualdad. Lo que hace interesante la posición del francés Thomas Piketty es que revoluciona el tema con una comparación que abarca desde comienzos de la revolución industrial en el siglo XVIII hasta nuestros días. Según este joven economista, el alza de la desigualdad es intrínsenca al capitalismo porque la tasa de rendimiento de la economía crece menos que la del rendimiento del capital. De modo que el beneficiado por un patrimonio amplio –propio o heredado– aumentará cada vez más su ventaja. Esto demuele el axioma liberal clásico según el cual la sociedad que crea el capitalismo se basa en el mérito. “La conclusión que saco no es que el progreso es imposible sino que hay que repensar las instituciones de política pública en toda una serie de campos (sistema tributario, transparencia, educación). Para que la república sea social, se impone una verdadera democratización de la economía y el acceso al saber. Hace falta más que la Revolución Francesa y la igualdad formal para que el progreso se concrete”, dice Piketty en esta entrevista.
–Los desastres del siglo XX obligaron a ver el progreso como algo menos lineal ¿Usted se inscribe en esa visión?
–Fueron las guerras mundiales y la amenaza de la revolución bolchevique lo que llevó a las élites, sobre todo en Francia, a cambiar su visión. Pero poner en perspectiva estos giros del pasado permite aprehender las consecuencias de manera más informada. En particular, trato de luchar contra una nacionalización excesiva del debate: muchas identidades nacionales se juegan en torno a historias relacionadas con el dinero, los ingresos, el patrimonio. Y muchos conflictos históricos que se observan también son reacciones a la forma en que los países se perciben a sí mismos, cuentan su propia historia con relación a los demás. Creo que es posible superar estos mecanismos nacionales para aprender más de los otros.
–¿A qué se debe la diferencia de visión sobre la desigualdad en EE.UU. y en Europa?
–Lo hemos olvidado después de la era Reagan pero, durante largo tiempo, EE.UU. fue más igualitario que Europa. Hasta la entreguerra, la concentración del capital allí era más débil. Y es porque los estadounidenses tienen miedo de acercarse a los niveles de desigualdad de Europa que inventan el impuesto progresivo a las ganancias y las sucesiones. De 1930 a 1980, la tasa máxima del impuesto federal a las ganancias era del 80%, a lo que hay que agregar los impuestos de los estados. Esos niveles de imposición se aplican durante medio siglo, sin matar al capitalismo estadounidense. Y, si hubo un cambio en la era Reagan, fue a causa del temor de una recuperación de los países arruinados por la Segunda Guerra Mundial, Alemania y Japón. Reagan aprovecha ese temor para abogar por un retorno a un capitalismo desenfrenado.
–Usted afirma que no hay fatalidad, que la democracia social se puede construir creando una relación de fuerzas política…
–Creo en el poder de las ideas, creo en el poder de los libros. Todas las manifestaciones de opinión y saber son elementos de movilización social, económica y política. Para mí, la relación de fuerzas es también política e intelectual. Las representaciones que nos hacemos tienen influencia en las cosas. Trato de escribir una historia política de la desigualdad en el siglo XX. Estoy convencido de que los instrumentos analíticos y conceptuales elaborados para analizar las desigualdades pueden tener una repercusión política. Uno no escribe un libro para quienes nos gobiernan: de todas maneras, ellos no leen libros. Escribimos libros para todos los que leen, empezando por los ciudadanos, los actores sindicales, los militantes políticos de todas las tendencias.
–¿Por qué, según usted, para echar luz a la desigualdad hay que apelar a los escritores?
–Hago que la literatura juegue el papel que jugó en mi propio cuestionamiento de las desigualdades. Y es un papel fundamental. Plantear la cuestión de las desigualdades es plantear la de las relaciones de poder entre los grupos sociales y, en consecuencia, la de nuestras representaciones colectivas. Yo nunca habría representado la desigualdad como lo hice sin la lectura de Balzac. Hay en la literatura un poder de evocación que ningún investigador en ciencias sociales puede igualar. Los investigadores hacen otra cosa, que también puede ser útil, pero sin alcanzar la misma verdad, esa potencia. Utilizar conceptos teóricos y estadísticas nunca es más que una pobre síntesis pero, al mismo tiempo, esta mediocre producción estadística es importante para la regulación democrática de nuestra sociedad, para luchar contra la desigualdad.
–¿Qué diría a los jóvenes sobre lo que pueden esperar del futuro?
–Que es posible desarrollar una visión optimista y razonada del progreso. Para ello, hay que apostar a la democracia hasta el final. Hay que acostumbrarse a vivir con un crecimiento débil.La reflexión sobre democratización de la economía, la forma en que la democracia puede retomar el control del capitalismo, esa reflexión recién comienza. Es urgente desarrollar instituciones verdaderamente democráticas con nuevos modos de participación colectiva en las decisiones y de reapropiación de la economía.
Es el economista del momento. Su libro, El capital en el siglo XXI, suscita más de una polémica a partir de una tesis sencilla sobre el crecimiento de la desigualdad. Lo que hace interesante la posición del francés Thomas Piketty es que revoluciona el tema con una comparación que abarca desde comienzos de la revolución industrial en el siglo XVIII hasta nuestros días. Según este joven economista, el alza de la desigualdad es intrínsenca al capitalismo porque la tasa de rendimiento de la economía crece menos que la del rendimiento del capital. De modo que el beneficiado por un patrimonio amplio –propio o heredado– aumentará cada vez más su ventaja. Esto demuele el axioma liberal clásico según el cual la sociedad que crea el capitalismo se basa en el mérito. “La conclusión que saco no es que el progreso es imposible sino que hay que repensar las instituciones de política pública en toda una serie de campos (sistema tributario, transparencia, educación). Para que la república sea social, se impone una verdadera democratización de la economía y el acceso al saber. Hace falta más que la Revolución Francesa y la igualdad formal para que el progreso se concrete”, dice Piketty en esta entrevista.
–Los desastres del siglo XX obligaron a ver el progreso como algo menos lineal ¿Usted se inscribe en esa visión?
–Fueron las guerras mundiales y la amenaza de la revolución bolchevique lo que llevó a las élites, sobre todo en Francia, a cambiar su visión. Pero poner en perspectiva estos giros del pasado permite aprehender las consecuencias de manera más informada. En particular, trato de luchar contra una nacionalización excesiva del debate: muchas identidades nacionales se juegan en torno a historias relacionadas con el dinero, los ingresos, el patrimonio. Y muchos conflictos históricos que se observan también son reacciones a la forma en que los países se perciben a sí mismos, cuentan su propia historia con relación a los demás. Creo que es posible superar estos mecanismos nacionales para aprender más de los otros.
–¿A qué se debe la diferencia de visión sobre la desigualdad en EE.UU. y en Europa?
–Lo hemos olvidado después de la era Reagan pero, durante largo tiempo, EE.UU. fue más igualitario que Europa. Hasta la entreguerra, la concentración del capital allí era más débil. Y es porque los estadounidenses tienen miedo de acercarse a los niveles de desigualdad de Europa que inventan el impuesto progresivo a las ganancias y las sucesiones. De 1930 a 1980, la tasa máxima del impuesto federal a las ganancias era del 80%, a lo que hay que agregar los impuestos de los estados. Esos niveles de imposición se aplican durante medio siglo, sin matar al capitalismo estadounidense. Y, si hubo un cambio en la era Reagan, fue a causa del temor de una recuperación de los países arruinados por la Segunda Guerra Mundial, Alemania y Japón. Reagan aprovecha ese temor para abogar por un retorno a un capitalismo desenfrenado.
–Usted afirma que no hay fatalidad, que la democracia social se puede construir creando una relación de fuerzas política…
–Creo en el poder de las ideas, creo en el poder de los libros. Todas las manifestaciones de opinión y saber son elementos de movilización social, económica y política. Para mí, la relación de fuerzas es también política e intelectual. Las representaciones que nos hacemos tienen influencia en las cosas. Trato de escribir una historia política de la desigualdad en el siglo XX. Estoy convencido de que los instrumentos analíticos y conceptuales elaborados para analizar las desigualdades pueden tener una repercusión política. Uno no escribe un libro para quienes nos gobiernan: de todas maneras, ellos no leen libros. Escribimos libros para todos los que leen, empezando por los ciudadanos, los actores sindicales, los militantes políticos de todas las tendencias.
–¿Por qué, según usted, para echar luz a la desigualdad hay que apelar a los escritores?
–Hago que la literatura juegue el papel que jugó en mi propio cuestionamiento de las desigualdades. Y es un papel fundamental. Plantear la cuestión de las desigualdades es plantear la de las relaciones de poder entre los grupos sociales y, en consecuencia, la de nuestras representaciones colectivas. Yo nunca habría representado la desigualdad como lo hice sin la lectura de Balzac. Hay en la literatura un poder de evocación que ningún investigador en ciencias sociales puede igualar. Los investigadores hacen otra cosa, que también puede ser útil, pero sin alcanzar la misma verdad, esa potencia. Utilizar conceptos teóricos y estadísticas nunca es más que una pobre síntesis pero, al mismo tiempo, esta mediocre producción estadística es importante para la regulación democrática de nuestra sociedad, para luchar contra la desigualdad.
–¿Qué diría a los jóvenes sobre lo que pueden esperar del futuro?
–Que es posible desarrollar una visión optimista y razonada del progreso. Para ello, hay que apostar a la democracia hasta el final. Hay que acostumbrarse a vivir con un crecimiento débil.La reflexión sobre democratización de la economía, la forma en que la democracia puede retomar el control del capitalismo, esa reflexión recién comienza. Es urgente desarrollar instituciones verdaderamente democráticas con nuevos modos de participación colectiva en las decisiones y de reapropiación de la economía.
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