Algo está ocurriendo en las últimas semanas en el mapa del poder político y económico mundial. Quizás sea simplemente el fantasma del centenario de la Primera Guerra Mundial que se desató entre el asesinato en Sarajevo del archiduque Francisco Fernando de Austria y la declaración bélica del Imperio Austro-Húngaro a Serbia. O, tal vez, lo que está sucediendo es el comienzo del resquebrajamiento de la «Pax Americana» impuesta por Washington tras la caída de la Unión Soviética.
El mundo es demasiado ancho y ajeno, es cierto, pero sin dudas estas novedades influyen en la política doméstica y, a riesgo de parecer un exceso de alta autoestima nacional, es posible pensar que Argentina ha aportado su granito de arena en la confusión general en la que hoy se encuentran los países centrales.
El mundo polarizado tras la Segunda Guerra Mundial, que se mantuvo entre 1945 y 1990, y que se conoció como Guerra Fría, fue un delicado equilibro que sirvió para impedir un tercer conflicto bélico gracias a la amenaza permanente de la autodestrucción. Era un mapa peligroso pero previsible de un lado de la cortina, la URSS tenía su esfera de predominio y en Occidente EE UU imponía su hegemonía. Comunismo versus capitalismo, la discusión era ideológica, económica, técnica y cultural.
La cuestión es que el mundo está cambiando. Y como todo cambio brusco, puede traer daños colaterales.
La crisis en el bloque socialista, el derrumbe del Muro de Berlín y la imposición Consenso de Washington –el neoliberalismo– diseñaron desde 1989 el mapa unipolar con la Casa Blanca como verdadero imperio –mando militar– en Occidente. Las guerras-masacres contra Irak, contra Afganistán, contra Libia, llevaban un claro mensaje en el plomo de las balas y las bombas: garantizar los recursos energéticos para el andamiaje industrial militar destinado a sostener el modelo financiero.
«Todo poder genera un contrapoder», reza la principal máxima política. Por lo tanto, y si no hay un enemigo real, conviene inventarlo. Samuel Huntington inventó el concepto de «guerra de civilización» y Estados Unidos la emprendió primero contra el mundo árabe y musulmán y luego llevó sus fronteras hasta las narices de Rusia, por ejemplo, con su política en Ucrania y otras repúblicas linderas. En este esquema, Moscú aparece como el heredero, aunque debilitado, de la Guerra Fría, pero con un aliado estratégico con el que puede hacerle frente seriamente a la principal potencia mundial. Obviamente, se trata de China. La formación del BRICS es, en cierto punto, la emergencia de ese contrapeso del que habla el axioma político inicial.
La tesis de Tulio Halperín Donghi sobre la inviabilidad de Argentina tras el derrumbe del Imperio Británico en el período de entreguerras tiene cierto fundamento. Si bien Mario Rappoport demostró que la economía argentina creció mucho más entre 1930 y 1980 que en los períodos sumados del modelo agroexportador (1860-1930) y el neoliberal (1980-2002), la inserción en el comercio internacional siempre fue dificultosa tras el derrumbe de Inglaterra. La razón es sencilla: Gran Bretaña, como Imperio, tenía una economía complementaria con Argentina; Estados Unidos, competitiva.
Hoy, después de muchas décadas, nuestro país tiene una oportunidad única. La potencia que va en camino a convertirse en la principal economía del mundo es complementaria a la nuestra. China necesita para alimentar a sus 1400 millones de habitantes, los productos que Argentina exporta con ventajas relativas: proteínas.
La cuestión es que el mundo está cambiando. Y como todo cambio brusco, puede traer daños colaterales. La crisis financiera internacional del 2008 a la fecha, la emergencia de un nuevo contrapoder que se está gestando, los temblores económicos en Europa, los conflictos en Medio Oriente y la situación en Ucrania delimitan un nuevo momento en el que se inscribe la pelea de Argentina contra los fondos buitre. En cierto sentido, la campaña que lleva adelante la presidenta de la Nación, Cristina Fernández de Kirchner, y su ministro de Economía, Axel Kicillof, en los distintos estrados internacionales también se inscribe en el replanteo del mundo multipolar hacia el que avanza el mapa internacional.
Los acontecimientos de la última semana son trascendentales para las posibilidades a futuro de la Argentina. La visita de Vladimir Putin a Buenos Aires, la presentación argentina ante los BRICS en Brasil –más allá de cierta mezquindad en la administración regional de los sectores hegemónicos del complejo industrial paulista y de la Cancillería brasileña–, y finalmente la llegada del presidente chino, Xi Kinping, a nuestro país.
«Nuestros países se encuentran en un punto de partida histórico. Cumplimos diez años de la asociación estrátegica entre Argentina y China, es momento de abrir nuevos horizontes y así hemos avanzado con la presidenta», manifestó Xi Jinping, en su visita al Congreso Nacional. Algo similar había dicho la semana pasada Putin cuando, en su visita, sostuvo que «Argentina era el socio estratégico de Rusia para la región». Más allá de las frases de rigor y de protocolo, hay algo que es cierto: para nuestro país, los acuerdos con Rusia son importantes por cuestiones políticas, pero con China son absolutamente primordiales por la complementariedad de ambas economías.
En este punto, sólo cabría agregar una oportuna declaración del empresario Franco Macri, quien sostuvo con precisión: «Nosotros hemos sido casi siempre súbditos y no aliados de Estados Unidos y de Inglaterra. De China somos aliados, y algunos no lo pueden entender. Nosotros con la infraestructura hemos perdido –de Frondizi hasta acá– el tren todo el tiempo, y necesitamos hacer de todo. No venimos atrasados del actual gobierno. El actual gobierno ha continuado y Néstor Kirchner ha tenido una visión muy importante de todo esto. Pero estamos años atrasados.»
La cuestión que plantea Macri es más que interesante. La relación económica de complementariedad entre China y Argentina puede reconstituir un círculo de exportación virtuoso para nuestro país. Incluso una gran oportunidad para incorporar trabajo y valor a los productos de exportación primarios. Pero la pregunta que queda flotando es la siguiente: ¿tiene la industria argentina la capacidad para responder a la demanda del mercado chino?.