Foto: LA NACION
Con los fondos buitre volvieron los viejos y remanidos discursos acerca de nuestras victorias, reales o morales, sobre los enemigos de la patria. Lo mismo que con la Vuelta de Obligado o la Guerra de Malvinas: perdemos, pero nos dicen que ganamos. Como diría Mafalda: «¡Otra vez sopa!».
El Día de la Soberanía Nacional conmemora la victoria de 1845 sobre los ingleses en Obligado. En rigor, no luchó allí la Nación, que estaba en pañales, sino la provincia de Buenos Aires, defendiendo un interés propio.
Y no fue una victoria, pues ganaron los ingleses. Con esfuerzo, si se quiere, pero ganaron; sus barcos pudieron llegar hasta Corrientes y también siguieron bloqueando el puerto de Buenos Aires.
La épica victoriosa se construyó posteriormente, durante el largo proceso de formación de nuestra nacionalidad y de su historia. Hubo quienes se centraron en la construcción republicana de Rivadavia, Mitre, Sarmiento y Roca. Otros eligieron la óptica nacional, popular y antiimperialista, exaltaron a Yrigoyen y a Perón, y buscaron sus antecesores. Así fueron integrados Rosas o Felipe Varela, el azote del imperio británico, y la derrota de 1845 fue convertida en un triunfo de la Nación. Fueron ellos quienes postularon la perenne existencia de un pueblo nacional unido detrás de un jefe, y denunciaron a sus enemigos, de adentro o de afuera, conjurados contra la nación y su grandeza. El discurso engañador y triunfalista de la epopeya de Obligado reapareció en la Guerra de Malvinas y luego en el actual combate contra los holdouts o buitres.
En Malvinas, la Argentina reivindica discutibles razones históricas y geográficas y a la vez desconoce los derechos de sus habitantes, los islanders. Muchos gobiernos nacionalistas del siglo XX, con criterios territoriales parecidos, llegaron a extremos como la limpieza étnica. Desde otro punto de vista, vale la pena recordar que en el siglo XVIII la tradición democrática se fundó en el contrato político de los individuos y no en la soberanía de los territorios. Estas cuestiones pueden discutirse razonablemente, como lo hizo la Argentina hasta 1976 y volvió a hacerlo desde 1984. Pero en materia de acciones, en 1982 nuestro gobierno inició una guerra injusta, agrediendo y sometiendo, en nombre del principio abstracto de la integridad territorial, a un conjunto de personas pacíficas, con derecho a decidir sobre su destino.
El gobierno proclamó entonces la defensa de los sagrados intereses de la patria y además, la lucha contra el imperio, la «pérfida Albión», el eterno enemigo. El endeble argumento no resiste a la prueba de la razón, pero la interpelación resultó tremendamente eficaz. Basta con recordar la Plaza de Mayo del 2 de abril. Nuestra cultura política está saturada con estas imágenes y sentimientos acerca de la nación, su destino y sus enemigos. Se dirá quizá que son los militares o los peronistas. Pero no es así: ideas similares pueden encontrarse en buena parte de las fuerzas políticas. En alguna medida, están en la cabeza de todos nosotros.
Por eso son la base para un discurso político de eficacia formidable. Sólo se necesita la ocasión que lo haga verosímil. Bien usado, logra encolumnar multitudes detrás de quien se lanza a la batalla contra los grandes poderes y convence de que la está ganando. Aquella invención de la victoria de Obligado se reiteró con la Guerra de Malvinas hasta el 14 de junio de 1982. Fue un día triste; pero pudo haber sido el primero de la verdadera liberación que necesita la Argentina: acabar con su enano nacionalista y con quienes lo manipulan.
No fue así. Como tantas otras promesas de 1983, ésta se fue desvaneciendo. El espíritu «malvinero» renació aquí y allá. Muchos pensaron que la gran culpa de los militares -y sólo de ellos- fue haber sido derrotados. Les reprocharon el engaño, la ilusión, pero no su nefasta acción. Si hubieran ganado, o por lo menos alcanzado un resultado honroso, probablemente, los argentinos les habrían reconocido el mérito, atenuando u olvidando sus otros crímenes. El ánimo «malvinero» encontró otro tortuoso camino: recordar a las víctimas de la guerra. Más allá de sus padecimientos -compartidos con otros miles de argentinos-, se afirma que los combatientes se sacrificaron por la patria. Es cierto que se sacrificaron. Pero el argumento sirvió y sirve para convertir la invasión a Malvinas en una causa patriótica, una guerra justa. Manipulados en la guerra, los combatientes de entonces vuelven a ser manipulados por el discurso nacionalista.
¿Quién puede asombrarse entonces de la manera como el actual gobierno trata el asunto de los holdouts? Esta administración no se caracteriza por negociar bien con los acreedores ni por tener una visión estratégica: un día se niega a discutir y otro lo concede todo. Así llegamos a esta situación potencialmente catastrófica. Pero a la vez, en lo que realmente le importa, el Gobierno está obteniendo éxitos notables. Quizá sean efímeros, como el de Galtieri y su plaza en 1982, pero no son distintos de los que viene logrando con sus tandas regulares de anuncios nunca cumplidos. Decidido a vivir al día y a contabilizar diariamente los puntos de su popularidad, el Gobierno tomó el asunto de los holdouts como una ocasión para agitar el nacionalismo y para sumar un nuevo enemigo a su amplio repertorio de poderes concentrados que conspiran en contra de nuestra grandeza.
En el mundo real, los holdouts son el previsible resultado de las negociaciones de 2005 y 2010, que crearon la ocasión para obtener legalmente beneficios extraordinarios. El Gobierno los descalifica por la ganancia desmedida que obtendrán, como si fueran culpables de aprovechar una pelota que les quedó picando en el área. El mundo no funciona así. Los fondos buitre no actuaron de manera diferente que la de aquel modesto abogado de Río Gallegos, quien lucró con la miseria de los afectados por la resolución 1050.
El Gobierno se ha movido muy bien en su terreno favorito: el discurso. Comenzó por llamarlos fondos buitre y sacó el tema del terreno de la ley o la economía para colocarlo en el de la moral; como Tomas de Aquino, habla de usura. También lo ubica en la conocida saga de la lucha entre la nación y el imperio. Sumando los dos motivos, el triunfo del Gobierno fue completo, como lo ha sido casi siempre. Hasta los más decididos opositores adoptaron con naturalidad una denominación que conduce inexorablemente a la antinomia «patria o buitres». Todos lo han hecho con una inquietante naturalidad, sin advertir que, como en el caso de YPF, las palabras llevan a un terreno discursivo ya marcado, cómodo para el Gobierno y culposo para los opositores. No hubo cuestionamientos frente a esta manipulación del nacionalismo, que coloca una cuestión contractual en el ámbito de la moral y de los sagrados intereses de la patria. La Argentina razonable -se constata una vez más- está floja de convicciones y de argumentos.
En rigor, es el Gobierno quien antepone sus mezquinos fines políticos a los intereses nacionales. En este aspecto, vale la pena compararlo con Rosas. Pese a usar ampliamente el recurso de partir al país en amigos y enemigos, fue muy prudente en su negociación con Inglaterra. El combate de Obligado le sirvió para mostrar los costos de la «diplomacia de las cañoneras». Mientras defendía con fuerza la soberanía política, Rosas mantuvo los vínculos comerciales con Gran Bretaña, base de la prosperidad de Buenos Aires, su elite, su pueblo y su gobernador. Negoció con obstinación sobre el bloqueo británico a Buenos Aires, pero con discreción, sin agitar banderas, o agitando otras, como el tero. Mantuvo su intransigencia hasta conseguir que, en 1849, los ingleses reconocieran los derechos de la Confederación sobre los ríos y levantaran el bloqueo. Rosas no confundía los hechos con las palabras. Carecía de sueños fundacionales o regeneradores. No creo que la nacionalidad lo conmoviera mucho. En conjunto, no le fue mal. Podría servir de ejemplo.
El autor es miembro de la Universidad de San Andrés y del Club Político Argentino
Con los fondos buitre volvieron los viejos y remanidos discursos acerca de nuestras victorias, reales o morales, sobre los enemigos de la patria. Lo mismo que con la Vuelta de Obligado o la Guerra de Malvinas: perdemos, pero nos dicen que ganamos. Como diría Mafalda: «¡Otra vez sopa!».
El Día de la Soberanía Nacional conmemora la victoria de 1845 sobre los ingleses en Obligado. En rigor, no luchó allí la Nación, que estaba en pañales, sino la provincia de Buenos Aires, defendiendo un interés propio.
Y no fue una victoria, pues ganaron los ingleses. Con esfuerzo, si se quiere, pero ganaron; sus barcos pudieron llegar hasta Corrientes y también siguieron bloqueando el puerto de Buenos Aires.
La épica victoriosa se construyó posteriormente, durante el largo proceso de formación de nuestra nacionalidad y de su historia. Hubo quienes se centraron en la construcción republicana de Rivadavia, Mitre, Sarmiento y Roca. Otros eligieron la óptica nacional, popular y antiimperialista, exaltaron a Yrigoyen y a Perón, y buscaron sus antecesores. Así fueron integrados Rosas o Felipe Varela, el azote del imperio británico, y la derrota de 1845 fue convertida en un triunfo de la Nación. Fueron ellos quienes postularon la perenne existencia de un pueblo nacional unido detrás de un jefe, y denunciaron a sus enemigos, de adentro o de afuera, conjurados contra la nación y su grandeza. El discurso engañador y triunfalista de la epopeya de Obligado reapareció en la Guerra de Malvinas y luego en el actual combate contra los holdouts o buitres.
En Malvinas, la Argentina reivindica discutibles razones históricas y geográficas y a la vez desconoce los derechos de sus habitantes, los islanders. Muchos gobiernos nacionalistas del siglo XX, con criterios territoriales parecidos, llegaron a extremos como la limpieza étnica. Desde otro punto de vista, vale la pena recordar que en el siglo XVIII la tradición democrática se fundó en el contrato político de los individuos y no en la soberanía de los territorios. Estas cuestiones pueden discutirse razonablemente, como lo hizo la Argentina hasta 1976 y volvió a hacerlo desde 1984. Pero en materia de acciones, en 1982 nuestro gobierno inició una guerra injusta, agrediendo y sometiendo, en nombre del principio abstracto de la integridad territorial, a un conjunto de personas pacíficas, con derecho a decidir sobre su destino.
El gobierno proclamó entonces la defensa de los sagrados intereses de la patria y además, la lucha contra el imperio, la «pérfida Albión», el eterno enemigo. El endeble argumento no resiste a la prueba de la razón, pero la interpelación resultó tremendamente eficaz. Basta con recordar la Plaza de Mayo del 2 de abril. Nuestra cultura política está saturada con estas imágenes y sentimientos acerca de la nación, su destino y sus enemigos. Se dirá quizá que son los militares o los peronistas. Pero no es así: ideas similares pueden encontrarse en buena parte de las fuerzas políticas. En alguna medida, están en la cabeza de todos nosotros.
Por eso son la base para un discurso político de eficacia formidable. Sólo se necesita la ocasión que lo haga verosímil. Bien usado, logra encolumnar multitudes detrás de quien se lanza a la batalla contra los grandes poderes y convence de que la está ganando. Aquella invención de la victoria de Obligado se reiteró con la Guerra de Malvinas hasta el 14 de junio de 1982. Fue un día triste; pero pudo haber sido el primero de la verdadera liberación que necesita la Argentina: acabar con su enano nacionalista y con quienes lo manipulan.
No fue así. Como tantas otras promesas de 1983, ésta se fue desvaneciendo. El espíritu «malvinero» renació aquí y allá. Muchos pensaron que la gran culpa de los militares -y sólo de ellos- fue haber sido derrotados. Les reprocharon el engaño, la ilusión, pero no su nefasta acción. Si hubieran ganado, o por lo menos alcanzado un resultado honroso, probablemente, los argentinos les habrían reconocido el mérito, atenuando u olvidando sus otros crímenes. El ánimo «malvinero» encontró otro tortuoso camino: recordar a las víctimas de la guerra. Más allá de sus padecimientos -compartidos con otros miles de argentinos-, se afirma que los combatientes se sacrificaron por la patria. Es cierto que se sacrificaron. Pero el argumento sirvió y sirve para convertir la invasión a Malvinas en una causa patriótica, una guerra justa. Manipulados en la guerra, los combatientes de entonces vuelven a ser manipulados por el discurso nacionalista.
¿Quién puede asombrarse entonces de la manera como el actual gobierno trata el asunto de los holdouts? Esta administración no se caracteriza por negociar bien con los acreedores ni por tener una visión estratégica: un día se niega a discutir y otro lo concede todo. Así llegamos a esta situación potencialmente catastrófica. Pero a la vez, en lo que realmente le importa, el Gobierno está obteniendo éxitos notables. Quizá sean efímeros, como el de Galtieri y su plaza en 1982, pero no son distintos de los que viene logrando con sus tandas regulares de anuncios nunca cumplidos. Decidido a vivir al día y a contabilizar diariamente los puntos de su popularidad, el Gobierno tomó el asunto de los holdouts como una ocasión para agitar el nacionalismo y para sumar un nuevo enemigo a su amplio repertorio de poderes concentrados que conspiran en contra de nuestra grandeza.
En el mundo real, los holdouts son el previsible resultado de las negociaciones de 2005 y 2010, que crearon la ocasión para obtener legalmente beneficios extraordinarios. El Gobierno los descalifica por la ganancia desmedida que obtendrán, como si fueran culpables de aprovechar una pelota que les quedó picando en el área. El mundo no funciona así. Los fondos buitre no actuaron de manera diferente que la de aquel modesto abogado de Río Gallegos, quien lucró con la miseria de los afectados por la resolución 1050.
El Gobierno se ha movido muy bien en su terreno favorito: el discurso. Comenzó por llamarlos fondos buitre y sacó el tema del terreno de la ley o la economía para colocarlo en el de la moral; como Tomas de Aquino, habla de usura. También lo ubica en la conocida saga de la lucha entre la nación y el imperio. Sumando los dos motivos, el triunfo del Gobierno fue completo, como lo ha sido casi siempre. Hasta los más decididos opositores adoptaron con naturalidad una denominación que conduce inexorablemente a la antinomia «patria o buitres». Todos lo han hecho con una inquietante naturalidad, sin advertir que, como en el caso de YPF, las palabras llevan a un terreno discursivo ya marcado, cómodo para el Gobierno y culposo para los opositores. No hubo cuestionamientos frente a esta manipulación del nacionalismo, que coloca una cuestión contractual en el ámbito de la moral y de los sagrados intereses de la patria. La Argentina razonable -se constata una vez más- está floja de convicciones y de argumentos.
En rigor, es el Gobierno quien antepone sus mezquinos fines políticos a los intereses nacionales. En este aspecto, vale la pena compararlo con Rosas. Pese a usar ampliamente el recurso de partir al país en amigos y enemigos, fue muy prudente en su negociación con Inglaterra. El combate de Obligado le sirvió para mostrar los costos de la «diplomacia de las cañoneras». Mientras defendía con fuerza la soberanía política, Rosas mantuvo los vínculos comerciales con Gran Bretaña, base de la prosperidad de Buenos Aires, su elite, su pueblo y su gobernador. Negoció con obstinación sobre el bloqueo británico a Buenos Aires, pero con discreción, sin agitar banderas, o agitando otras, como el tero. Mantuvo su intransigencia hasta conseguir que, en 1849, los ingleses reconocieran los derechos de la Confederación sobre los ríos y levantaran el bloqueo. Rosas no confundía los hechos con las palabras. Carecía de sueños fundacionales o regeneradores. No creo que la nacionalidad lo conmoviera mucho. En conjunto, no le fue mal. Podría servir de ejemplo.
El autor es miembro de la Universidad de San Andrés y del Club Político Argentino