Hábitos
Cada vez son más los jóvenes profesionales que, cansados del estrés urbano, invierten el camino de sus antecesores y se mudan de la ciudad al campo
Ver más fotos Carla Suárez Lastra se radicó en Valle de Uco, Mendoza, junto a su marido y su bebe. Foto: LA NACION / Marcelo Aguilar
Un fin de semana, hace ya casi un año, Cecilia Rainero, de 38 años, y Pablo, su pareja, decidieron ir a ver quintas para una mudanza. Habían buscado en diferentes barrios de la provincia de Buenos Aires, pero nada los convencía. Entonces se animaron a dar un paso más: apenas unos días antes, Pablo le había propuesto a Cecilia irse a vivir al campo. Y ella, sin saber bien por qué, aceptó. Fue así como llegaron a San Miguel del Monte, a 110 km de la ciudad. Encontraron una casa en un campito de seis hectáreas, con un monte, una arboleda de tilos, frutales, nogales… Fue amor a primera vista. Hoy disfrutan de un aire diferente con Lila, su hija de un año y medio. ¿Retroceso civilizatorio o avance hacia una madurez diseñada? ¿Renuncia al confort o reconexión con uno mismo ante la vorágine urbana?
En principio, los hombres y las mujeres que vivían en el campo empezaron a trasladarse a la ciudad. Se trató de migraciones a lo largo de la historia, a gran escala. Se buscaban oportunidades, modernidad. «La migración a la ciudad se realizaba en busca de perspectivas y calidad de vida. Trabajadores que peregrinaban hacia la luz del progreso. Pero hoy, de a poco, esa tendencia global parece encontrar su reverso. No es la primera vez que ocurre, aunque esta vez los fundamentos son diferentes: los nietos y bisnietos de aquellos pioneros que armaron equipaje y viajaron a probar suerte en la gran ciudad vuelven a moverse», plantea la socióloga Paula Miguel.
Así, hoy el neorruralismo es una tendencia fuerte entre jóvenes profesionales urbanos que, atosigados por el boom automotor, cansados del estrés y casi siempre por medio de alguna conexión familiar, ven el resquicio para huir al campo y emprender un nuevo estilo de vida con menos ruido, pero con intactas conexiones a Skype y redes sociales.
Junto con la Guerra Fría, los 60 vieron florecer diferentes movimientos contraculturales que cuestionaban las estructuras y los valores de la vida en la ciudad. Su rebote más visible en la Argentina fue el de ciertas comunidades inspiradas en los ideales hippies, como El Bolsón, epicentro de una comarca de poblaciones distribuidas alrededor del paralelo 42. En Europa, el neorruralismo tomó fuerte impulso en los 70 y estuvo más vinculado a la filosofía okupa. «Aunque con zonas de contacto con estos precedentes, que podrían girar en torno a una mayor interacción con los ciclos de la naturaleza y al consumo de alimentos básicos no industrializados, los neorrurales parecen menos ideológicos y en cierta medida más pragmáticos», resume Paula Miguel.
Carla Suárez Lastra, de 29 años, vivió en Buenos Aires y estudió en el Colegio Saint Catherine’s, pero ahora está afincada en Mendoza: hace tres años desembarcó en La Consulta, un pueblo que se encuentra en el valle de Uco, a 100 km de Mendoza capital, donde había hecho una parada intermedia de cinco años. Está casada con Miguel, fue mamá de Facundo hace un mes y tiene planeado inaugurar en septiembre un complejo turístico llamado Cundo, en honor a su abuelo y a su hijo.
Cecilia Rainiero y Pablo tienen trabajos independientes. Pablo fabrica productos náuticos (ahora en un galpón junto a su nueva casa) y Cecilia es actriz. Los viernes y sábados toda la familia -menos los perros- se traslada a Buenos Aires, donde Pablo, además, atiende a clientes y proveedores. «Ahora no puedo ir tanto a Capital, así que les aviso a los directores que conozco que me llamen para hacer reemplazos. Pablo trata de tener todas las materias primas, muchas veces por un tornillo que falta y que acá no se consigue no puede terminar algún pedido», explica Cecilia.
Marisa Erlich, por su parte, es médica y vive hace ocho meses muy cerca de San Javier, en el valle de Traslasierra, Córdoba. Como Cecilia y Carla, ellos ya habían probado una temporada intermedia en localidades más tranquilas y la experiencia les resultó tan buena que decidieron dar el salto hacia las sierras cordobesas. La cuestión laboral también parece resuelta: «Somos médicos en los dispensarios del pueblo. Y hasta conseguimos nuestro consultorio, algo que en Baires era impensable. Gano mucho menos dinero, pero soy mucho más feliz».
En cuanto a la adaptación familiar, todos coinciden en un punto: la falta de amigos y afectos se compensa con la libertad y la redefinición de los propios vínculos en el núcleo familiar. «Los grandes cambios tienen sus beneficios y sus costos afectivos. Los vínculos con el entorno familiar, abuelos, primos y los amigos de siempre sufren un fuerte sacudón. Pero, paradójicamente, los vínculos primarios intrafamiliares, padres hijos, hermanos y la pareja misma recuperan un espacio de convivencia que muchas veces la ciudad restringe», plantea la licenciada Susana Mauer. Como el caso de Gerardo Katz, de 36 años, y Nathalie de Smeth, de 37, que dejaron su departamento en Santa Fe y Azcuénaga para mudarse a un campo en las sierras cordobesas, junto con sus hijos Sacha, de 2 años, y Tao, de uno. Amantes del yoga y la meditación, tenían una pequeña empresa que se dedicaba a la venta de maca y espirulina. Hoy, encontraron la veta distribuyendo productos similares en Córdoba. «El único inconveniente es que se está lejos de la familia -asegura Gerardo-. Pero el resto lo dejo todo por un buen atardecer y por comer juntos una ensalada de nuestra huerta. Además vivimos en una zona supertranquila donde no hay asaltos. Nuestra casa no tiene una sola reja.»
¿Cuesta arriba?
Marisa valora especialmente los paisajes de madrugada y los atardeceres naranjas sobre los Comechingones. La casa de Cecilia, en sus palabras, «es hermosa y el entorno es un paraíso. Hay menos ruido y el contacto con la tierra y la naturaleza forma parte del cotidiano, ya no hay que esperar a las vacaciones». Eso sí, sería pecar de ingenuidad pensar que el confort se traslada automáticamente a espacios más inhóspitos, con menos servicios al alcance de la mano y, en un punto, a merced de la intemperie. Dice Cecilia: «Los servicios son buenos, excepto Internet que es muy lenta. Por suerte, la casa tiene luz eléctrica, el gas es de garrafa, la calefacción a leña. Cuando llueve mucho, el camino de tierra se pone difícil, pero tenemos un jeep que nos saca. Mantenemos la costumbre de tomar algo en un barcito, aunque signifique viajar de noche al pueblo por caminos poco transitables». Marisa agrega: «El tema de los servicios, gas luz, teléfono es carísimo, pero uno empieza a buscar energía sustentable y aprende a abrigarse aun dentro de la casa».
Otro eje importante es el momento del desembarco: construir una nueva rutina, nuevas relaciones y una cotidianeidad que, de a poco, se haga propia. «Si bien todo cambio de lugar de vida implica una migración interna y demanda un esfuerzo de reinserción, está la esperanza de lograr una vida cotidiana de mayor calidad, con más tiempo para uno y para la vida familiar. En los Estados Unidos, se desarrolló el movimiento Small is Beautiful, que pone de relieve la calidad de vida que se puede alcanzar en ciudades más chicas o en el medio rural -plantea Juan Eduardo Tesone, psiquiatra y psicoanalista-. Es una elección de vida acorde con ciertos valores que la persona privilegia al momento de realizar ese cambio.» Así fue en principio la experiencia de Marisa: «El primer asado que logramos arreglar con amigos nuevos nos invadió una felicidad indescriptible. Nuestro trabajo hizo que en seguida nos pudiéramos contactar con gente del lugar y eso fue buenísimo». Para Cecilia, «decir que sí significaba el cambio total en el cual perdíamos mucho de lo logrado en Buenos Aires. Había miedo, pero los dos lo disimulábamos tan bien que cada uno se apoyaba en la supuesta seguridad del otro». En su caso la adaptación fue rápida, aunque tanto para los recién llegados como para los lugareños, forjar códigos en común no es siempre fácil. «Hay casos de neorrurales que decidieron volver a los lugares de origen, o intentar un intermedio en ciudades con menor densidad poblacional. Paradójicamente, volver a las raíces puede ser un salto al vacío sin éxito asegurado», afirma la socióloga Paula Miguel.
Lo cierto es que la deriva neorrural implica compartir actividades con espacios que quedan a grandes distancias y, para ello, a diferencia de las oleadas anteriores, Internet es una herramienta fundamental. «Tener grupos de WhatsApp, Skype y Facebook te mantiene al día», cuenta Carla. Marisa sigue prendida al WhatsApp, aunque reconoce que no tiene señal de celular en casi ninguna parte y que se siente alejada de ciertas cosas, como los cursos que no siempre pueden realizarse vía web. ¿Vale la pena? La moneda está en el aire. Las ganas, el tipo de trabajo y la posibilidad de consolidar una rutina decidirán si cae sobre el pasto o sobre el asfalto.
Producción de Lila Bendersky
Cada vez son más los jóvenes profesionales que, cansados del estrés urbano, invierten el camino de sus antecesores y se mudan de la ciudad al campo
Ver más fotos Carla Suárez Lastra se radicó en Valle de Uco, Mendoza, junto a su marido y su bebe. Foto: LA NACION / Marcelo Aguilar
Un fin de semana, hace ya casi un año, Cecilia Rainero, de 38 años, y Pablo, su pareja, decidieron ir a ver quintas para una mudanza. Habían buscado en diferentes barrios de la provincia de Buenos Aires, pero nada los convencía. Entonces se animaron a dar un paso más: apenas unos días antes, Pablo le había propuesto a Cecilia irse a vivir al campo. Y ella, sin saber bien por qué, aceptó. Fue así como llegaron a San Miguel del Monte, a 110 km de la ciudad. Encontraron una casa en un campito de seis hectáreas, con un monte, una arboleda de tilos, frutales, nogales… Fue amor a primera vista. Hoy disfrutan de un aire diferente con Lila, su hija de un año y medio. ¿Retroceso civilizatorio o avance hacia una madurez diseñada? ¿Renuncia al confort o reconexión con uno mismo ante la vorágine urbana?
En principio, los hombres y las mujeres que vivían en el campo empezaron a trasladarse a la ciudad. Se trató de migraciones a lo largo de la historia, a gran escala. Se buscaban oportunidades, modernidad. «La migración a la ciudad se realizaba en busca de perspectivas y calidad de vida. Trabajadores que peregrinaban hacia la luz del progreso. Pero hoy, de a poco, esa tendencia global parece encontrar su reverso. No es la primera vez que ocurre, aunque esta vez los fundamentos son diferentes: los nietos y bisnietos de aquellos pioneros que armaron equipaje y viajaron a probar suerte en la gran ciudad vuelven a moverse», plantea la socióloga Paula Miguel.
Así, hoy el neorruralismo es una tendencia fuerte entre jóvenes profesionales urbanos que, atosigados por el boom automotor, cansados del estrés y casi siempre por medio de alguna conexión familiar, ven el resquicio para huir al campo y emprender un nuevo estilo de vida con menos ruido, pero con intactas conexiones a Skype y redes sociales.
Junto con la Guerra Fría, los 60 vieron florecer diferentes movimientos contraculturales que cuestionaban las estructuras y los valores de la vida en la ciudad. Su rebote más visible en la Argentina fue el de ciertas comunidades inspiradas en los ideales hippies, como El Bolsón, epicentro de una comarca de poblaciones distribuidas alrededor del paralelo 42. En Europa, el neorruralismo tomó fuerte impulso en los 70 y estuvo más vinculado a la filosofía okupa. «Aunque con zonas de contacto con estos precedentes, que podrían girar en torno a una mayor interacción con los ciclos de la naturaleza y al consumo de alimentos básicos no industrializados, los neorrurales parecen menos ideológicos y en cierta medida más pragmáticos», resume Paula Miguel.
Carla Suárez Lastra, de 29 años, vivió en Buenos Aires y estudió en el Colegio Saint Catherine’s, pero ahora está afincada en Mendoza: hace tres años desembarcó en La Consulta, un pueblo que se encuentra en el valle de Uco, a 100 km de Mendoza capital, donde había hecho una parada intermedia de cinco años. Está casada con Miguel, fue mamá de Facundo hace un mes y tiene planeado inaugurar en septiembre un complejo turístico llamado Cundo, en honor a su abuelo y a su hijo.
Cecilia Rainiero y Pablo tienen trabajos independientes. Pablo fabrica productos náuticos (ahora en un galpón junto a su nueva casa) y Cecilia es actriz. Los viernes y sábados toda la familia -menos los perros- se traslada a Buenos Aires, donde Pablo, además, atiende a clientes y proveedores. «Ahora no puedo ir tanto a Capital, así que les aviso a los directores que conozco que me llamen para hacer reemplazos. Pablo trata de tener todas las materias primas, muchas veces por un tornillo que falta y que acá no se consigue no puede terminar algún pedido», explica Cecilia.
Marisa Erlich, por su parte, es médica y vive hace ocho meses muy cerca de San Javier, en el valle de Traslasierra, Córdoba. Como Cecilia y Carla, ellos ya habían probado una temporada intermedia en localidades más tranquilas y la experiencia les resultó tan buena que decidieron dar el salto hacia las sierras cordobesas. La cuestión laboral también parece resuelta: «Somos médicos en los dispensarios del pueblo. Y hasta conseguimos nuestro consultorio, algo que en Baires era impensable. Gano mucho menos dinero, pero soy mucho más feliz».
En cuanto a la adaptación familiar, todos coinciden en un punto: la falta de amigos y afectos se compensa con la libertad y la redefinición de los propios vínculos en el núcleo familiar. «Los grandes cambios tienen sus beneficios y sus costos afectivos. Los vínculos con el entorno familiar, abuelos, primos y los amigos de siempre sufren un fuerte sacudón. Pero, paradójicamente, los vínculos primarios intrafamiliares, padres hijos, hermanos y la pareja misma recuperan un espacio de convivencia que muchas veces la ciudad restringe», plantea la licenciada Susana Mauer. Como el caso de Gerardo Katz, de 36 años, y Nathalie de Smeth, de 37, que dejaron su departamento en Santa Fe y Azcuénaga para mudarse a un campo en las sierras cordobesas, junto con sus hijos Sacha, de 2 años, y Tao, de uno. Amantes del yoga y la meditación, tenían una pequeña empresa que se dedicaba a la venta de maca y espirulina. Hoy, encontraron la veta distribuyendo productos similares en Córdoba. «El único inconveniente es que se está lejos de la familia -asegura Gerardo-. Pero el resto lo dejo todo por un buen atardecer y por comer juntos una ensalada de nuestra huerta. Además vivimos en una zona supertranquila donde no hay asaltos. Nuestra casa no tiene una sola reja.»
¿Cuesta arriba?
Marisa valora especialmente los paisajes de madrugada y los atardeceres naranjas sobre los Comechingones. La casa de Cecilia, en sus palabras, «es hermosa y el entorno es un paraíso. Hay menos ruido y el contacto con la tierra y la naturaleza forma parte del cotidiano, ya no hay que esperar a las vacaciones». Eso sí, sería pecar de ingenuidad pensar que el confort se traslada automáticamente a espacios más inhóspitos, con menos servicios al alcance de la mano y, en un punto, a merced de la intemperie. Dice Cecilia: «Los servicios son buenos, excepto Internet que es muy lenta. Por suerte, la casa tiene luz eléctrica, el gas es de garrafa, la calefacción a leña. Cuando llueve mucho, el camino de tierra se pone difícil, pero tenemos un jeep que nos saca. Mantenemos la costumbre de tomar algo en un barcito, aunque signifique viajar de noche al pueblo por caminos poco transitables». Marisa agrega: «El tema de los servicios, gas luz, teléfono es carísimo, pero uno empieza a buscar energía sustentable y aprende a abrigarse aun dentro de la casa».
Otro eje importante es el momento del desembarco: construir una nueva rutina, nuevas relaciones y una cotidianeidad que, de a poco, se haga propia. «Si bien todo cambio de lugar de vida implica una migración interna y demanda un esfuerzo de reinserción, está la esperanza de lograr una vida cotidiana de mayor calidad, con más tiempo para uno y para la vida familiar. En los Estados Unidos, se desarrolló el movimiento Small is Beautiful, que pone de relieve la calidad de vida que se puede alcanzar en ciudades más chicas o en el medio rural -plantea Juan Eduardo Tesone, psiquiatra y psicoanalista-. Es una elección de vida acorde con ciertos valores que la persona privilegia al momento de realizar ese cambio.» Así fue en principio la experiencia de Marisa: «El primer asado que logramos arreglar con amigos nuevos nos invadió una felicidad indescriptible. Nuestro trabajo hizo que en seguida nos pudiéramos contactar con gente del lugar y eso fue buenísimo». Para Cecilia, «decir que sí significaba el cambio total en el cual perdíamos mucho de lo logrado en Buenos Aires. Había miedo, pero los dos lo disimulábamos tan bien que cada uno se apoyaba en la supuesta seguridad del otro». En su caso la adaptación fue rápida, aunque tanto para los recién llegados como para los lugareños, forjar códigos en común no es siempre fácil. «Hay casos de neorrurales que decidieron volver a los lugares de origen, o intentar un intermedio en ciudades con menor densidad poblacional. Paradójicamente, volver a las raíces puede ser un salto al vacío sin éxito asegurado», afirma la socióloga Paula Miguel.
Lo cierto es que la deriva neorrural implica compartir actividades con espacios que quedan a grandes distancias y, para ello, a diferencia de las oleadas anteriores, Internet es una herramienta fundamental. «Tener grupos de WhatsApp, Skype y Facebook te mantiene al día», cuenta Carla. Marisa sigue prendida al WhatsApp, aunque reconoce que no tiene señal de celular en casi ninguna parte y que se siente alejada de ciertas cosas, como los cursos que no siempre pueden realizarse vía web. ¿Vale la pena? La moneda está en el aire. Las ganas, el tipo de trabajo y la posibilidad de consolidar una rutina decidirán si cae sobre el pasto o sobre el asfalto.
Producción de Lila Bendersky