Editorial I
La destrucción de la capacidad material de nuestras Fuerzas Armadas con fines disuasivos nos debilita en cualquier negociación entre naciones soberanas
La Argentina ha procedido a su desarme gradual sin que haya habido una decisión legislativa ni un debate político al respecto. Este proceso no ha surgido de acuerdos o entendimientos internacionales ni regionales. En realidad, los países vecinos, en particular Brasil y Chile, han modernizado y ampliado su capacidad militar y lo han hecho en las últimas décadas durante las gestiones de gobiernos constitucionales. Las decisiones de desarme en la historia fueron, o bien impuestas por los países triunfantes al derrotado en una guerra, o bien resultantes de consensos institucionales explícitos en países chicos al amparo de alguna potencia que garantice su defensa. Ninguno de estos casos es el argentino.
El desarme de nuestro país no resultó de un proceso programado. Mientras el gasto público creció, los presupuestos militares se fueron reduciendo en términos reales. Pero esa reducción se concentró particularmente en los medios materiales relacionados con la capacidad operativa, y no tanto en los aparatos administrativos y en el personal. No hubo reposición del equipamiento aéreo, naval o terrestre de la Guerra de Malvinas. Lo que no se perdió durante esa contienda, se fue luego deteriorando o canibalizando hasta resultar en gran parte inutilizable. No se mantuvo el municionamiento ni siquiera para el entrenamiento del personal.
La fuerza aérea cuenta con muy pocas aeronaves en condición de volar, en tanto la aviación naval sólo mantiene un avión operativo. Gran parte de los pilotos han buscado mejores oportunidades en la aviación comercial. La formación de pilotos militares no se hace posible y esto es capital humano que cuesta muchos años recuperar. Lo mismo pasa con la flota naval y su capacidad operativa. El hundimiento en puerto del destructor misilístico Santísima Trinidad y la eternización de la reparación del rompehielos Irízar son expresiones cabales de una política expresa de abandono y degradación.
El gasto militar en la Argentina alcanza al 0,7 por ciento del producto bruto interno. Se compara con un promedio de 1,74% en América del Sur, 2% en Chile y 1,4% en Brasil. Pero la más notable diferencia es que los fondos empleados en la Argentina se aplican en un 90% a pagar los sueldos, mientras que en los otros países el gasto en personal no supera el 60%, ya que se destinan montos importantes a equipamiento y poder operativo.
La reciente ampliación presupuestaria por 199.045 millones de pesos no incluyó el Ministerio de Defensa ni las Fuerzas Armadas, a pesar de que había reclamos urgentes de fondos adicionales. Las carencias han llegado al extremo de la amenaza de interrupción del suministro de combustible por parte de YPF, peligrando así la más elemental movilidad.
Dentro de esta extrema escasez, en los últimos años hubo una derivación de fondos hacia la tarea de inteligencia interior, en contradicción con la ley 23.554 de defensa nacional que expresamente establece que «las cuestiones relativas a la política interna del país no podrán constituir en ningún caso hipótesis de trabajo de organismos de inteligencia militares». La actual conducción del Ejército está en manos de jefes de inteligencia que parecen prestar apoyo a la Presidenta en tareas de espionaje político en sustitución de los órganos propios del Gobierno que no contarían con el mismo grado de confianza presidencial. La función de defensa nacional, ausente con presunción de fallecimiento.
Por eso resultó muy desacertado el tramo del discurso en el que la presidenta Cristina Fernández de Kirchner, con motivo esta semana de la Cena de Camaradería de las Fuerzas Armadas, se refirió a nuevas formas de ataques desde el exterior, que asoció con el interés de los fondos buitre de quedarse con el petróleo argentino.
Ya se trate de amenazas irreales, como la mencionada, o de eventuales peligros que puedan surgir en el futuro, lo cierto es que nuestro país se encuentra desarmado.
La paz mundial y el desarme constituyen sin duda un objetivo ideal. Pero ello debería lograrse en el marco de un amplio acuerdo universal. Mientras tanto, aun los países que no sostienen conflictos bélicos ni enfrentan amenazas, mantienen fuerzas armadas con fines disuasivos o en apoyo de su posición en las relaciones con el mundo.
La capacidad defensiva suele ser una pieza implícita en la mesa de negociación soberana de un país. Es un principio reconocido que la mejor forma de sostener la paz y evitar la guerra es estar en condiciones de disuadirla.
La búsqueda de explicaciones a la política argentina de abandono de la función esencial de la defensa lleva a relacionarla con el fuerte antimilitarismo presente desde 1983 y, en particular, desde 2003. Es un antimilitarismo que no sólo se ha canalizado a la acción mediática, judicial y punitiva con fuerte contenido ideológico y con lamentable parcialidad, sino también a la destrucción desordenada, no explícita, de la capacidad defensiva del país. Éste es otro capítulo de la triste y costosa herencia que dejará la gestión kirchnerista a quien tendrá luego que corregirla..