La tinta del final
Por: Marcelo Falak
Había una vez un partido que se daba a conocer como el «de los trabajadores». En Brasil, claro, fundado en 1980, en plena dictadura militar, y que pretendía sumar las distintas corrientes de la izquierda.
Acaso por esa misma heterogeneidad, que incluía a sindicalistas, marxistas varios, intelectuales, estudiantes y curas de base, y por la represión castrense, el PT se definía como «socialista» pero sin llegar a declararse «marxista». Eran tiempos del crepúsculo de la Guerra Fría, cuando se hacía ya imposible no contarles las costillas a los «socialismos reales».
Pero algo era claro: para decirlo en criollo, su «columna vertebral» era una camada de sindicalistas combativos, con el barbado Luiz Inácio Lula da Silva a la cabeza. Una serie de huelgas memorables contra la dictadura fue la génesis de una experiencia que no podía surgir en otro lugar que no fuera en las barriadas obreras del Gran San Pablo.
La construcción política fue paciente, tanto que el tornero mecánico debió asimilar tres derrotas hasta llegar al poder en octubre de 2002.
Si se observa el mapa electoral de esa elección, se observa que la ola roja alcanzó en la segunda vuelta toda la geografía de Brasil. La esperanza que encarnaba se había trasladado desde los bastiones tradicionales del sudeste industrializado, donde la agrupación había nacido, hasta el norte pobre.
Eran, claro, los tiempos de la promesa del «hambre cero», una consigna que mezclaba un extraordinario acierto de marketing con la dosis de épica imprescindible para encarar los grandes desafíos. Doce años después, el cumplimiento parcial pero altamente meritorio de ese compromiso, alteró profundamente las bases de apoyo del Partido de los Trabajadores y con ello el mapa político del país.
En plena campaña por su reelección, en la que no le sobra absolutamente nada, Dilma Rousseff festejó que la ONU reconociera que los casi doce años del PT en el poder lograron reducir la pobreza del 24,3% al 8,4%, y la indigencia del 14% al 3,5%. Hambre (casi) cero, la enorme epopeya brasileña del siglo XXI.
Para explicar el milagro se suele poner énfasis en el plan social estrella de la era de Lula y Dilma: el Programa Bolsa Familia. Éste reemplazó el llamado plan «Hambre Cero» y centralizó una serie de subsidios nacidos en verdad durante el Gobierno de Fernando Henrique Cardoso (1995-2003), ampliando considerablemente su alcance y presupuesto.
Está dirigido a las familias pobres e indigentes del país (con ingresos mensuales per cápita inferiores a los 154 y a los 77 reales, respectivamente, 65 y 33 dólares al cambio actual), a las que se les otorga -tarjeta magnética mediante- un ingreso básico de 77 reales (33 dólares), con diferentes adicionales según los casos, que implican un desembolso promedio de 167 reales (71). Asimismo, establece una serie de condicionalidades en materia de asistencia escolar, vacunación y atención sanitaria de los menores.
Desde 2003 supuso una inversión total de cerca de 50 mil millones de dólares, insume cada año un 0,5% del PBI y alcanza en la actualidad a 13,6 millones de familias, esto es unas 50 millones de personas.
De esas familias, 6,89 millones residen en la región nordeste y 1,55 millón en la norte, las más pobres del país, esto es el 61% del total.
No se puede ignorar el impacto político de un programa semejante. Así, no debe sorprender que en las elecciones de 2006, cuando Lula da Silva fue reelecto, y de 2010, cuando lo sucedió Dilma, el eje del voto petista se haya trasladado al norte de Brasil. De «partido de los trabajadores», podría decirse, pasó a ser el «partido de los pobres».
Ahora bien, ¿por qué el opositor Partido de la Social Democracia Brasileña (PSDB, tal es su nombre, aunque es conservador por su vocación reciente) logró anidar con fuerza en el sudeste desarrollado, la cuna del PT?
Porque así como ascendieron en la escala social los más rezagados, también surgió un nuevo sector medio, la llamada «clase C», de unos 30 millones de personas. Y porque muchos de éstos, sumados a las clases medias tradicionales y, por qué no, a parte de los beneficiarios de subsidios que van perdiendo el temor a que un Gobierno nuevo les retire esos beneficios, pueden ir decantándose por ofertas diferentes.
Esto es lo que se vio en las masivas manifestaciones de junio del año pasado, en las que los nuevos y viejos sectores medios expresaron demandas de segunda generación (transporte, vivienda, salud, educación y seguridad), servicios que no crecieron en oferta al ritmo necesario para absorber una demanda multiplicada. El PT, en cierta forma, es víctima de su propio éxito.
Como derecho otorgado es derecho adquirido, los registros electorales recientes y encuestas de opinión muestran que la relación entre Bolsa Familia y voto tiende a ser cada vez menor. Veamos qué ha ocurrido en el nordeste, cómo vimos la región de mayor alcance del programa. En el estado de Paraíba, por ejemplo, la proporción de familias beneficiadas subió del 36,2% al 39% entre 2006 y 2010, mientras que la cosecha de votos del PT cayó del 65% al 53%. La misma historia se repite en otros estados y regiones.
En tanto, que la mayoría de los brasileños pobres siga votando al PT no se debe sólo a los subsidios. Hay que considerar toda una política económica que, al menos hasta hace un par de años, tendió a fortalecer la moneda local y a abaratar los alimentos, a estimular el crecimiento y el empleo, así como a expandir el gasto social y el mercado interno. Hoy, cuando la economía flaquea y la inflación golpea los bolsillos, la posibilidad de un fin de ciclo se hace más concreta. No sólo de planes vive el hombre.
La emergencia de partidos de los pobres es común a toda América Latina, cuya estructura de clases es gelatinosa y no se compadece con los «modelos» de los países industriales avanzados.
En la Argentina, por caso, si en los años 40 y 50 del siglo pasado el movimiento obrero era la «columna vertebral» del peronismo, esto ya no es así, y un tercio de la fuerza laboral sigue al margen del sistema. Mientras, Santa Fe ya no es la «provincia invencible» y el bastión del peronismo oficial ya no es el conurbano bonaerense, donde el kirchnerismo perdió en 2009 y 2013, sino el norte pobre. No podría ser de otra manera después de tantas crisis.
Cualquier parecido entre Brasil y la Argentina no es pura coincidencia.
@marcelofalak
Por: Marcelo Falak
Había una vez un partido que se daba a conocer como el «de los trabajadores». En Brasil, claro, fundado en 1980, en plena dictadura militar, y que pretendía sumar las distintas corrientes de la izquierda.
Acaso por esa misma heterogeneidad, que incluía a sindicalistas, marxistas varios, intelectuales, estudiantes y curas de base, y por la represión castrense, el PT se definía como «socialista» pero sin llegar a declararse «marxista». Eran tiempos del crepúsculo de la Guerra Fría, cuando se hacía ya imposible no contarles las costillas a los «socialismos reales».
Pero algo era claro: para decirlo en criollo, su «columna vertebral» era una camada de sindicalistas combativos, con el barbado Luiz Inácio Lula da Silva a la cabeza. Una serie de huelgas memorables contra la dictadura fue la génesis de una experiencia que no podía surgir en otro lugar que no fuera en las barriadas obreras del Gran San Pablo.
La construcción política fue paciente, tanto que el tornero mecánico debió asimilar tres derrotas hasta llegar al poder en octubre de 2002.
Si se observa el mapa electoral de esa elección, se observa que la ola roja alcanzó en la segunda vuelta toda la geografía de Brasil. La esperanza que encarnaba se había trasladado desde los bastiones tradicionales del sudeste industrializado, donde la agrupación había nacido, hasta el norte pobre.
Eran, claro, los tiempos de la promesa del «hambre cero», una consigna que mezclaba un extraordinario acierto de marketing con la dosis de épica imprescindible para encarar los grandes desafíos. Doce años después, el cumplimiento parcial pero altamente meritorio de ese compromiso, alteró profundamente las bases de apoyo del Partido de los Trabajadores y con ello el mapa político del país.
En plena campaña por su reelección, en la que no le sobra absolutamente nada, Dilma Rousseff festejó que la ONU reconociera que los casi doce años del PT en el poder lograron reducir la pobreza del 24,3% al 8,4%, y la indigencia del 14% al 3,5%. Hambre (casi) cero, la enorme epopeya brasileña del siglo XXI.
Para explicar el milagro se suele poner énfasis en el plan social estrella de la era de Lula y Dilma: el Programa Bolsa Familia. Éste reemplazó el llamado plan «Hambre Cero» y centralizó una serie de subsidios nacidos en verdad durante el Gobierno de Fernando Henrique Cardoso (1995-2003), ampliando considerablemente su alcance y presupuesto.
Está dirigido a las familias pobres e indigentes del país (con ingresos mensuales per cápita inferiores a los 154 y a los 77 reales, respectivamente, 65 y 33 dólares al cambio actual), a las que se les otorga -tarjeta magnética mediante- un ingreso básico de 77 reales (33 dólares), con diferentes adicionales según los casos, que implican un desembolso promedio de 167 reales (71). Asimismo, establece una serie de condicionalidades en materia de asistencia escolar, vacunación y atención sanitaria de los menores.
Desde 2003 supuso una inversión total de cerca de 50 mil millones de dólares, insume cada año un 0,5% del PBI y alcanza en la actualidad a 13,6 millones de familias, esto es unas 50 millones de personas.
De esas familias, 6,89 millones residen en la región nordeste y 1,55 millón en la norte, las más pobres del país, esto es el 61% del total.
No se puede ignorar el impacto político de un programa semejante. Así, no debe sorprender que en las elecciones de 2006, cuando Lula da Silva fue reelecto, y de 2010, cuando lo sucedió Dilma, el eje del voto petista se haya trasladado al norte de Brasil. De «partido de los trabajadores», podría decirse, pasó a ser el «partido de los pobres».
Ahora bien, ¿por qué el opositor Partido de la Social Democracia Brasileña (PSDB, tal es su nombre, aunque es conservador por su vocación reciente) logró anidar con fuerza en el sudeste desarrollado, la cuna del PT?
Porque así como ascendieron en la escala social los más rezagados, también surgió un nuevo sector medio, la llamada «clase C», de unos 30 millones de personas. Y porque muchos de éstos, sumados a las clases medias tradicionales y, por qué no, a parte de los beneficiarios de subsidios que van perdiendo el temor a que un Gobierno nuevo les retire esos beneficios, pueden ir decantándose por ofertas diferentes.
Esto es lo que se vio en las masivas manifestaciones de junio del año pasado, en las que los nuevos y viejos sectores medios expresaron demandas de segunda generación (transporte, vivienda, salud, educación y seguridad), servicios que no crecieron en oferta al ritmo necesario para absorber una demanda multiplicada. El PT, en cierta forma, es víctima de su propio éxito.
Como derecho otorgado es derecho adquirido, los registros electorales recientes y encuestas de opinión muestran que la relación entre Bolsa Familia y voto tiende a ser cada vez menor. Veamos qué ha ocurrido en el nordeste, cómo vimos la región de mayor alcance del programa. En el estado de Paraíba, por ejemplo, la proporción de familias beneficiadas subió del 36,2% al 39% entre 2006 y 2010, mientras que la cosecha de votos del PT cayó del 65% al 53%. La misma historia se repite en otros estados y regiones.
En tanto, que la mayoría de los brasileños pobres siga votando al PT no se debe sólo a los subsidios. Hay que considerar toda una política económica que, al menos hasta hace un par de años, tendió a fortalecer la moneda local y a abaratar los alimentos, a estimular el crecimiento y el empleo, así como a expandir el gasto social y el mercado interno. Hoy, cuando la economía flaquea y la inflación golpea los bolsillos, la posibilidad de un fin de ciclo se hace más concreta. No sólo de planes vive el hombre.
La emergencia de partidos de los pobres es común a toda América Latina, cuya estructura de clases es gelatinosa y no se compadece con los «modelos» de los países industriales avanzados.
En la Argentina, por caso, si en los años 40 y 50 del siglo pasado el movimiento obrero era la «columna vertebral» del peronismo, esto ya no es así, y un tercio de la fuerza laboral sigue al margen del sistema. Mientras, Santa Fe ya no es la «provincia invencible» y el bastión del peronismo oficial ya no es el conurbano bonaerense, donde el kirchnerismo perdió en 2009 y 2013, sino el norte pobre. No podría ser de otra manera después de tantas crisis.
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