Entre la semana pasada y el comienzo de ésta hubo un cambio significativo en conflicto por la deuda argentina: el centro de gravedad se desplazó de los anónimos intereses financieros hacia Estados Unidos. El cambio es sustancial, porque cada día se hace más evidente que la disputa por el pago de 1.500 millones de dólares a los buitres obedece menos a la “autonomía “y no regulación del sistema financiero mundial que a su sostén político más relevante: el país del Norte y, en menor medida, Europa occidental.
Repasemos: Argentina logró una votación histórica el pasado 9 de septiembre, cuando 132 países acompañaron la resolución que propone construir un marco legal internacional para el pago y cobro de deudas soberanas. La estrategia del país no fue vincular directamente a un gobierno o estado, sino acorralar a los intereses financieros dedicados a las especulación, mostrándolos como un disfuncionamiento de la economía mundial. Una mayoría abrumadora de países, de muy distintas condiciones apoyó la propuesta. Del diminuto estado de Eritrea a China, pasando por Chile y Rusia, 124 países votaron el pedido argentino.
Sin embargo, el pequeño grupo de países que se opuso mostró también que esa regulación de las prácticas especulativas tienen Estados que las abrigan y protegen. Estados Unidos, Alemania, Gran Bretaña y Japón, las grandes plazas financieras del mundo, apenas sumaron a otros siete países al No, pero el peso específico de cada uno de ellos alcanza para entender que esa regulación deberá atravesar un poder enorme, afincado en gobiernos y estados nacionales muy concretos.
El miércoles pasado, cuando se inauguró la 69° Asamblea General de Naciones Unidas, esa ligazón entre intereses financieros y estados de carne y hueso quedó más en evidencia. La caracterización de “terrorismo financiero” por parte de la Presidenta, como espejo al planteo de las potencias mundial contra el terrorismo islámico fue con seguridad la más enfática, pero el pedido de reformulación de las instituciones financieras internacionales tuvo otros acompañamientos. Dilma Rousseff argumentó que es “imperioso poner fin al desajuste existente entre la creciente importancia de los países en vías de desarrollo en la economía mundial y su insuficiente participación en los procesos de toma de decisiones en las instituciones financieras internacionales como el FMI o el Banco Mundial. Y concluyó: “el riesgo que corren esas instituciones es que pierdan legitimidad”.
La operación semántica argentina de extender la palabra “terrorismo” hacia las prácticas financieras especulativas muestra la disyuntiva actual del mundo: o se refuerza el poder y las soberanías de los estados nacionales o la desestabilización y el caos se volverán la norma.
El mismo día, Cristina participó del Consejo de Seguridad, donde la Argentina ocupa un asiento temporal hasta fin de año. El Consejo tiene en total 15 miembros, diez de los cuales son rotativos. Los otros cinco miembros no sólo son permanentes: su voto tiene el poder de veto sobre cualquier resolución. Aún así, con estas desigualdades legales a la vista, la estrategia argentina fue llevar a ese reducto de poder concentrado el espíritu que es mayoría en la Asamblea General. La Presidenta llevó “preguntas” al Consejo: “No sabemos quién les compra el petróleo, no sabemos quién les vende las armas, no sabemos quién los ha entrenado”, dijo en referencia al terrorismo del Estado Islámico. En apareciendo se trató de un cuestionamiento “metodológico” (Argentina, de hecho, acompañó la resolución que pedía Estados Unidos), al mostrar la ineficacia de casi una década y media de “guerra contra el terrorismo”.
La aparente asepsia en cuestionar la “metodología” (lo que podría entenderse como señalar la forma y no el fondo del problema), lleva, sin embargo, a lugares más profundos. La “metodología” aplicada por las potencias en Medio Oriente fue la destrucción de los Estados nacionales que hubieran servido de contenedores reales ante la expansión terrorista. La arremetida vengadora de Bush después del atentado a las Torres Gemelas fue efectiva en destruir hasta los cimientos al estado iraquí, así como fomentar los grupos insurgentes en Siria y Libia, luego bombardeada por la OTAN. Una década después, dos de esos tres estados casi no existen y uno sobrevive como puede, en medio de una guerra civil.
La operación semántica argentina de extender la palabra “terrorismo” hacia las prácticas financieras especulativas muestra la disyuntiva actual del mundo: o se refuerza el poder y las soberanías de los estados nacionales o la desestabilización y el caos se volverán la norma. No hay combate real al terrorismo si las potencias económicas y militares, en lugar de reforzar a los estados más débiles, se convierten en sus verdugos.
El viernes, el canciller Héctor Timerman se presentó ante el Consejo de Derechos Humanos de la ONU, donde logró un apoyo similar al de la Asamblea. La noticia, además del acompañamiento, fue la persistencia de los mismos votos negativos. Estados Unidos, Alemania y Japón mostraron que las prácticas especulativas, en general vistas como “globales” tienen defensores “nacionales” bien definidos y consecuentes.
Y en esa misma tendencia, donde los anónimos intereses financieros se recuestan sobre algunos estados y gobiernos muy concretos, se puede inscribir el último paso dado ayer por el juez Griesa, tanto la respuesta argentina. La declaración de “desacato”, en su absurdo, no muestra sólo a un juez senil, sino también una rémora imperial. Lo que lleva a una respuesta en ese mismo registro, como se vio en los tuits presidenciales, posteriores al fallo: “USA como Estado es el único responsable por las acciones de cualquiera de sus órganos, como la reciente decisión de su Poder Judicial.”
La disputa que, hasta este momento, Argentina había tenido contra un fondo de inversión privado, en su desarrollo, más allá de las intenciones de los protagonistas, se fue corriendo hacia los gobiernos de Estados Unidos y Europa, quienes por acción u omisión, parecen elegir el “caos” financieros antes que el “orden” de las soberanías estatales.