Desde la confirmación del rumor de su asesinato, el chavismo en las redes sociales extendió un dato político, público y notorio: Robert Serra fue designado para dirigir las investigaciones de la Asamblea Nacional en torno al ya muy connotado caso de Lorent Saleh y sus confesiones conspirativas que corroboran la frondosa trama contra Venezuela Bolivariana, señalando la bisagra entre los operadores de «La Salida» y la ultraviolencia paramilitarizada que tiene en Álvaro Uribe Vélez su más sonado gestor y en el parauribismo a sus aguantadores logísticos.
Hay obviedades que atormentan, y el asesinato ayer en la noche de Robert Serra y María Herrera es una de ellas. Ambos jóvenes de la primera generación formada integralmente en el chavismo.
Al momento de cerrar esta nota, la batalla informativa se centra en instalar una vez más, de forma automática, la matriz despolitizadora que desvincula oportunamente el crimen organizado y la combinación de todas las formas de lucha (la guerra integral) del fascismo criollo.
Ya eran suficientes las revelaciones que hasta el momento fueron difundidas y extendidas, a tal punto que la contundencia de los elementos llevó al bestiario de la dirigencia opositora al balbuceo unificado y en coro (cuando algo se vieron obligados a decir): «Saleh le debe una explicación al país». La monotonía produce un silencio brutalmente ruidoso.
Quien a esta altura de la historia no quiera unir los puntos políticos de la trama alrededor del asesinato puede parar de leer en este momento y de paso irse a la mierda.
El lenguaje simbólico
Arrancando (literalmente) el último trimestre del año, en pleno intento de re-enrarecer la atmósfera desde todos los frentes, asesinan en su casa, de forma brutal, al comisionado por el poder legislativo de una de las más delicadas investigaciones en curso de la actualidad política.
El asesinato es perpetrado en el propio domicilio de las víctimas en La Pastora, zona que delimita la frontera total de la identidad política en Caracas, circuito electoral (Circuito 2) en el que Serra ejercía representación parlamentaria: territorio electoral donde se asientan el 23 de Enero, Catia, Lídice, La Pastora y Altagracia: el núcleo duro del activismo chavista y la organización popular. Serra era su diputado.
Serra entra en la palestra política en 2007 como una de las figuras con mayor desarrollo político de la dirigencia estudiantil chavista de ese momento; el mensaje está establecido, el lenguaje simbólico claro: les vamos matando a la nueva generación política, queremos quemar a las voces que sintetizan las visiones emergentes dentro del chavismo. Su carácter y su actitud también eran un problema.
Porque Serra, además, se licenció como abogado en la Universidad Católica Andrés Bello, se les graduó el muchacho chavista en las narices. En los hechos es muy difícil no recordar, no asociar, el llamado del Presidente a que los candidatos para las elecciones legislativas de 2015 de al menos 50% de las candidaturas de la Revolución Bolivariana fueran menores de 30. El mensaje se profundiza.
Con la muerte de Robert Serra y María Herrera también quieren matar un mundo. Conmoción y pavor.
Cuando el vacío sólo produce vacío
En este preciso instante testimoniamos el engordamiento y el picando alante de los sospechosos habituales en la movida habitual: «Se trata de un caso de hampa común», «se maneja la hipótesis de crimen pasional», la complejidad es totalmente incompatible con el idiotismo programado. Ya es un acto reflejo. Y eso lo hace más incompatible. Se hunden en su propia mierda con tal de desinformar.
Resulta extremadamente difícil parapetear el asesinato de Robert Serra y María Herrera dentro del esquema interesadamente chato de un caso de hampa común
¿Qué hace creer que si en un asesinato de esta naturaleza participan elementos del crimen organizado se cancele automáticamente cualquier implicación política, sobre todo con un modo de violencia que es esencialmente privada, privatizada y por contrato? ¿Qué hace posible que el sicariato deje de ser político justamente cuando son figuras políticas las asesinadas?
La otra violencia
Coronando el ascenso de asesinatos no exentos de brutalizaciones, mutilaciones, hiperviolencia y conmoción, al momento en que se destaca un patrón en común y se certifica el salto cualitativo de la violencia criminal, como si todos hubieran hecho el mismo curso –eso que falsimedia tanto goza homologando como «inseguridad», como si no fuera desentrañable elemento alguno que certifique la nueva modalidad de la guerra–, la plataforma mediática insiste y se desfasa.
Si en el contexto de guerra que aquí hemos denunciado desde siempre te lo viven permanentemente aplanando con simplificaciones y mitificaciones desinformativas, anulando todos los vectores, es porque se trata de otra pata de la misma guerra, de la misma guerra informativa.
A la tartamudez de la MUD le tocará ahora lidiar con las zonas oscuras que le montan presión y que más claro no le pueden poner el mensaje de que tienen que esquivar el diálogo como sea.
El ministro Miguel Rodríguez Torres sostuvo que el hecho «fue un homicidio intencional, planificado y organizado al detalle, con mucha técnica», y Rodríguez Torres tiene tiempo denunciando el fenómeno nada orgánico de la «tecnificación» del hampa, de esa escuela. En su momento lo llamó la «colombianización» de la violencia criminal.
Contra el lenguaje estrictamete tecnificado
La tendencia a que crímenes que por todos los costados son políticos se queden en aspectos estrictamente criminológicos, divorciándolos de su dimensión real y oscureciendo elementos que apuntan a una interpretación menos limitada, la vivimos cuando en el asesinato de Eliécer Otaiza la contundencia de los hechos rebasó el marco que los trataba de encerrar y superó los límites de tales convenciones. Como si la cantidad de carajitos señalados como los responsables directos del asesinato hubieran operado solos, se queda por fuera la pregunta final: quién los dirigía.
Sea por la razón que sea, resulta extremadamente difícil parapetear el asesinato de Robert Serra y María Herrera dentro del esquema interesadamente chato de un caso de hampa común. Cuando en el centro de la historia está el clarísimo hecho de que no sólo fueron asesinados sino que tenían que sufrir, se descartan, al menos para la calle chavista, los móviles habitualmente esgrimidos como un hecho de sangre más, encapsulado en esa narrativa embaulada.
Ya Rodríguez Torres descartó tales móviles, igual que nosotros en la calle. Fue un crimen político.
Hay obviedades que atormentan, y el asesinato ayer en la noche de Robert Serra y María Herrera es una de ellas. Ambos jóvenes de la primera generación formada integralmente en el chavismo.
Al momento de cerrar esta nota, la batalla informativa se centra en instalar una vez más, de forma automática, la matriz despolitizadora que desvincula oportunamente el crimen organizado y la combinación de todas las formas de lucha (la guerra integral) del fascismo criollo.
Ya eran suficientes las revelaciones que hasta el momento fueron difundidas y extendidas, a tal punto que la contundencia de los elementos llevó al bestiario de la dirigencia opositora al balbuceo unificado y en coro (cuando algo se vieron obligados a decir): «Saleh le debe una explicación al país». La monotonía produce un silencio brutalmente ruidoso.
Quien a esta altura de la historia no quiera unir los puntos políticos de la trama alrededor del asesinato puede parar de leer en este momento y de paso irse a la mierda.
El lenguaje simbólico
Arrancando (literalmente) el último trimestre del año, en pleno intento de re-enrarecer la atmósfera desde todos los frentes, asesinan en su casa, de forma brutal, al comisionado por el poder legislativo de una de las más delicadas investigaciones en curso de la actualidad política.
El asesinato es perpetrado en el propio domicilio de las víctimas en La Pastora, zona que delimita la frontera total de la identidad política en Caracas, circuito electoral (Circuito 2) en el que Serra ejercía representación parlamentaria: territorio electoral donde se asientan el 23 de Enero, Catia, Lídice, La Pastora y Altagracia: el núcleo duro del activismo chavista y la organización popular. Serra era su diputado.
Serra entra en la palestra política en 2007 como una de las figuras con mayor desarrollo político de la dirigencia estudiantil chavista de ese momento; el mensaje está establecido, el lenguaje simbólico claro: les vamos matando a la nueva generación política, queremos quemar a las voces que sintetizan las visiones emergentes dentro del chavismo. Su carácter y su actitud también eran un problema.
Porque Serra, además, se licenció como abogado en la Universidad Católica Andrés Bello, se les graduó el muchacho chavista en las narices. En los hechos es muy difícil no recordar, no asociar, el llamado del Presidente a que los candidatos para las elecciones legislativas de 2015 de al menos 50% de las candidaturas de la Revolución Bolivariana fueran menores de 30. El mensaje se profundiza.
Con la muerte de Robert Serra y María Herrera también quieren matar un mundo. Conmoción y pavor.
Cuando el vacío sólo produce vacío
En este preciso instante testimoniamos el engordamiento y el picando alante de los sospechosos habituales en la movida habitual: «Se trata de un caso de hampa común», «se maneja la hipótesis de crimen pasional», la complejidad es totalmente incompatible con el idiotismo programado. Ya es un acto reflejo. Y eso lo hace más incompatible. Se hunden en su propia mierda con tal de desinformar.
Resulta extremadamente difícil parapetear el asesinato de Robert Serra y María Herrera dentro del esquema interesadamente chato de un caso de hampa común
¿Qué hace creer que si en un asesinato de esta naturaleza participan elementos del crimen organizado se cancele automáticamente cualquier implicación política, sobre todo con un modo de violencia que es esencialmente privada, privatizada y por contrato? ¿Qué hace posible que el sicariato deje de ser político justamente cuando son figuras políticas las asesinadas?
La otra violencia
Coronando el ascenso de asesinatos no exentos de brutalizaciones, mutilaciones, hiperviolencia y conmoción, al momento en que se destaca un patrón en común y se certifica el salto cualitativo de la violencia criminal, como si todos hubieran hecho el mismo curso –eso que falsimedia tanto goza homologando como «inseguridad», como si no fuera desentrañable elemento alguno que certifique la nueva modalidad de la guerra–, la plataforma mediática insiste y se desfasa.
Si en el contexto de guerra que aquí hemos denunciado desde siempre te lo viven permanentemente aplanando con simplificaciones y mitificaciones desinformativas, anulando todos los vectores, es porque se trata de otra pata de la misma guerra, de la misma guerra informativa.
A la tartamudez de la MUD le tocará ahora lidiar con las zonas oscuras que le montan presión y que más claro no le pueden poner el mensaje de que tienen que esquivar el diálogo como sea.
El ministro Miguel Rodríguez Torres sostuvo que el hecho «fue un homicidio intencional, planificado y organizado al detalle, con mucha técnica», y Rodríguez Torres tiene tiempo denunciando el fenómeno nada orgánico de la «tecnificación» del hampa, de esa escuela. En su momento lo llamó la «colombianización» de la violencia criminal.
Contra el lenguaje estrictamete tecnificado
La tendencia a que crímenes que por todos los costados son políticos se queden en aspectos estrictamente criminológicos, divorciándolos de su dimensión real y oscureciendo elementos que apuntan a una interpretación menos limitada, la vivimos cuando en el asesinato de Eliécer Otaiza la contundencia de los hechos rebasó el marco que los trataba de encerrar y superó los límites de tales convenciones. Como si la cantidad de carajitos señalados como los responsables directos del asesinato hubieran operado solos, se queda por fuera la pregunta final: quién los dirigía.
Sea por la razón que sea, resulta extremadamente difícil parapetear el asesinato de Robert Serra y María Herrera dentro del esquema interesadamente chato de un caso de hampa común. Cuando en el centro de la historia está el clarísimo hecho de que no sólo fueron asesinados sino que tenían que sufrir, se descartan, al menos para la calle chavista, los móviles habitualmente esgrimidos como un hecho de sangre más, encapsulado en esa narrativa embaulada.
Ya Rodríguez Torres descartó tales móviles, igual que nosotros en la calle. Fue un crimen político.