ROSARIO.- La etiología es la disciplina que estudia las causas de las cosas. Existe la etiología médica, que se ocupa de desentrañar el origen, la razón de ser, la naturaleza íntima de las enfermedades. Una extensión de esa disciplina médica señala que la enfermedad tiene un comportamiento, se manifiesta de una manera, consiste fundamentalmente en tales características porque su origen marca que no puede expresarse de otra manera. Como dirían los romanos: sine ira et studio, es decir, sin ánimo adverso sino con intención de desentrañar el fenómeno, podríamos intentar la etiología del peronismo.
Es un movimiento político argentino nacido en los cuarteles e inventado, plasmado y dirigido hasta su muerte por un general. No es la única causa de nuestros desasosiegos. En muchos aspectos es una consecuencia. En medicina, ciertas anomalías tienen origen en un foco infeccioso. La enfermedad es una consecuencia de ese foco, pero en el desarrollo del proceso perturbador, la consecuencia a su vez se va convirtiendo, paulatinamente, en causa: la infección se generaliza y se desencadena una septicemia que es un círculo vicioso de causas y efectos recíprocos. Cualquier similitud o paralelismo con el tema que estamos tratando corre por cuenta del lector.
No se necesita ser sociólogo ni profesor para saber que el peronismo aparece como consecuencia de una sociedad perturbada. Desde 1930 el país vivía enfermo. El 6 de septiembre de ese año fue, a su vez, la consecuencia de causas anteriores que anidaban en nuestra sociedad. Un extranjero lúcido lo percibió con dos años de anticipación. José Ortega y Gasset nos visitó por primera vez en 1916. Quedó fascinado por nuestro país. Dijo que no conocía un conglomerado humano con más sed de imperio. Graficaba de esa manera nuestra confianza en nosotros mismos y el anhelo de futuro venturoso que nos impulsaba. Pero 16 años después, en 1928, advirtió extrañado el cambio. Dijo: «No sé qué le ha sucedido a esta sociedad, pero el argentino medio se ha convertido en un hombre a la defensiva». El hombre a la defensiva es aquel que ha perdido la confianza en sí mismo y como consecuencia de ello cree que la culpa de lo que le sucede es de los demás. Como ha dejado de creer en sí mismo, está dispuesto alternativamente a creer en cualquiera y en cualquier cosa. Esa sociedad abandonada no fue capaz de encontrar una cátedra de filosofía para Ortega que vivió entre nosotros, por tercera vez, entre 1939 y 1942 sin conseguirla. Esa sociedad abandonada fue ocupada, dos años después, por el Grupo de Oficiales Unidos, el GOU, que gestó y realizó el golpe de Estado del 4 de junio de 1943. No es ni un secreto ni una opinión, sino una flagrante verdad: los oficiales del GOU querían evitar la posible alineación del país contra el eje. Eran germanófilos. Uno de ellos, Juan Domingo Perón, había observado y aprendido los métodos y las tácticas de captación multitudinaria de Benito Mussolini en Italia. Esa sociedad italiana, seducida por ese verdadero encantador de serpientes, continuó bajo los efectos hipnóticos después de caído Mussolini. Guido de Ruggiero advertía, después de la guerra, en un libro titulado El retorno a la razón, la necesidad de escapar a ese efecto.
La generación de 1880, más allá y más acá de sus defectos, logró fraguar en su momento un país del primer mundo. Fue capaz de meter en las entretelas del alma de la sociedad argentina el anhelo por ser mejores. La herramienta fue el impulso oceánico de la educación popular. Querer ser mejor -aunque no se lo consiga- tiñe la vida del que aspira a ello, y la eleva.
El peronsimo, en manos de un formidable prestidigitador, como su maestro del balcón romano, éste en el balcón de la Plaza de Mayo, fue: «mañana es san Perón»; «alpargatas sí, libros no»; «haga patria, mate un estudiante»; eximición para todos los estudiantes secundarios con 4 por decreto presidencial; textos escolares plagados de imágenes del oficialismo de turno; el luto obligatorio; la afiliación partidaria forzosa. Alguien podría creer que se trata de pecados pasados. La vigencia de esos excesos aparece en los diarios de la actualidad con la catarata indebida del nombre del marido muerto.
Una ancha capa de nuestra sociedad se siente identificada y expresada por el peronismo. No carece y nunca ha carecido de autenticidad. Como el rosismo de Juan Manuel de Rosas en su tiempo, expresa a muchos. Pero en sus postrimerías, el rosismo no ofrecía más que reiteración y quietismo. No tenía porvenir. La generación del 80 -con rosistas como Urquiza, Vélez Sarsfield, Bernando de Irigoyen-, pero sin rosismo, fue capaz de superar el inmenso obstáculo.
La versión actual del rosismo hace más de medio siglo que nos hace girar y girar en el mismo lugar, como un malacate, sin avanzar. Más allá de los errores en general, nos trajo los horrores de los años 70. Ezeiza no es radical, ni conservador, ni socialista, ni comunista. Es peronista. Esa guerra entre los que abordaban la nave que creían viuda del peronismo y los que continuaban a bordo, porque estaban desde antes, sigue generando secuelas de lastimaduras en nuestros días, aparte de haber anegado en sangre el país en su momento.
El peronismo es un caleidoscopio. Puede ofrecer y ofrece cualquier combinación de formas y colores. Lo que no puede ofrecer -por su etiología- es solución ni porvenir..