Por Mario Wainfeld
El apodado G-6 aglutina a las más poderosas corporaciones patronales. Contrató los, costosos, servicios del estudio Cassagne y asociados para que reclamara la inconstitucionalidad de las leyes de Abastecimiento y de Defensa del Consumidor, aprobadas en septiembre. Las tratativas despuntaron durante la discusión parlamentaria, esto es antes de la sanción de las leyes.
Los letrados, anuncian sus portavoces, amén de la inconstitucionalidad, seguramente articularán un amparo o alguna medida cautelar para suspender su aplicación, mientras el pleito se eterniza… perdón, se tramita.
El aludido bufete tiene colonizados importantes fueros del Poder Judicial por tramas de relaciones, influencias en los nombramientos, lazos en cátedras, más otros motivos fáciles para conocer y difíciles de probar. Juegan de local ante juzgados y Cámaras. Quien litiga en su contra en esos fueros sería como un fiscal que quisiera acusar a Juan Román Riquelme en un juicio público, a tribuna llena, en la Bombonera. Acaso el parangón sea injusto con Román, quien se granjeó con armas nobles la aprobación del jurado masivo.
Cuando habla en confianza, con gentes a las que dice respetar, el presidente de la Corte Suprema, Ricardo Lorenzetti, reconoce la parcialidad con que actúan esos jueces o camaristas. Pero cuando, desde el púlpito, formula alabanzas sobre la “independencia del Poder Judicial” no toma en cuenta esas menudencias: jamás interfieren en su discurso. La independencia, entiende el cortesano, sólo debe diferenciarlo de los demás poderes públicos, sin que sea importante cómo se posiciona frente a los privados.
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La narrativa de los medios dominantes y de otros dueños del poder económico atribuye carácter rupturista a la demanda subvencionada por la parcialidad judicial. Es la primera vez que confrontan en conjunto contra los gobiernos kirchneristas, aducen. Han perdido el miedo, agregan cuando derrapan, si no a la literatura, a la ficción mal escrita.
La memoria de este cronista flaquea. Por ejemplo, cree recordar que hace seis años y medio hubo una protesta de las patronales agropecuarias contra el aumento de las alícuotas de las retenciones. Que apelaron a medidas de acción directa, llegando al extremo de actuar en repulsivos piquetes. Por su duración, extensión geográfica y gravedad, la medida de fuerza está entre las más lesivas de la rica historia de la protesta argentina. El escriba alucina que la jugada destituyente fue apoyada por otras corporaciones empresarias, entre ellas el mayor multimedios de la Argentina.
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El seudoconstitucionalismo de las corporaciones fue invocado hace más de cuatro años, cuando diputados oficialistas impulsaron un proyecto de ley para regular la participación de los trabajadores en las ganancias de (ciertas y determinadas) empresas.
El G-6 y algunos satélites pusieron el grito en el cielo, alegando que se atentaba contra el derecho de propiedad. Pasaban por alto que la participación obrera es un derecho constitucional, admitido en el artículo 14 bis. El mandato es, salvo excepciones honrosas, letra muerta.
La baja creatividad de la inmensa mayoría de los sindicatos (de la CGT que usted elija, en eso tampoco se distinguen mucho) hace que esas banderas no se enarbolen ni mucho menos motiven movidas o paros. La CGT opositora que los promueve con relativa frecuencia se centra en el mínimo no imponible de Ganancias o en la inseguridad o en otras demandas. El destinatario de los reclamos es casi siempre el Estado o el Gobierno, dirían ellos. Caducó el ansia de parar contra las patronales.
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En el Sheraton de Pilar se debatió sobre la relación entre Estado y mercado. Es un avance, si se compara con la productividad intelectual del mal designado Coloquio de IDEA, donde se monologa y a muy pocos se les cae una idea.
La polémica se enriquecería si se asumiera que la tensión es entre el sistema capitalista y el democrático. No es simple compatibilizarlos, aunque convivan en el mundo real. Conviene precaverse antes de formular veredictos apocalípticos o uniformes. Pero es interesante advertir que en esta etapa y en las democracias del centro del mundo (las europeas, en particular) los desempeños económico-sociales ruedan cuesta abajo. La recesión es la regla, acentuada por la gigantesca asimetría entre el peso del sistema financiero versus el productivo, por los bancos versus los ciudadanos de a pie.
El capitalismo real existente ahonda la desigualdad, desbarata derechos de los desunidos proletarios del mundo. Ellos padecen y la legitimidad democrática paga la factura, por doquier. La desigual pulseada entre sistemas políticos y mercado impacta en las preferencias ciudadanas. Ser oficialista es ir camino a una derrota electoral cercana, en tendencia. El balance incentiva la apatía, el descreimiento, los virajes a derecha o hacia el cualunquismo. Hay excepciones, como en cualquier orden de la vida.
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Judicializar está de moda, mucho más allá de las fronteras criollas. El acostumbramiento relaja la calidad de la política. El reproche vale para todas las banderías: también a denunciar por “sedición” a legisladores que aseguran que obstaculizarán cualquier pliego para ocupar la vacante en la Corte Suprema. La floja praxis política no debe equipararse con el delito. Tampoco con la inconstitucionalidad, ya que estamos.
La “burguesía nacional” tiene derecho a peticionar y a litigar, claro. También le cabe el deber de pagar impuestos o cargas sociales, que evade con saña tenaz. O de proveer todos los elementos de seguridad para los trabajadores que retacea para acamalar unas monedas.
Con una trayectoria democrática más que cuestionable, el gran empresariado concurre a los tribunales con ventajas indebidas, prepeando con el poder del dinero y las influencias. Le asisten buenas perspectivas de ser arropado por jueces indulgentes. Para ganar partidos a veces basta con un referí bombero. La fantasía del cronista lo induce a creer que algo así sucedió durante demasiados años con la Ley de Servicios de Comunicación Audiovisual.