Mundos íntimos.
Riesgos, represión, familia. Una tarde el autor supo que no iría más a la escuela, que iba a compartir casas-escondite con gente que no conocía. Corría 1976 y la actividad de sus padres en Montoneros los obligaba a ocultarse. Este texto recrea –desde la mirada inocente de un chico– los dilemas y los peligros a los que estuvo expuesto.
Temor. Si a la hora de la cena –recuerda Nicolás– no estaban todos en casa, había que salir a buscar refugio en una embajada. (Gerardo Del’Oro)
Nicolás Gadano. Economista.
Me gustaría recordar la fecha exacta, pero no puedo. Mis cuadernos de 5º grado, que mi mamá guardó con tesón, preservándolos de mudanzas y viajes, se interrumpen en algún momento del invierno de 1976. Esa tarde, mientras yo terminaba los deberes en la mesa de la cocina y mi hermano Julián miraba en la tele un capítulo de El hombre del rifle, mis viejos irrumpieron en la casa con el terror estampado en la cara. “Chicos, nos tenemos que ir ya”, nos dijeron en voz baja pero firme, mientras buscaban apurados ropa, documentos, las cosas del baño, algo de plata, y ponían todo desordenadamente en un par de bolsos. “¿Qué llevo, mamá?”, pregunté mientras guardaba el guardapolvos y la cartuchera en el portafolios.
Ya olvidé como fueron esos últimos minutos en nuestra casa de la calle Zapata 430. Pero sé que esa noche terminamos los cuatro en un departamento de dos ambientes sobre la avenida Pueyrredón, que tiempo después entendería era el bulo de un amigo de mi papá. Mis viejos durmieron en la habitación, y Julián y yo en unos sillones de ese living que todavía hoy recuerdo con alfombras peludas, muchos espejos y una frialdad desangelada.
A la mañana, cuando me desperté, mi viejo ya no estaba. Mientras desayunábamos le pregunté a mi mamá si estábamos muy lejos del colegio, intentando calcular a qué hora tendríamos que salir para llegar a tiempo. “No Nico, hoy no van a ir”, me contestó llorando. “No creo que puedan volver a la escuela”, agregó acariciándome. Viendo caer las lágrimas de mi mamá mientras contenía las mías, me di cuenta de que había sucedido algo serio, irreversible.
Estuvimos en el bulo un par de noches más, y luego pasamos por varias casas de amigos y conocidos. Una semana en un lugar, la semana siguiente en otro, por seguridad. Creo que con Julián viajamos por unos días al sur, a la casa de nuestros tíos en Roca. Mi viejo malvendió la casa de Zapata y terminamos instalándonos los cuatro en un departamento en la esquina de César Díaz y Artigas, en Floresta. Era un segundo piso por escalera muy venido a menos, chico, con un living y dos habitaciones, una para mis viejos y otra para nosotros.
Aunque sus compañeros caían uno tras otro, mi viejo continuaba con su militancia en Montoneros, cada vez más errática y agónica. Como ya había estado preso en la época de Onganía, y conocía en carne propia la dificultad de resistir a la tortura, había fijado una regla estricta para la que teníamos que estar preparados todos los días, sin excepción. Si a las nueve de la noche no había regresado, debíamos abandonar el departamento inmediatamente, y refugiarnos cuanto antes en alguna embajada. Cada día, cuando caía el sol, la angustia se adueñaba de todos nosotros y crecía con el paso de las horas, hasta que mi papá abría la puerta, entraba, y cerraba con llave. Mi mamá cocinaba, nosotros poníamos la mesa, y cenábamos juntos. En silencio.
Como mi viejo sospechaba que el portero del edificio podía ser un informante de la policía, todas las mañanas Julián y yo teníamos que fingir que íbamos a la escuela como dos chicos normales. Salíamos con el guardapolvos y el portafolios, y pasábamos las horas lejos del departamento, mayormente en la casa de unos amigos cercanos a la Tendencia. Fuimos a una “escuela montonera” que funcionaba en un lugar clandestino al que llegábamos “tabicados”, para evitar conocer la dirección del lugar. Pocas veces pasé por una experiencia tan triste: éramos sólo seis o siete chicos, de diferentes edades, y una joven militante apenas un poco mayor que nosotros oficiaba de maestra, tratando de enseñarnos algún concepto básico de historia o geografía que pudiéramos compartir.
Al volver, nos cruzábamos con otros chicos con guardapolvos que reían y disfrutaban de ese último rato entre amigos, antes de regresar a casa. Yo estaba ahí, a metros de ellos, pero ese mundo real al cual había pertenecido hasta unas semanas antes se me había esfumado, y estaba ahora a años luz de mi nueva vida. Aunque podía caminar las mismas veredas y respirar el mismo aire que ellos, comenzaba a darme cuenta de que vivía en una dimensión engañosamente parecida, pero absolutamente diferente.
Muchas veces tuve la fantasía de tomarme un colectivo y volver a mi escuela de la calle Humboldt, en el horario de la salida. Quería ver a mis compañeros, contarles lo que había pasado, explicarles por qué había dejado de ir al colegio de un día para el otro. Pero sabía que era peligroso, las reglas estrictas de la clandestinidad no lo permitían. No podía hacerles eso a mis viejos. Y no lo hice.
Sin parientes, sin amigos, y con el clima de paranoia permanente que nos rodeaba, nuestra vida social se redujo a cero. Algunas tardes salíamos con Julián a dar vueltas por el barrio con un par de bicis que nos habían prestado nuestros primos. Cuando nos quedábamos en el departamento, jugábamos interminables partidos de TEG, sin objetivos, “a conquistar el mundo”.
Las horas pasaban y nos costaba llenarlas con algo para hacer. Un día, tirados en el piso del living y ya aburridos de tanto TEG, empezamos a desafiarnos a jugar unos partidos de fútbol que se resolvían de manera muy sencilla. “River”, decía Julián y tiraba un dado: “2” ; “San Lorenzo”, contestaba yo y tiraba el mío: “5. Ganó San Lorenzo 5 a 2”. Los dados sellaban el inapelable resultado del partido.
Con ese método, tirando los dados, decidimos organizar campeonatos enteros de futbol, y registrar los resultados de cada fecha y la tabla de posiciones. Hicimos campeonatos de primera “A”, de primera “B”, de la “C” y de la “D”, y hasta una Copa del Mundo con todos los países. El Mundial lo ganó Portugal, imponiéndose ante Australia por 6 a 2.
Para anotar los resultados y las posiciones, usábamos las hojas en blanco que nos quedaban libres en los cuadernos Laprida de la escuela. En cada fecha, para actualizar la tabla de posiciones, borrábamos y anotábamos; borrábamos y anotábamos. Hasta que el cuaderno empezó a gastarse, aparecieron agujeros de tanto borrar, y tuvimos que pensar en otras alternativas.
Decidimos armar una monumental tabla de posiciones en la pared de nuestra pieza. Diseñamos una matriz que ocupaba toda la pared con los nombres de los clubes en las filas, y las estadísticas en las columnas: partidos jugados, ganados, empatados y perdidos; goles a favor, goles en contra y puntos. En cada casillero pusimos un clavo en la pared, y con unas cartulinas armamos las tarjetas que luego intercambiábamos de acuerdo a los resultados de nuestros partidos.
Pasamos varios meses viviendo de esa forma, hasta que mi mamá dijo basta. A partir del día en que abandonamos la casa de la calle Zapata ella quiso escaparse, irse bien lejos, proteger a su familia de lo que era una tragedia inminente. Pero mi viejo se resistía. Para él, exiliarse era bajar los brazos, abandonar la lucha de toda su vida adulta, traicionar a sus compañeros. Con esa fuerza y determinación que mantuvo hasta el final de su vida, mi vieja tomó una decisión difícil: dejar a mi papá sólo en Buenos Aires, y exiliarnos los tres en Brasil.
Teníamos poca plata para un avión, y mucho miedo a los controles de Ezeiza. Tomamos un micro que luego de muchas horas nos dejó en Puerto Iguazú. Un valiente amigo de mi mamá nos acompañó de incógnito todo el viaje para asegurarse de que saliéramos del país sin inconvenientes.
En la frontera no había puente, y cruzamos el río en una balsa. Del otro lado, esperamos un rato en la rodoviaria hasta que nos subimos a otro micro que muchas horas después, nos dejaría en Río de Janeiro. Otro solidario amigo de mi vieja, Mario Hamilton, nos recibió con su familia en su departamento del barrio Laranjeiras. Fueron semanas complicadas. Vivíamos en una casa ajena, no entendíamos el idioma, no íbamos a la escuela, y extrañábamos a mi papá y a la Argentina.
Un día mi vieja nos contó que nos volvíamos a Buenos Aires, en plena dictadura. Recuerdo la cara de disgusto de Mario, a su lado, abiertamente en desacuerdo. Yo estaba contento, quería ver a mi papá y no era consciente de los riesgos que corríamos. Ya siendo adulto, nunca compartí su decisión de volver y exponernos de esa forma. Aunque con el tiempo pude entenderla. Mi mamá sabía a lo que nos exponíamos, pero amaba a mi viejo y no estaba dispuesta a separarse de nosotros.
Otra vez los tres en micro, hicimos el camino de vuelta. Primero Puerto Iguazú, después Buenos Aires. Cuando llegamos a la terminal de Once, mi papá nos estaba esperando con un bigote nuevo que me hizo reír. Quienes conocen a mi viejo sabrán que era un intento bastante infructuoso de cambiar de aspecto para pasar desapercibido.
Estuvimos algunas semanas más en el departamento de Floresta. Julián y yo terminamos durmiendo en el living, porque una pareja de jóvenes militantes acorralados por la represión y sin un lugar en donde refugiarse se instaló en nuestro cuarto. Afortunadamente para todos, mi mamá se salió con la suya. En algún momento mi viejo cedió, y aceptó dejar el país. Otra vez a Río de Janeiro, y luego a México, donde nos cobijaría la paz y el amor de ese noble país.
Volvimos a Buenos Aires en 1983. Cuando terminó la dictadura, regresé al departamento, que de acuerdo a los vecinos, había sido allanado por los militares. Nunca supimos qué pasó con la pareja que se había quedado viviendo allí cuando nos fuimos. Los muebles, enseres y libros que habíamos dejado en el departamento ya no estaban, y también se habían llevado los artefactos del baño, el calefón, el horno, y los muebles de la cocina.
Me resultó difícil encontrar señales de nuestro paso por ese lugar. Pero cuando entré a la que había sido nuestra pieza, en la pared frente a la ventana, todavía resistían los clavos de la tabla de posiciones que en aquellos días tan difíciles habían sido testigos de las glorias deportivas de Vélez, Almagro, Flandria, Bolivia, y tantos equipos favorecidos por los dados que con mi hermano tirábamos, una y otra vez, como en trance, entregados al destino de un golpe de suerte.
Riesgos, represión, familia. Una tarde el autor supo que no iría más a la escuela, que iba a compartir casas-escondite con gente que no conocía. Corría 1976 y la actividad de sus padres en Montoneros los obligaba a ocultarse. Este texto recrea –desde la mirada inocente de un chico– los dilemas y los peligros a los que estuvo expuesto.
Temor. Si a la hora de la cena –recuerda Nicolás– no estaban todos en casa, había que salir a buscar refugio en una embajada. (Gerardo Del’Oro)
Nicolás Gadano. Economista.
Me gustaría recordar la fecha exacta, pero no puedo. Mis cuadernos de 5º grado, que mi mamá guardó con tesón, preservándolos de mudanzas y viajes, se interrumpen en algún momento del invierno de 1976. Esa tarde, mientras yo terminaba los deberes en la mesa de la cocina y mi hermano Julián miraba en la tele un capítulo de El hombre del rifle, mis viejos irrumpieron en la casa con el terror estampado en la cara. “Chicos, nos tenemos que ir ya”, nos dijeron en voz baja pero firme, mientras buscaban apurados ropa, documentos, las cosas del baño, algo de plata, y ponían todo desordenadamente en un par de bolsos. “¿Qué llevo, mamá?”, pregunté mientras guardaba el guardapolvos y la cartuchera en el portafolios.
Ya olvidé como fueron esos últimos minutos en nuestra casa de la calle Zapata 430. Pero sé que esa noche terminamos los cuatro en un departamento de dos ambientes sobre la avenida Pueyrredón, que tiempo después entendería era el bulo de un amigo de mi papá. Mis viejos durmieron en la habitación, y Julián y yo en unos sillones de ese living que todavía hoy recuerdo con alfombras peludas, muchos espejos y una frialdad desangelada.
A la mañana, cuando me desperté, mi viejo ya no estaba. Mientras desayunábamos le pregunté a mi mamá si estábamos muy lejos del colegio, intentando calcular a qué hora tendríamos que salir para llegar a tiempo. “No Nico, hoy no van a ir”, me contestó llorando. “No creo que puedan volver a la escuela”, agregó acariciándome. Viendo caer las lágrimas de mi mamá mientras contenía las mías, me di cuenta de que había sucedido algo serio, irreversible.
Estuvimos en el bulo un par de noches más, y luego pasamos por varias casas de amigos y conocidos. Una semana en un lugar, la semana siguiente en otro, por seguridad. Creo que con Julián viajamos por unos días al sur, a la casa de nuestros tíos en Roca. Mi viejo malvendió la casa de Zapata y terminamos instalándonos los cuatro en un departamento en la esquina de César Díaz y Artigas, en Floresta. Era un segundo piso por escalera muy venido a menos, chico, con un living y dos habitaciones, una para mis viejos y otra para nosotros.
Aunque sus compañeros caían uno tras otro, mi viejo continuaba con su militancia en Montoneros, cada vez más errática y agónica. Como ya había estado preso en la época de Onganía, y conocía en carne propia la dificultad de resistir a la tortura, había fijado una regla estricta para la que teníamos que estar preparados todos los días, sin excepción. Si a las nueve de la noche no había regresado, debíamos abandonar el departamento inmediatamente, y refugiarnos cuanto antes en alguna embajada. Cada día, cuando caía el sol, la angustia se adueñaba de todos nosotros y crecía con el paso de las horas, hasta que mi papá abría la puerta, entraba, y cerraba con llave. Mi mamá cocinaba, nosotros poníamos la mesa, y cenábamos juntos. En silencio.
Como mi viejo sospechaba que el portero del edificio podía ser un informante de la policía, todas las mañanas Julián y yo teníamos que fingir que íbamos a la escuela como dos chicos normales. Salíamos con el guardapolvos y el portafolios, y pasábamos las horas lejos del departamento, mayormente en la casa de unos amigos cercanos a la Tendencia. Fuimos a una “escuela montonera” que funcionaba en un lugar clandestino al que llegábamos “tabicados”, para evitar conocer la dirección del lugar. Pocas veces pasé por una experiencia tan triste: éramos sólo seis o siete chicos, de diferentes edades, y una joven militante apenas un poco mayor que nosotros oficiaba de maestra, tratando de enseñarnos algún concepto básico de historia o geografía que pudiéramos compartir.
Al volver, nos cruzábamos con otros chicos con guardapolvos que reían y disfrutaban de ese último rato entre amigos, antes de regresar a casa. Yo estaba ahí, a metros de ellos, pero ese mundo real al cual había pertenecido hasta unas semanas antes se me había esfumado, y estaba ahora a años luz de mi nueva vida. Aunque podía caminar las mismas veredas y respirar el mismo aire que ellos, comenzaba a darme cuenta de que vivía en una dimensión engañosamente parecida, pero absolutamente diferente.
Muchas veces tuve la fantasía de tomarme un colectivo y volver a mi escuela de la calle Humboldt, en el horario de la salida. Quería ver a mis compañeros, contarles lo que había pasado, explicarles por qué había dejado de ir al colegio de un día para el otro. Pero sabía que era peligroso, las reglas estrictas de la clandestinidad no lo permitían. No podía hacerles eso a mis viejos. Y no lo hice.
Sin parientes, sin amigos, y con el clima de paranoia permanente que nos rodeaba, nuestra vida social se redujo a cero. Algunas tardes salíamos con Julián a dar vueltas por el barrio con un par de bicis que nos habían prestado nuestros primos. Cuando nos quedábamos en el departamento, jugábamos interminables partidos de TEG, sin objetivos, “a conquistar el mundo”.
Las horas pasaban y nos costaba llenarlas con algo para hacer. Un día, tirados en el piso del living y ya aburridos de tanto TEG, empezamos a desafiarnos a jugar unos partidos de fútbol que se resolvían de manera muy sencilla. “River”, decía Julián y tiraba un dado: “2” ; “San Lorenzo”, contestaba yo y tiraba el mío: “5. Ganó San Lorenzo 5 a 2”. Los dados sellaban el inapelable resultado del partido.
Con ese método, tirando los dados, decidimos organizar campeonatos enteros de futbol, y registrar los resultados de cada fecha y la tabla de posiciones. Hicimos campeonatos de primera “A”, de primera “B”, de la “C” y de la “D”, y hasta una Copa del Mundo con todos los países. El Mundial lo ganó Portugal, imponiéndose ante Australia por 6 a 2.
Para anotar los resultados y las posiciones, usábamos las hojas en blanco que nos quedaban libres en los cuadernos Laprida de la escuela. En cada fecha, para actualizar la tabla de posiciones, borrábamos y anotábamos; borrábamos y anotábamos. Hasta que el cuaderno empezó a gastarse, aparecieron agujeros de tanto borrar, y tuvimos que pensar en otras alternativas.
Decidimos armar una monumental tabla de posiciones en la pared de nuestra pieza. Diseñamos una matriz que ocupaba toda la pared con los nombres de los clubes en las filas, y las estadísticas en las columnas: partidos jugados, ganados, empatados y perdidos; goles a favor, goles en contra y puntos. En cada casillero pusimos un clavo en la pared, y con unas cartulinas armamos las tarjetas que luego intercambiábamos de acuerdo a los resultados de nuestros partidos.
Pasamos varios meses viviendo de esa forma, hasta que mi mamá dijo basta. A partir del día en que abandonamos la casa de la calle Zapata ella quiso escaparse, irse bien lejos, proteger a su familia de lo que era una tragedia inminente. Pero mi viejo se resistía. Para él, exiliarse era bajar los brazos, abandonar la lucha de toda su vida adulta, traicionar a sus compañeros. Con esa fuerza y determinación que mantuvo hasta el final de su vida, mi vieja tomó una decisión difícil: dejar a mi papá sólo en Buenos Aires, y exiliarnos los tres en Brasil.
Teníamos poca plata para un avión, y mucho miedo a los controles de Ezeiza. Tomamos un micro que luego de muchas horas nos dejó en Puerto Iguazú. Un valiente amigo de mi mamá nos acompañó de incógnito todo el viaje para asegurarse de que saliéramos del país sin inconvenientes.
En la frontera no había puente, y cruzamos el río en una balsa. Del otro lado, esperamos un rato en la rodoviaria hasta que nos subimos a otro micro que muchas horas después, nos dejaría en Río de Janeiro. Otro solidario amigo de mi vieja, Mario Hamilton, nos recibió con su familia en su departamento del barrio Laranjeiras. Fueron semanas complicadas. Vivíamos en una casa ajena, no entendíamos el idioma, no íbamos a la escuela, y extrañábamos a mi papá y a la Argentina.
Un día mi vieja nos contó que nos volvíamos a Buenos Aires, en plena dictadura. Recuerdo la cara de disgusto de Mario, a su lado, abiertamente en desacuerdo. Yo estaba contento, quería ver a mi papá y no era consciente de los riesgos que corríamos. Ya siendo adulto, nunca compartí su decisión de volver y exponernos de esa forma. Aunque con el tiempo pude entenderla. Mi mamá sabía a lo que nos exponíamos, pero amaba a mi viejo y no estaba dispuesta a separarse de nosotros.
Otra vez los tres en micro, hicimos el camino de vuelta. Primero Puerto Iguazú, después Buenos Aires. Cuando llegamos a la terminal de Once, mi papá nos estaba esperando con un bigote nuevo que me hizo reír. Quienes conocen a mi viejo sabrán que era un intento bastante infructuoso de cambiar de aspecto para pasar desapercibido.
Estuvimos algunas semanas más en el departamento de Floresta. Julián y yo terminamos durmiendo en el living, porque una pareja de jóvenes militantes acorralados por la represión y sin un lugar en donde refugiarse se instaló en nuestro cuarto. Afortunadamente para todos, mi mamá se salió con la suya. En algún momento mi viejo cedió, y aceptó dejar el país. Otra vez a Río de Janeiro, y luego a México, donde nos cobijaría la paz y el amor de ese noble país.
Volvimos a Buenos Aires en 1983. Cuando terminó la dictadura, regresé al departamento, que de acuerdo a los vecinos, había sido allanado por los militares. Nunca supimos qué pasó con la pareja que se había quedado viviendo allí cuando nos fuimos. Los muebles, enseres y libros que habíamos dejado en el departamento ya no estaban, y también se habían llevado los artefactos del baño, el calefón, el horno, y los muebles de la cocina.
Me resultó difícil encontrar señales de nuestro paso por ese lugar. Pero cuando entré a la que había sido nuestra pieza, en la pared frente a la ventana, todavía resistían los clavos de la tabla de posiciones que en aquellos días tan difíciles habían sido testigos de las glorias deportivas de Vélez, Almagro, Flandria, Bolivia, y tantos equipos favorecidos por los dados que con mi hermano tirábamos, una y otra vez, como en trance, entregados al destino de un golpe de suerte.
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