Sábado 10 de enero de 2015 | Publicado en edición impresa
Verano 2015
Una recorrida sin reservas por la noche, los códigos, los lugares y las fiestas que orbitan entre lo VIP y la extravagancia de parodiarse a si mismos
El Gran Baile No me Olvides en el bosque, una de los momentos ineludibles de la noche esteña. Foto: LA NACION / Diego Lima
PUNTA DEL ESTE.- Son las 4.40 AM y la noche recién despunta. El francés David Guetta acaba de culminar su hipnótico megashow del Movistar Summer Fest en El Jagüel, ante una multitud de 8000 almas eufóricas. En el sector VIP (a no confundirse: está el VIP, a secas, y el otro ultra, hiper-VIP, al que se accede con doble precinto) comienza el éxodo humano: huestes en hilera que rumbean hacia el caos del estacionamiento en los jardines del predio, también diferenciado entre quienes estacionan a pasos del escenario, los Very Important People, y los obligados a caminar 20 cuadras: todos los demás. Aunque ahora propios y ajenos mezclados avanzan a paso de tortuga -en el Este todavía no inventaron las rutas VIP; es sólo cuestión de tiempo-. Muchos se detienen en los puestos de choris y panchos gourmets, con sabrosas salsas de aceitunas con limón y eneldo, antes de enfilar hacia «el» boliche en el Este: Tequila. Hay que terminar la noche (o el día) como corresponde. Con un Tequilazo. Los más prudentes bailarán en ese otro VIP de La Barra hasta las 8 AM. Los insaciables (sobran) en afters hasta las 10, con el sol encegueciendo retinas que durante horas sólo se acostumbraron a las estridencias de los LED y del centelleo psicodélico del escenario de Guetta.
En ese altar, erguido a 20 metros del suelo, el rey zamarreaba a sus anchas a sus súbditos, incluidos los espíritus más parcos. Había que estar allí para ver la metamorfosis eufórica de Alejandro Gravier y de Valeria Mazza brincando, literalmente, hacia el cielo con las manos sacudidas en alto, cuando el hit «With or without you» relampagueó en el escenario. No eran los únicos. Candelaria, Micaela y Francisco Tinelli, empresarios como Pablo Roemmers y Gianfranco Macri, Isabel Macedo, Nicole Newmann, Fabián Cubello y otra ristra de rich & famous, como el piloto de Fórmula 1, Gastón Mazzacane, Esmeralda Mitre y Darío Lopérfido, hacían lo propio, sin perder una gota de glamour: gasas, brillos, plataformas de vértigo, para ellas; pantalones blancos, camisas de Etiqueta Negra y foulards de seda, para los caballeros. Todos ejercitaban el arte de las selfies. Porque si hay algo caduco en el Este es que una persona ajena al grupo de pertenencia inmortalice el momento. Rito decimonónico. Puro siglo pasado. Los drones sobrevolando la marea humana dieron cuenta de ello. De paso, emprender semejante fiestón, sin el ojo fisgón de un drone es como prohibir los celulares en una activación de marca. Contrasentido decimonónico. Pero ahora había que llegar a Tequila. En lo posible, sin enmarañarse ni perderse en la desconcentración.
Aunque la puerta del boliche más top mostró luego desertores. Allí, si uno no es auténticamente VIP, por efecto mediático, grosor de billetera o tarjeta black de titanio, irrumpe el estrés. El Ábrete, Sésamo, se sabe, es una lotería. De unas 70 inclaudicables almas en la entrada ingresan dos o tres. La preferencia suelen ser las Barbies lituanas y argentinas con hot pants y crop tops.
Este año volvieron las franjas de estómagos (planos como galletitas de agua) al aire entre brillos de paillets, flecos de todos los largos y entramados de encajes y sedas de motivos tropicales. Decir que los porteros de Tequila tienen cara poco amigable es ser naïve. Simulan ser un ejército de EI. No decapitan. Simplemente, maltratan con estudiada indiferencia. Hay que ponerle actitud para traspasar esa barrera, custodiada como Guantánamo. O invocar nombres clave: Osvaldo, Paola. Así, a secas, en alusión al dueño de Tequila, Osvaldo Brucco, y a la RR.PP. Paola Pravato. El alarde puede resultar estéril, ya que ellos hacen guardia pasiva a metros de la puerta y una fugaz mirada a la porteros, siempre fulminante, aprueba o desaprueba, con sólo un movimiento de retinas. Con los medios de prensa tampoco son benévolos. «Podés ser del New York Times, pero si no les gustás, no entrás», comentaba un rezagado en la puerta, quien noche tras noche soporta el haraquiri: horas de espera hasta que logra entrar. Pero a veces, hasta el más ignoto se saca la lotería dos veces y se le flanquea incluso el ingreso al aterciopelado VIP.
Daniel, el guardavallas, famoso por sus formas adustas, tiene bien ganada su fama. En su área de penales, como Chiquito Romero en semifinal con Holanda, entre mozas-beldades caracterizadas como sirenas bailan y reparten shots de tequila con Seven Up, los invitados de Osvaldo y Paola. Otros mezclan champagne con Speed (US$ 200 la botella). No hay mejor música en el Este que la de Tequila. Se puede arriesgar, incluso, que el set de Chiwi Baynaud es la médula de su éxito.
A esta hora, 5.30, imperan los habitúes de tres décadas. Aunque es más que usual que jóvenes de 20 aborden a mujeres que los doblan en edad. Prohibidas las inhibiciones. También para el poll dance dentro del VIP. Pero las intrépidas quedan rápidamente fuera de juego: las mermaids go-go girls son bailarinas profesionales. Vallas afuera, la diversión se exacerba. Quienes le dan una tregua a la pista se conducen hacia un pasillo misterioso, custodiado por Miguel. Un santo y seña, y se abre un lounge-fumoir con reposeras y aislación acústica. El espacio designa el lugar para fumar y poder conversar sin gritar. Parece un contrasentido: si alguien llegó hasta allí con baja energía, Tequila imparte una terapia de shock para desperezar la expresión corporal.
Cerca de las 6.30 llega el clímax. Brucco, un sesentón de espíritu joven, muestra que la diversión no tiene edad. Está rodeado por chicas monísimas que primero abrazarán a Daniel (¿para poder entrar?) y luego, engalanadas con vinchas y brazaletes flúo, se contonearán a piacere. Nadie afloja, a pesar que detrás de la cortina de Tequila ya amaneció. Veinticuatro horas después, el ritual se reedita, con desfile de Lamborghini y Ferrari en la puerta. En lo alto de la fachada de Tequila, las cinco esculturas con formas de grandes ostras de las cuales emergen voluptuosas sirenas (símbolo bien kitch, si lo hay) consolarán a la platea que, otra vez, pugna por ingresar. ¿Tanto estrés en la entrada vale la pena? Queriendo incluso ser lapidario, la verdad es que sí. Tequila es diversión de grueso calibre, y su música, un torrente de endorfinas. Los rebotados enfilarán hacia Bigote, el bar en Manantiales, que cobija al malón de jóvenes insomnes.
A la noche siguiente hay otra cita impostergable: El Gran Baile de No Me Olvides, que festeja, cual quinceañera, su década y media de vida. En sintonía con la tendencia europea, el baile se hace en un gran bosque de pinos, con luna casi llena sobre la laguna Blanca. La multitud mezclada no conoce de límites de edades y se sabe que ésta no es una fiesta, sino un baile anti glam. Hay cumbia, canyengue, toque de tambores, con La Bomba de Tiempo gastándola en el escenario, otras bandas en vivo y mucha parodia anti glamour. El guiño está en los puestos de comida y sus carteles de Chorizos pa gente VIP. El bosque y sus moradores es una invitación para la fantasía: ETs, ogros, duendes, princesas, gnomos y brujas (buenas y maléficas); Blancanieves y los siete enanos, Chuki y hasta Tarzán y Jane. De a uno o en malón, acosan a los invitados en el bosque encantado que está engalanado por coloridos banderines y luces tipo kermés. Allí donde suena la música hay montados un samba, un toro eléctrico y una vuelta al mundo, con reminiscencias del Italpark. En vez de celebridades, como anfitriones, hay hombres que saludan desde zancos y un dress code ridículamente divertido. La convocatoria supera cualquier delirio y es de una originalidad encomiable. También costosa (US$ 110 la entrada y tragos desde U$S 10).
Otra fiesta para el recuerdo, varios días después, fue la de Aíto de la Rúa, en La Coloradita, en José Ignacio. Ambientación: braceros en el jardín para atenuar la fría brisa, vista a una laguna artificial, camastros para descansar y mucho Absolut, Aperol y Barón B. ¿La música? Electrónica. ¿La asistencia? Bien ecléctica. El twist en la puerta no era el precinto (totalmente démodé), sino exhibir un rosario flúo de goma que Aíto, según arriesgaban por ahí, encontró en Maldonado.
Como la fiesta en el Este siempre es en continuado, dos días después había que estar a las 17 en Montoya, para un Sunset Party en la arena. Las gemelas Nervo, Olivia y Miriam, ya no se las van de segundonas. Irrumpieron en el Este como teloneras de Guetta años atrás, y ahora ellas solitas digitan a la multitud: 3000 almas que se sacuden en la arena. Habrá que preguntarle a las chicas cómo se mantiene el equilibrio bailando con plataformas de 20 centímetros con gracia sobre la arena. Habilidad cifrada sólo para veinteañeras. En el VIP asoman Sofía Zámolo, Lucía Celasco y los De la Rúa (fanáticos de la música electrónica), que bailan sobre una estructura de madera que, de todas maneras, las gemelas australianas digitan a su antojo. Su show impacta por el desenfreno. Son como Madonna, en efecto sinérgico y doble, pero en versión 3.0.
La convocatoria de la cerveza Corona da resultados: no se toma otra cosa y hay auténtica diversión. El tsunami electrónico continúa hasta las 22. Recién se ocultó el sol. Hay que comer algo para contrarrestar tanto alcohol y dormir una siesta para alistarse en la próxima tourneé. Fiesta en lo de tal y lo de cual. Imprescindible caer con algo para beber y hacerse de una conexión Wi-Fi para mantener vivo el WhatsApp: única hoja de ruta que difunde en cadena la próxima parada. Para quienes carecen de contactos sociales será la vuelta del perro: pimponear entre Ocean, en La Brava, y los atestados bares portuarios. ¿El mejor lugar de la noche? Tequila. Sin dudas..
Verano 2015
Una recorrida sin reservas por la noche, los códigos, los lugares y las fiestas que orbitan entre lo VIP y la extravagancia de parodiarse a si mismos
El Gran Baile No me Olvides en el bosque, una de los momentos ineludibles de la noche esteña. Foto: LA NACION / Diego Lima
PUNTA DEL ESTE.- Son las 4.40 AM y la noche recién despunta. El francés David Guetta acaba de culminar su hipnótico megashow del Movistar Summer Fest en El Jagüel, ante una multitud de 8000 almas eufóricas. En el sector VIP (a no confundirse: está el VIP, a secas, y el otro ultra, hiper-VIP, al que se accede con doble precinto) comienza el éxodo humano: huestes en hilera que rumbean hacia el caos del estacionamiento en los jardines del predio, también diferenciado entre quienes estacionan a pasos del escenario, los Very Important People, y los obligados a caminar 20 cuadras: todos los demás. Aunque ahora propios y ajenos mezclados avanzan a paso de tortuga -en el Este todavía no inventaron las rutas VIP; es sólo cuestión de tiempo-. Muchos se detienen en los puestos de choris y panchos gourmets, con sabrosas salsas de aceitunas con limón y eneldo, antes de enfilar hacia «el» boliche en el Este: Tequila. Hay que terminar la noche (o el día) como corresponde. Con un Tequilazo. Los más prudentes bailarán en ese otro VIP de La Barra hasta las 8 AM. Los insaciables (sobran) en afters hasta las 10, con el sol encegueciendo retinas que durante horas sólo se acostumbraron a las estridencias de los LED y del centelleo psicodélico del escenario de Guetta.
En ese altar, erguido a 20 metros del suelo, el rey zamarreaba a sus anchas a sus súbditos, incluidos los espíritus más parcos. Había que estar allí para ver la metamorfosis eufórica de Alejandro Gravier y de Valeria Mazza brincando, literalmente, hacia el cielo con las manos sacudidas en alto, cuando el hit «With or without you» relampagueó en el escenario. No eran los únicos. Candelaria, Micaela y Francisco Tinelli, empresarios como Pablo Roemmers y Gianfranco Macri, Isabel Macedo, Nicole Newmann, Fabián Cubello y otra ristra de rich & famous, como el piloto de Fórmula 1, Gastón Mazzacane, Esmeralda Mitre y Darío Lopérfido, hacían lo propio, sin perder una gota de glamour: gasas, brillos, plataformas de vértigo, para ellas; pantalones blancos, camisas de Etiqueta Negra y foulards de seda, para los caballeros. Todos ejercitaban el arte de las selfies. Porque si hay algo caduco en el Este es que una persona ajena al grupo de pertenencia inmortalice el momento. Rito decimonónico. Puro siglo pasado. Los drones sobrevolando la marea humana dieron cuenta de ello. De paso, emprender semejante fiestón, sin el ojo fisgón de un drone es como prohibir los celulares en una activación de marca. Contrasentido decimonónico. Pero ahora había que llegar a Tequila. En lo posible, sin enmarañarse ni perderse en la desconcentración.
Aunque la puerta del boliche más top mostró luego desertores. Allí, si uno no es auténticamente VIP, por efecto mediático, grosor de billetera o tarjeta black de titanio, irrumpe el estrés. El Ábrete, Sésamo, se sabe, es una lotería. De unas 70 inclaudicables almas en la entrada ingresan dos o tres. La preferencia suelen ser las Barbies lituanas y argentinas con hot pants y crop tops.
Este año volvieron las franjas de estómagos (planos como galletitas de agua) al aire entre brillos de paillets, flecos de todos los largos y entramados de encajes y sedas de motivos tropicales. Decir que los porteros de Tequila tienen cara poco amigable es ser naïve. Simulan ser un ejército de EI. No decapitan. Simplemente, maltratan con estudiada indiferencia. Hay que ponerle actitud para traspasar esa barrera, custodiada como Guantánamo. O invocar nombres clave: Osvaldo, Paola. Así, a secas, en alusión al dueño de Tequila, Osvaldo Brucco, y a la RR.PP. Paola Pravato. El alarde puede resultar estéril, ya que ellos hacen guardia pasiva a metros de la puerta y una fugaz mirada a la porteros, siempre fulminante, aprueba o desaprueba, con sólo un movimiento de retinas. Con los medios de prensa tampoco son benévolos. «Podés ser del New York Times, pero si no les gustás, no entrás», comentaba un rezagado en la puerta, quien noche tras noche soporta el haraquiri: horas de espera hasta que logra entrar. Pero a veces, hasta el más ignoto se saca la lotería dos veces y se le flanquea incluso el ingreso al aterciopelado VIP.
Daniel, el guardavallas, famoso por sus formas adustas, tiene bien ganada su fama. En su área de penales, como Chiquito Romero en semifinal con Holanda, entre mozas-beldades caracterizadas como sirenas bailan y reparten shots de tequila con Seven Up, los invitados de Osvaldo y Paola. Otros mezclan champagne con Speed (US$ 200 la botella). No hay mejor música en el Este que la de Tequila. Se puede arriesgar, incluso, que el set de Chiwi Baynaud es la médula de su éxito.
A esta hora, 5.30, imperan los habitúes de tres décadas. Aunque es más que usual que jóvenes de 20 aborden a mujeres que los doblan en edad. Prohibidas las inhibiciones. También para el poll dance dentro del VIP. Pero las intrépidas quedan rápidamente fuera de juego: las mermaids go-go girls son bailarinas profesionales. Vallas afuera, la diversión se exacerba. Quienes le dan una tregua a la pista se conducen hacia un pasillo misterioso, custodiado por Miguel. Un santo y seña, y se abre un lounge-fumoir con reposeras y aislación acústica. El espacio designa el lugar para fumar y poder conversar sin gritar. Parece un contrasentido: si alguien llegó hasta allí con baja energía, Tequila imparte una terapia de shock para desperezar la expresión corporal.
Cerca de las 6.30 llega el clímax. Brucco, un sesentón de espíritu joven, muestra que la diversión no tiene edad. Está rodeado por chicas monísimas que primero abrazarán a Daniel (¿para poder entrar?) y luego, engalanadas con vinchas y brazaletes flúo, se contonearán a piacere. Nadie afloja, a pesar que detrás de la cortina de Tequila ya amaneció. Veinticuatro horas después, el ritual se reedita, con desfile de Lamborghini y Ferrari en la puerta. En lo alto de la fachada de Tequila, las cinco esculturas con formas de grandes ostras de las cuales emergen voluptuosas sirenas (símbolo bien kitch, si lo hay) consolarán a la platea que, otra vez, pugna por ingresar. ¿Tanto estrés en la entrada vale la pena? Queriendo incluso ser lapidario, la verdad es que sí. Tequila es diversión de grueso calibre, y su música, un torrente de endorfinas. Los rebotados enfilarán hacia Bigote, el bar en Manantiales, que cobija al malón de jóvenes insomnes.
A la noche siguiente hay otra cita impostergable: El Gran Baile de No Me Olvides, que festeja, cual quinceañera, su década y media de vida. En sintonía con la tendencia europea, el baile se hace en un gran bosque de pinos, con luna casi llena sobre la laguna Blanca. La multitud mezclada no conoce de límites de edades y se sabe que ésta no es una fiesta, sino un baile anti glam. Hay cumbia, canyengue, toque de tambores, con La Bomba de Tiempo gastándola en el escenario, otras bandas en vivo y mucha parodia anti glamour. El guiño está en los puestos de comida y sus carteles de Chorizos pa gente VIP. El bosque y sus moradores es una invitación para la fantasía: ETs, ogros, duendes, princesas, gnomos y brujas (buenas y maléficas); Blancanieves y los siete enanos, Chuki y hasta Tarzán y Jane. De a uno o en malón, acosan a los invitados en el bosque encantado que está engalanado por coloridos banderines y luces tipo kermés. Allí donde suena la música hay montados un samba, un toro eléctrico y una vuelta al mundo, con reminiscencias del Italpark. En vez de celebridades, como anfitriones, hay hombres que saludan desde zancos y un dress code ridículamente divertido. La convocatoria supera cualquier delirio y es de una originalidad encomiable. También costosa (US$ 110 la entrada y tragos desde U$S 10).
Otra fiesta para el recuerdo, varios días después, fue la de Aíto de la Rúa, en La Coloradita, en José Ignacio. Ambientación: braceros en el jardín para atenuar la fría brisa, vista a una laguna artificial, camastros para descansar y mucho Absolut, Aperol y Barón B. ¿La música? Electrónica. ¿La asistencia? Bien ecléctica. El twist en la puerta no era el precinto (totalmente démodé), sino exhibir un rosario flúo de goma que Aíto, según arriesgaban por ahí, encontró en Maldonado.
Como la fiesta en el Este siempre es en continuado, dos días después había que estar a las 17 en Montoya, para un Sunset Party en la arena. Las gemelas Nervo, Olivia y Miriam, ya no se las van de segundonas. Irrumpieron en el Este como teloneras de Guetta años atrás, y ahora ellas solitas digitan a la multitud: 3000 almas que se sacuden en la arena. Habrá que preguntarle a las chicas cómo se mantiene el equilibrio bailando con plataformas de 20 centímetros con gracia sobre la arena. Habilidad cifrada sólo para veinteañeras. En el VIP asoman Sofía Zámolo, Lucía Celasco y los De la Rúa (fanáticos de la música electrónica), que bailan sobre una estructura de madera que, de todas maneras, las gemelas australianas digitan a su antojo. Su show impacta por el desenfreno. Son como Madonna, en efecto sinérgico y doble, pero en versión 3.0.
La convocatoria de la cerveza Corona da resultados: no se toma otra cosa y hay auténtica diversión. El tsunami electrónico continúa hasta las 22. Recién se ocultó el sol. Hay que comer algo para contrarrestar tanto alcohol y dormir una siesta para alistarse en la próxima tourneé. Fiesta en lo de tal y lo de cual. Imprescindible caer con algo para beber y hacerse de una conexión Wi-Fi para mantener vivo el WhatsApp: única hoja de ruta que difunde en cadena la próxima parada. Para quienes carecen de contactos sociales será la vuelta del perro: pimponear entre Ocean, en La Brava, y los atestados bares portuarios. ¿El mejor lugar de la noche? Tequila. Sin dudas..
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