El segundo mandato presidencial de Dilma Rousseff cumple hoy exactos y redondos 37 días. Y no hubo uno solo de ellos sin que surgiese algún tipo de problema. Hay otra característica inquietante en este cuadro: además de sumarse a problemas ya existentes, cada nuevo parece más grave que los anteriores.
Mientras tanto, el gobierno muestra que no sabe cómo reaccionar. Y cuando reacciona, lo hace mal, o además de mal, tarde.
A esta altura, en esos escasos 37 días sobran razones para pensar que el equipo armado por Dilma para hacer la articulación política de su segundo mandato merece plenamente ser estudiado y analizado, como ejemplo olímpico de lo que no se debe hacer. Los resultados hasta ahora son una secuencia de derrotas y torpezas que conforman un enmarañado paralizante. Lento, atónito y sin rumbo, claro, es como si el gobierno de Dilma hubiese encontrado un escenario lleno de trampas, de cables sueltos, de temas ocultos, todo eso heredado del presidente anterior. Pero siquiera esa excusa puede ser esgrimida: al fin y al cabo, el presidente anterior era la misma Dilma, que ahora parece perdida en un laberinto oscuro.
Ayer, ella recibió en su despacho en el Palacio de Planalto al nuevo presidente de la Cámara de Diputados, Eduardo Cunha. El presidente reelecto del Senado, Renan Calheiros, participó del encuentro que duró hora y media y juntó alrededor de la mesa al vicepresidente Miguel Temer, al jefe de Gabinete, Aloisio Mercadante, y al ministro de Relaciones Institucionales, Pepe Vargas. Todo transcurrió en un clima formal, frío. A la salida no hubo declaraciones, pero las habituales fuentes, cuya misión es filtrar algo a los medios, dijeron que el encuentro sirvió para establecer “un diálogo permanente” entre el Ejecutivo y el Legislativo, para asegurar que haya armonía entre los poderes.
Es decir: palabras al viento. Cunha propició el pasado domingo una derrota humillante a Dilma, a su gobierno y al PT, al elegirse para un puesto en el cual podrá crear océanos de dificultades para luego cobrar el precio que quiera para vender facilidades. Y sus primeras acciones fueron ejemplares de lo que podrá –o no– venir de ahora en adelante. Para empezar, dio luz verde para que fuese aprobado el pedido presentado por la oposición, creando una nueva Comisión Parlamentaria de Investigaciones sobre los escándalos de corrupción en la Petrobras. En Brasil, las CPI tienen tanto poder como un Tribunal de Justicia, con la ventaja de actuar de manera mucho más ágil y veloz.
En el mandato anterior hubo una comisión de esas, pero el gobierno de Dilma logró neutralizarla. Ahora, nadie sabe qué podrá pasar. El presidente de la Cámara, pese a pertenecer a un partido aliado, es claro adversario del gobierno. Además, las denuncias se intensificaron de manera formidable y cada día las investigaciones avanzan más, acercándose peligrosamente a la cúpula del PT. Hay otros partidos involucrados, inclusive el PSDB de la oposición. Pero todo lo que la Justicia y la Policía Federal filtran a la prensa tiene como foco central el partido de Lula y Dilma.
Si el avance de las investigaciones y el goteo cotidiano de nuevas revelaciones (por ahora, nadie pudo probar nada, pero queda evidente que hubo un esquema de corrupción amplio y que funcionó a lo largo de al menos diez años) preocupan cada vez más al PT y al gobierno, una CPI tendrá, bajo muchos aspectos, la capacidad de ser una usina generadora de problemas.
Es muy difícil saber si todo ese cuadro podría haber sido evitado, si Dilma fuese una negociadora hábil y si no hubiese elegido un equipo articulador tan incompetente. Pero el cuadro está claro: además de una Cámara presidida por un diputado rebelde y capaz de cualquier cosa para luego lucir sus talentos de chantajista, el país enfrenta un cuadro económico de alta complejidad que, por lo que será la nueva política económica de Dilma, seguramente creará tropiezos serios, que irán de la recesión a la incertidumbre sobre programas sociales y logros alcanzados (Brasil tiene hoy la más baja tasa de desempleo de los últimos 80 años). Al mismo tiempo, la mayor empresa brasileña, la Petrobras, es bombardeada incesantemente por denuncias, llegando a la insólita situación de quedarse acéfala: la presidenta y cuatro de los seis directores renunciaron, contrariando lo que había sido acordado con Dilma.
Lo que se ve, mientras tanto, es un gobierno catatónico, un vacío de poder desconcertante, una presidenta absolutamente decidida a no ceder (resultado: como es inevitable, cede a la realidad). Una presidenta que lleva un tiempo enorme para tomar decisiones, mientras las circunstancias las van ahogando.
El año apenas comenzó, el gobierno recién estrenado no camina, tropieza, y hay una cordillera de problemas en su camino. La dificultad en adoptar decisiones surge como una nueva característica de una mandataria que nunca pareció lo que ahora parece: confusa, sin norte. Ningún gobierno resiste el vacío de poder. Ningún gobierno llega a buen puerto cuando no tiene capacidad de decisión.
Dilma parece sumergida en un laberinto. El país parece perplejo.