En la Argentina llamamos «cepo cambiario» a la imposibilidad de empresas y familias de acceder al mercado de cambios para intercambiar sus tenencias de moneda local por divisas, y protegerse así de la constante licuación del peso en un contexto de elevada inflación. Esta restricción fue impuesta a fines de 2011 y sólo existe en la Argentina y otros pocos países como Venezuela y Corea del Norte. Otros como Belarús y Ghana avanzaron en esa misma dirección, pero revirtieron el rumbo rápidamente.
Si bien ése es el más famoso, existen dos cepos más que son aplicados por las autoridades de manera informal y probablemente ilegal, es decir, sin una norma que los autorice a hacerlo. Uno de ellos es el que surge de las limitaciones a la venta de divisas a los importadores, en muchos casos para pagar compras al exterior ya efectuadas. Este cepo ha llevado a la acumulación de deudas de los importadores con sus proveedores del exterior por unos US$ 3000 millones y a la reducción en los volúmenes de comercio con el resto del mundo.
El otro cepo informal es el que impide a las empresas transferir utilidades y dividendos al exterior. Normalmente ese flujo implicaba pagos externos por unos US$ 4500 millones al año, cifra que desde la imposición del cepo ha bajado hasta US$ 1300 millones. Por esta vía habría atrapados en la Argentina unos US$ 8000 millones si tenemos en cuenta que algunas empresas terminaron reinvirtiendo una parte de esos fondos en activos locales ilíquidos.
La existencia de estas restricciones ha generado la aparición de tipos de cambio paralelos, en los que el peso cotiza por debajo del valor que han fijado las autoridades en el mercado oficial, dando lugar a la aparición de la famosa «brecha cambiaria». La brecha actúa como un impuesto a la exportación, puesto que quienes venden sus bienes al exterior reciben pesos por el equivalente a la cotización del tipo de cambio oficial, lo que ha desalentado la actividad exportadora.
En 2011, último año previo a la existencia del cepo, las exportaciones argentinas alcanzaron los US$ 84.000 millones, y en 2015 éstas no llegarán a 60.000 millones. Para hacer más dramática esta comparación, si las exportaciones hubieran seguido creciendo después de 2011 a un ritmo de 5% anual, deberían situarse en este año en US$ 102.000 millones. Por supuesto, la entrada de dólares para inversión también se ha derrumbado. Nadie desea pagar el impuesto que impone la brecha para ingresar divisas a un país que luego no permite repatriar los flujos generados por esa inversión.
Beneficios obvios
No llama la atención entonces que a medida que se acerca la contienda electoral los candidatos se pronuncien acerca de la conveniencia de mantener o quitar el cepo, y de removerlo, sobre el ritmo al que lo harían. En esa materia, excepto para el oficialismo -que mantiene una postura negacionista con respecto a su existencia-, el resto de los candidatos se ha pronunciado a favor de su eliminación aunque con discrepancias acerca del ritmo al que lo harían. Es que quitar el cepo envuelve beneficios obvios: restaura la posibilidad de que ingresen capitales a invertir en el país, promueve la actividad exportadora y, por lo tanto, genera las condiciones para que con esas divisas también se pueda importar y crecer.
Eliminar las restricciones «para adelante» es la parte más sencilla de la cuestión. Alcanza con tener un programa económico en el que se elimine la mayor parte del financiamiento monetario del déficit, en el que las tasas de interés en pesos protejan a los tenedores de moneda local de su licuación y, por supuesto, que el tipo de cambio único cotice en un valor en el cual es susceptible tanto de apreciarse como de depreciarse. Mucho más difícil es eliminar las restricciones para el dinero atrapado de las empresas que no han podido pagar importaciones en 2014 y 2015 o girar sus dividendos desde 2012. Retener esos fondos no depende de cuán profesional sea el nuevo equipo económico. Para liberar esos fondos hay que estar dispuesto a que se vayan y para ello hacen falta dólares. Una alternativa posible es consolidar y registrar esa deuda y fijar un programa de liberación en el tiempo. Conviviría una liberación para todas las operaciones nuevas, y algunas restricciones para el stock de dinero atrapado acumulado.
En las condiciones en que la economía llegará a diciembre, difícilmente el gradualismo sea una opción: se llegará con muy pocas reservas y un tipo de cambio oficial muy sobrevaluado. A pesar del optimismo que pueda traer aparejado el cambio de ciclo político, con cepo los dólares privados no aparecerán y la Argentina deberá seguir dependiendo de dudosos acuerdos bilaterales y extravagantes swaps de monedas para poder hacerse de inversiones y divisas. Los exportadores seguirán retaceando sus ventas a la espera de que finalmente el devenir de los acontecimientos fuerce al gobierno a unificar el mercado cambiario. Y deberíamos seguir conviviendo con tasas de interés en pesos muy elevadas, puesto que si el peso siguiera estando sobrevaluado en el mercado oficial todos esperarían una devaluación de la moneda.
Quien asuma en diciembre no contará con mucho tiempo. Para suplir esa escasez, el programa económico debe ser muy potente. La opción no será shock versus gradualismo, sino calidad e inteligencia versus improvisación.
El autor es economista
Si bien ése es el más famoso, existen dos cepos más que son aplicados por las autoridades de manera informal y probablemente ilegal, es decir, sin una norma que los autorice a hacerlo. Uno de ellos es el que surge de las limitaciones a la venta de divisas a los importadores, en muchos casos para pagar compras al exterior ya efectuadas. Este cepo ha llevado a la acumulación de deudas de los importadores con sus proveedores del exterior por unos US$ 3000 millones y a la reducción en los volúmenes de comercio con el resto del mundo.
El otro cepo informal es el que impide a las empresas transferir utilidades y dividendos al exterior. Normalmente ese flujo implicaba pagos externos por unos US$ 4500 millones al año, cifra que desde la imposición del cepo ha bajado hasta US$ 1300 millones. Por esta vía habría atrapados en la Argentina unos US$ 8000 millones si tenemos en cuenta que algunas empresas terminaron reinvirtiendo una parte de esos fondos en activos locales ilíquidos.
La existencia de estas restricciones ha generado la aparición de tipos de cambio paralelos, en los que el peso cotiza por debajo del valor que han fijado las autoridades en el mercado oficial, dando lugar a la aparición de la famosa «brecha cambiaria». La brecha actúa como un impuesto a la exportación, puesto que quienes venden sus bienes al exterior reciben pesos por el equivalente a la cotización del tipo de cambio oficial, lo que ha desalentado la actividad exportadora.
En 2011, último año previo a la existencia del cepo, las exportaciones argentinas alcanzaron los US$ 84.000 millones, y en 2015 éstas no llegarán a 60.000 millones. Para hacer más dramática esta comparación, si las exportaciones hubieran seguido creciendo después de 2011 a un ritmo de 5% anual, deberían situarse en este año en US$ 102.000 millones. Por supuesto, la entrada de dólares para inversión también se ha derrumbado. Nadie desea pagar el impuesto que impone la brecha para ingresar divisas a un país que luego no permite repatriar los flujos generados por esa inversión.
Beneficios obvios
No llama la atención entonces que a medida que se acerca la contienda electoral los candidatos se pronuncien acerca de la conveniencia de mantener o quitar el cepo, y de removerlo, sobre el ritmo al que lo harían. En esa materia, excepto para el oficialismo -que mantiene una postura negacionista con respecto a su existencia-, el resto de los candidatos se ha pronunciado a favor de su eliminación aunque con discrepancias acerca del ritmo al que lo harían. Es que quitar el cepo envuelve beneficios obvios: restaura la posibilidad de que ingresen capitales a invertir en el país, promueve la actividad exportadora y, por lo tanto, genera las condiciones para que con esas divisas también se pueda importar y crecer.
Eliminar las restricciones «para adelante» es la parte más sencilla de la cuestión. Alcanza con tener un programa económico en el que se elimine la mayor parte del financiamiento monetario del déficit, en el que las tasas de interés en pesos protejan a los tenedores de moneda local de su licuación y, por supuesto, que el tipo de cambio único cotice en un valor en el cual es susceptible tanto de apreciarse como de depreciarse. Mucho más difícil es eliminar las restricciones para el dinero atrapado de las empresas que no han podido pagar importaciones en 2014 y 2015 o girar sus dividendos desde 2012. Retener esos fondos no depende de cuán profesional sea el nuevo equipo económico. Para liberar esos fondos hay que estar dispuesto a que se vayan y para ello hacen falta dólares. Una alternativa posible es consolidar y registrar esa deuda y fijar un programa de liberación en el tiempo. Conviviría una liberación para todas las operaciones nuevas, y algunas restricciones para el stock de dinero atrapado acumulado.
En las condiciones en que la economía llegará a diciembre, difícilmente el gradualismo sea una opción: se llegará con muy pocas reservas y un tipo de cambio oficial muy sobrevaluado. A pesar del optimismo que pueda traer aparejado el cambio de ciclo político, con cepo los dólares privados no aparecerán y la Argentina deberá seguir dependiendo de dudosos acuerdos bilaterales y extravagantes swaps de monedas para poder hacerse de inversiones y divisas. Los exportadores seguirán retaceando sus ventas a la espera de que finalmente el devenir de los acontecimientos fuerce al gobierno a unificar el mercado cambiario. Y deberíamos seguir conviviendo con tasas de interés en pesos muy elevadas, puesto que si el peso siguiera estando sobrevaluado en el mercado oficial todos esperarían una devaluación de la moneda.
Quien asuma en diciembre no contará con mucho tiempo. Para suplir esa escasez, el programa económico debe ser muy potente. La opción no será shock versus gradualismo, sino calidad e inteligencia versus improvisación.
El autor es economista
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