Rumbo a una fractura social y electoral

Las historias que se cuentan en una ciudad chica son a veces más reveladoras que las estadísticas. O quizá sirvan como una ilustración, entre otras, para tratar de entenderlas. Si se quiere comprender, por ejemplo, la imagen que los argentinos tienen de su Presidenta -un dato central de los sondeos-, es útil escuchar lo que dicen de ella los habitantes de Río Gallegos, que fueron sus vecinos durante años. Cristina no recoge allí tanto afecto como Néstor. Para la gente, sobre todo de clase media baja y popular, el ex presidente era un hombre cercano y afectuoso, mientras que su mujer resultaba distante y altiva. En otras palabras, a Kirchner se le reconocía un carisma, o cierta excepcionalidad, que se le retacea a Cristina en el recuerdo.
Sin embargo, determinados rasgos unifican la imagen del matrimonio en la mirada de sus vecinos. En primer lugar, la certeza de que ejercían el poder asociados y con mano férrea, en el límite de la legalidad democrática, sin transgredirla en lo básico, pero descuidando el estilo y los procedimientos; en segundo lugar, que el jefe era él, sin dudas, pero que ella ocupaba una posición clave desde la que acompañaba con entusiasmo o cuestionaba con severidad las decisiones de su marido; en tercer lugar, que les interesaba el poder tanto como el dinero, por lo que conformaban una sociedad donde se superponían los negocios y la política. En definitiva, para la gente que los conoció, ellos funcionaban juntos, enderezados obsesivamente a sus objetivos de dominación.
Más allá de esas características reconocidas por la mayoría, se abre una grieta profunda en la evaluación de los Kirchner. Es el campo de los sentimientos encontrados, donde los testimonios y las experiencias se contraponen y bifurcan, trazando imágenes diametralmente distintas de ellos. Algunos relatos son paradigmáticos. Un vecino de clase media recuerda que la joven abogada Cristina Kirchner le embargó sin mayor consideración su primer auto en 1977 por haber dejado de pagar dos cuotas. «Buscaban a los abogados más duros para hacer esos procedimientos y ellos se dedicaban a eso, así empezaron», dice este hombre con rencor y amargura. Unas cuadras más allá, otro vecino ofrece un testimonio completamente opuesto: «Cristina -recuerda afectuoso y agradecido- me dio mi primer terreno. Éramos pobres y no teníamos lugar donde vivir; ella me lo dio cuando estaba con Néstor en la Municipalidad».
La visión polarizada de los Kirchner no es, sin embargo, aleatoria. Se ordena, claramente, según coordenadas socioeconómicas. Los sectores populares, de bajo nivel relativo de ingresos y educación, tienden a reivindicarlos, mientras la clase media y media alta a rechazarlos. En rigor, esta distribución del amor y el desamor corresponde a un clásico corte de la sociología política nacional, generado por el peronismo y ya advertido, con cierto prejuicio, por Gino Germani, padre fundador de la sociología académica argentina, hace 60 años.
El terreno concedido y el auto embargado por la misma persona dan qué pensar. Semejan símbolos de la ambivalencia kirchnerista: de un lado provocan afecto; del otro, antipatía. Y acaso constituyan un ejemplo de la transacción material y simbólica del populismo, que pareciera operar con el ideal clasista de Robin Hood: a unos -los que menos tienen- se les otorga y se los perdona; a los otros -los que más tienen- se les quita y se los pena. La retórica presidencial, que divide el mundo entre justos y réprobos, consolida esa brecha.
Hace pocos días les decía Cristina Kirchner a pequeños productores agropecuarios, evocando, acaso sin darse cuenta, a la que en su juventud embargaba autos y concedía terrenos: «Es cierto, a veces soy dura, pero quiero decirles que siempre he sido dura con los de arriba; jamás he sido dura con los de abajo. Al contrario, con los más vulnerables, con los pequeños, con los chicos, con los que necesitan la ayuda solidaria del Estado, sepan que tienen en esta Presidenta más que una Presidenta una amiga, una compañera?». Para muchos argentinos que no son «de arriba», pero que poseen educación y cierta autonomía económica, es difícil confiar en el criterio presidencial, con semejante trasfondo de resentimiento y discriminación.
El efecto electoral de esta ideología empieza a revelarse y se parece al que provocó el primer peronismo. La Argentina marcha a una fractura que tiende a dividir a los votantes antes por la estructura social que por los programas y el perfil de los candidatos. En ese marco, el ánimo general es más conservador que innovador, porque la mayoría no quiere resignar condiciones vigentes, como el trabajo, el ingreso y el consumo. Sin embargo, los que ya optaron por el oficialismo pertenecen en abrumadora proporción a capas populares y de clase media baja, mientras que los inclinados por la oposición son, en su mayoría, de sectores medios y altos. El resto se debate en la indecisión y decidirá el resultado. En este contexto, no puede sorprender el realineamiento del radicalismo y la declinación del peronismo disidente, atrapados por la polarización social y política que renueva su vigencia, espoleada por el populismo y sus detractores..

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