Durante el proceso de construcción de los Estados-nación, los autoritarismos surgieron en Europa potenciados por una crisis político-social que se incubó en la segunda mitad del siglo XIX y terminó haciendo implosión con la Primera Guerra Mundial. Hay que diferenciar, sin embargo, las gradaciones autoritarias: el último escalón, el de la barbarie, lo protagonizaron Hitler, Stalin y Mussolini. En otra escala, Chamberlain, Franco, De Gaulle y otros, hasta mediados del siglo XX.
Apenas pocos años después de la Segunda Guerra Mundial, las democracias se perfeccionaron: el Estado de bienestar hizo que el desarrollo económico, sumado a la integración social, diera por resultado más y mejor democracia política. Esto redundó en una puesta de límites, en la construcción de un dique a las aventuras políticas extremistas, a la demagogia, a los excesivos personalismos. Ya en los años 60 se había instalado en las mentes y corazones europeos un rechazo visceral a esas formas de ejercicio del poder y comenzó, además, un inédito proceso de integración, la Comunidad Económica Europea, luego Unión Europea.
La construcción de poder mediante formas autoritarias fue replicada en diferentes partes del mundo y encontró campo fértil en nuestra América latina: era una de las regiones que, gozando de independencia política, mostraba alarmantes signos de desigualdad social. Eran los años de posguerra, en que Estados Unidos y el imperio soviético se repartieron el mundo en zonas de influencia: el primero, América y Europa occidental, a quien ayudó a reconstruir; el segundo, la Europa oriental.
A la tesis soviética de imponer su ideología se le contrapuso la estrategia norteamericana de instalación y colaboración con dictaduras militares para repeler esa influencia en América latina o, al menos, en los países donde florecían movimientos de guerrilla apoyados por la Unión Soviética.
Los Estados Unidos no confiaron en las fuerzas mayoritarias de casi todos los países de América latina para resolver esa cuestión dentro del marco de sus instituciones democráticas. Por eso, en Brasil, Bolivia, Ecuador, Chile, Perú, Paraguay y Uruguay, entre otros, prosperaron expresiones políticas que contribuyeron a construir la categoría de «militarismo» o «autoritarismo latinoamericano». Algunas de ellas alcanzaron el gobierno, con dictaduras o con «dictablandas», mientras que otras se constituyeron en movimientos que se entrelazaban con genuinos reclamos sociales, generando muchos de los movimientos nacionales y populares que caracterizaron a América latina en los primeros 50 años del siglo XX.
Mientras en Europa se consolidaba la fórmula «democracia, rechazo visceral a los autoritarismos y Estado de bienestar», en nuestra región no lográbamos articular un sistema similar. Al contrario, caímos en dictaduras que nos llevaron a perder en ese proceso casi medio siglo con respecto al avance democrático europeo.
En la Argentina, algunos gobiernos elegidos democráticamente tampoco quedaron exentos de procederes autoritarios, aunque su propio devenir político logró que se justificaran y legitimaran ante sus propias sociedades nacionales. Hago esta salvedad porque cualquier cientista político sabe que no es posible calificar retrospectivamente hechos del pasado con pautas sociológicas del presente. Tal es el caso del uso de la intervención federal en Hipólito Yrigoyen; el intento restaurador de la oligarquía del general Justo a través del llamado «fraude patriótico», o el encarcelamiento de opositores y un férreo control a los medios de comunicación del general Perón.
Pero los gobiernos descriptos anteriormente, en especial el radical y el peronista, fueron fenomenales procesos políticos de generación de ciudadanía de neto corte antiimperialista. Con el radicalismo yrigoyenista el simple habitante de nuestro territorio se transformó, por efecto del voto, en ciudadano; y el peronismo, con el imperio de los derechos sociales, logra que se conforme la perfecta figura del ciudadano como entidad política real, palpable y efectiva, superando las antiguas visiones conservadoras, que, a pesar de lograr formidables avances en la organización del Estado, la educación y la salud, no contemplaron la «creación del ciudadano» como actor vivo de la sociedad.
Recién en la década del 80 comienza la lucha de los pueblos latinoamericanos para restaurar sus instituciones republicanas. Para el año 2000, todos los países de la región habían adoptado regímenes de gobierno democráticos. Pero a comienzos del siglo XXI, sorpresivamente en algunos de ellos comenzaron a forjarse las bases de un «autoritarismo tardío», aun cuando había desaparecido de manera tajante la opción militar como factor de poder. Me refiero especialmente a Venezuela y la Argentina, y en algunos aspectos podemos incluir a Ecuador.
A las características de los autoritarismos primarios -culto a la personalidad, intentos de perpetuidad, intolerancia y partido único (el del Estado)- estos gobiernos sumaron intentos de autoerigirse en iniciadores de la historia y la búsqueda de desarrollo económico con mecanismos perimidos de comprobada inoperancia.
En el caso de nuestro país, estamos atascados en una profunda división político-social, en las antípodas del respeto al otro y la cultura del encuentro que promueve el papa Francisco. Se ha renovado el apego al líder carismático, el mesías al que se le entregan amplios poderes y se sigue sin cuestionar; se han anulado los mecanismos de control y avanzado contra la Justicia, lo que abrió las puertas a la corrupción. Las abiertas manifestaciones de nepotismo en busca de la perpetuidad en el poder constituyen otra característica de la tipología autoritaria.
La adopción de estas fórmulas decadentes contradice y hace desandar el camino construido en pos de una modernización política cuyos pilares, entre otros, son la democracia representativa, un genuino sistema de partidos políticos, la alternancia gubernativa, el pluralismo, la transparencia y la profundización de la institucionalidad; en definitiva, los mejores aliados para el desarrollo económico, la superación de las desigualdades y el logro de una verdadera y perdurable equidad social.
En los próximos comicios, el principal objetivo electoral es vencer al autoritarismo -arcaica forma de ejercicio del poder que ha desaparecido en el resto de Occidente-, llámese Frente para la Victoria o kirchnerismo. Los argentinos no necesitamos más personalismos ni dogmas intolerantes. Con amplias mayorías parlamentarias democráticas podremos ubicarnos a la par del progreso de la región y avanzar hacia la modernidad en materia política, económica y social. Lo otro sería profundizar nuestro subdesarrollo democrático.
El autor fue presidente de la Nación.
Apenas pocos años después de la Segunda Guerra Mundial, las democracias se perfeccionaron: el Estado de bienestar hizo que el desarrollo económico, sumado a la integración social, diera por resultado más y mejor democracia política. Esto redundó en una puesta de límites, en la construcción de un dique a las aventuras políticas extremistas, a la demagogia, a los excesivos personalismos. Ya en los años 60 se había instalado en las mentes y corazones europeos un rechazo visceral a esas formas de ejercicio del poder y comenzó, además, un inédito proceso de integración, la Comunidad Económica Europea, luego Unión Europea.
La construcción de poder mediante formas autoritarias fue replicada en diferentes partes del mundo y encontró campo fértil en nuestra América latina: era una de las regiones que, gozando de independencia política, mostraba alarmantes signos de desigualdad social. Eran los años de posguerra, en que Estados Unidos y el imperio soviético se repartieron el mundo en zonas de influencia: el primero, América y Europa occidental, a quien ayudó a reconstruir; el segundo, la Europa oriental.
A la tesis soviética de imponer su ideología se le contrapuso la estrategia norteamericana de instalación y colaboración con dictaduras militares para repeler esa influencia en América latina o, al menos, en los países donde florecían movimientos de guerrilla apoyados por la Unión Soviética.
Los Estados Unidos no confiaron en las fuerzas mayoritarias de casi todos los países de América latina para resolver esa cuestión dentro del marco de sus instituciones democráticas. Por eso, en Brasil, Bolivia, Ecuador, Chile, Perú, Paraguay y Uruguay, entre otros, prosperaron expresiones políticas que contribuyeron a construir la categoría de «militarismo» o «autoritarismo latinoamericano». Algunas de ellas alcanzaron el gobierno, con dictaduras o con «dictablandas», mientras que otras se constituyeron en movimientos que se entrelazaban con genuinos reclamos sociales, generando muchos de los movimientos nacionales y populares que caracterizaron a América latina en los primeros 50 años del siglo XX.
Mientras en Europa se consolidaba la fórmula «democracia, rechazo visceral a los autoritarismos y Estado de bienestar», en nuestra región no lográbamos articular un sistema similar. Al contrario, caímos en dictaduras que nos llevaron a perder en ese proceso casi medio siglo con respecto al avance democrático europeo.
En la Argentina, algunos gobiernos elegidos democráticamente tampoco quedaron exentos de procederes autoritarios, aunque su propio devenir político logró que se justificaran y legitimaran ante sus propias sociedades nacionales. Hago esta salvedad porque cualquier cientista político sabe que no es posible calificar retrospectivamente hechos del pasado con pautas sociológicas del presente. Tal es el caso del uso de la intervención federal en Hipólito Yrigoyen; el intento restaurador de la oligarquía del general Justo a través del llamado «fraude patriótico», o el encarcelamiento de opositores y un férreo control a los medios de comunicación del general Perón.
Pero los gobiernos descriptos anteriormente, en especial el radical y el peronista, fueron fenomenales procesos políticos de generación de ciudadanía de neto corte antiimperialista. Con el radicalismo yrigoyenista el simple habitante de nuestro territorio se transformó, por efecto del voto, en ciudadano; y el peronismo, con el imperio de los derechos sociales, logra que se conforme la perfecta figura del ciudadano como entidad política real, palpable y efectiva, superando las antiguas visiones conservadoras, que, a pesar de lograr formidables avances en la organización del Estado, la educación y la salud, no contemplaron la «creación del ciudadano» como actor vivo de la sociedad.
Recién en la década del 80 comienza la lucha de los pueblos latinoamericanos para restaurar sus instituciones republicanas. Para el año 2000, todos los países de la región habían adoptado regímenes de gobierno democráticos. Pero a comienzos del siglo XXI, sorpresivamente en algunos de ellos comenzaron a forjarse las bases de un «autoritarismo tardío», aun cuando había desaparecido de manera tajante la opción militar como factor de poder. Me refiero especialmente a Venezuela y la Argentina, y en algunos aspectos podemos incluir a Ecuador.
A las características de los autoritarismos primarios -culto a la personalidad, intentos de perpetuidad, intolerancia y partido único (el del Estado)- estos gobiernos sumaron intentos de autoerigirse en iniciadores de la historia y la búsqueda de desarrollo económico con mecanismos perimidos de comprobada inoperancia.
En el caso de nuestro país, estamos atascados en una profunda división político-social, en las antípodas del respeto al otro y la cultura del encuentro que promueve el papa Francisco. Se ha renovado el apego al líder carismático, el mesías al que se le entregan amplios poderes y se sigue sin cuestionar; se han anulado los mecanismos de control y avanzado contra la Justicia, lo que abrió las puertas a la corrupción. Las abiertas manifestaciones de nepotismo en busca de la perpetuidad en el poder constituyen otra característica de la tipología autoritaria.
La adopción de estas fórmulas decadentes contradice y hace desandar el camino construido en pos de una modernización política cuyos pilares, entre otros, son la democracia representativa, un genuino sistema de partidos políticos, la alternancia gubernativa, el pluralismo, la transparencia y la profundización de la institucionalidad; en definitiva, los mejores aliados para el desarrollo económico, la superación de las desigualdades y el logro de una verdadera y perdurable equidad social.
En los próximos comicios, el principal objetivo electoral es vencer al autoritarismo -arcaica forma de ejercicio del poder que ha desaparecido en el resto de Occidente-, llámese Frente para la Victoria o kirchnerismo. Los argentinos no necesitamos más personalismos ni dogmas intolerantes. Con amplias mayorías parlamentarias democráticas podremos ubicarnos a la par del progreso de la región y avanzar hacia la modernidad en materia política, económica y social. Lo otro sería profundizar nuestro subdesarrollo democrático.
El autor fue presidente de la Nación.