El 24 de mayo, dos filas de casi cien metros esperaban para entrar al Museo Histórico de Parque Lezama, donde poco antes la Presidenta, con severo rostro de sargenta sanmartiniana, había guardado el sable corvo. Chicos disfrazados con el kit Granadero que regalaba Paka Paka corrían sobre el césped. Por Avenida de Mayo, la gente (mucha gente) iba y venía en esa tarde de vísperas. Al día siguiente, a esa misma hora, ya casi no se podía avanzar no sólo entre la gente sino en el humo de choripanes y hamburguesas que convirtieron Avenida de Mayo en una parrilla. Fuegos encendidos durante dos días, olor y cenizas al viento, papeles en el piso.
Seguí la orden de un manifestante que, tocándome el brazo, me dijo: “osservá, osservá”. Llegué hasta donde pude, digamos hasta el puesto de Radio Nacional, a la altura de la verja del Cabildo. De todas formas, como si fuera un espectáculo de ballet o de Violetta, todos mirábamos lo que sucedía por las pantallas gigantes. No hay ojo humano que permita percibir una cara a más de 150 metros. Pero la imagen en pantalla gigante con gran sonido no es lo mismo que en la televisión de la cocina. La fiesta, como el recital, ama la hipérbole.
Quienes digan que los organizados llegaron en ómnibus dice tanta verdad como que él mismo llega a su casa en taxi o en subterráneo todas las noches. Por otra parte, quien estuvo en la Plaza fácilmente podía darse cuenta de que La Cámpora llegó unida y organizada. Pero también que muchos avanzaban en pequeños grupos de amigos y que estacionaron en el centro, además de los ómnibus, muchos autos “de pobre”, con las abolladuras herrumbradas, a los que todavía no les llegó el turno del recambio.
No tengo razones para dudar de la aceptación popular de los recitales: se llenan los que organiza Lombardi en la Ciudad y los que organiza Telerman en la Provincia. Se llenó éste que organizó Javier Grosman. Si todos los presentes fueran unidos y organizados habría más militantes K que soldados en la Grande Armée de Napoleón. Los militantes conviven con los espontáneos.
El kirchnerismo pone en escena la Fiesta, algo que pertenece no sólo al mundo popular sino al de las capas medias. La formación de La Cámpora, que ocupaba el centro de la Avenida de Mayo desde Piedras hasta la Plaza, era la columna vertebral política de la Fiesta, pero aunque esa columna sostenía la línea general kirchnerista, el sonido de los bombos y los redoblantes, no eran ajenos a una especie de rítmico sonido celebratorio. Por los costados de La Cámpora, las veredas anchas de la Avenida estaban ocupadas por los “no encuadrados”: kirchneristas sueltos, simpatizantes, familias, ancianos y chicos, sillas de ruedas, señoras con bastón. De todo.
A festejar. El kirchnerismo percibe a la perfección que la política tiene una dimensión festiva. Esto lo descubrió antes el peronismo histórico que, como preámbulo de sus actos, ponía en escena números musicales, danzas, orquestas y la coronación de reinas del trabajo. Los contreras hablaban del “circo en Plaza de Mayo”. Perón, en cuanto se instaló el gobierno militar del cual fue secretario de Trabajo y Previsión, visitaba las radios que, en ese momento, eran el polo dinámico de la comunicación de masas. Sensible a la Fiesta y a las nuevas tecnologías, la celebración peronista no fue inventada por Cristina Kirchner.
Excepto el discurso de la Presidenta, casi todo lo que sucedió el 25 de Mayo fue una gigantesca fiesta globalizada (que incluye las formas globales del folklore y de la música latinoamericana). El peronismo de Cristina actualiza una tradición mediática que hoy puede llamarse populismo pop globalizado.
Para el tedeum de la mañana en Luján, la Presidenta eligió los colores celeste y blanco, que son los de la bandera y los del manto de esa Virgen. Según cuenta Paco Jamandreu, modisto de Eva, fue Perón quien lo llamó para que diseñara la ropa de su esposa (antes de que comenzaran a llegar los modelos Dior desde París) y cumplió el encargo con el famoso traje sastre. Cristina no necesitó que su marido se ocupara de estas cosas. Ella es fanática de la ropa y tiene el sentido del vestido apropiado para la Fiesta: no se trata de buen gusto sino de representación teatral. Sus vestidos son los de una mujer pop globalizada: la nueva rica, una figura que este gobierno multiplicó a troche y moche como parte de su acción distributiva entre amigos. A estos brillos de la acumulación populista globalizada no le gana ni un transatlántico remolcado por los globos de Macri.
Ella embellece sus actos de gobierno y oculta lo que ni siquiera el discurso puede mejorar.
En este marco, el discurso de la Presidenta fue lo que ha señalado casi todo el mundo: el colapso del 25 de Mayo de 1810 en el 25 de Mayo de 2003; el cambio de Mariano Moreno por Néstor Kirchner; el primer discurso de Néstor como nuevo comienzo de la Patria. Naturalmente, Cristina Kirchner tiene que ignorar a Moreno, redactor del Decreto de Supresión de Honores. El espíritu monárquico de la Presidenta choca con el republicanismo avanzado de Moreno, autor de un decreto que, en su artículo 8, establecía: “Se prohíbe todo brindis, viva, o aclamación pública en favor de individuos particulares de la Junta. Si éstos son justos, vivirán en el corazón de sus conciudadanos”. Un gorila, Moreno.
La Presidenta ha recolocado las efemérides de la Patria (con breve nota al pie, le informó al pueblo el rol nacional patriótico de Rosas en Vuelta de Obligado pero no el de Castelli y ni siquiera el de su amado Belgrano, hombres de 1810). Esta desaparición de la Revolución de Mayo bajo la lápida de la revolución kirchnerista, tuvo otro aspecto: el del tradicional autocentramiento de la Presidenta. Ella tiene un juicio inexacto sobre sí misma y su proyecto. Lo menos que puede decirse es que exagera. Más preciso sería decir que embellece sus actos de gobierno y oculta lo que ni siquiera el discurso puede mejorar (pobreza y desigualdad, índices de precios, las madrigueras de la corrupción).
Show y trastienda. Tal como se está desarrollando, en esta campaña gana el espectáculo y las incursiones en la intimidad. La fiesta de la Plaza fue la inauguración oficial de la campaña electoral. Se dirá que la inauguran todos los días. Pero es difícil reunir esa multitud todos los días y no se la desaprovechó para menudencias como los 205 años de la Revolución de Mayo.
Frente a la épica personalista y el subjetivismo teledramático de la Presidenta, la mayoría de los candidatos que se definen opositores (hago excepción de la izquierda trotskista o socialista y de Stolbizer) no se animan a interpelar con ideas a sus posibles votantes. Todo se reduce a la repetición de una iconografía y de las frases más típicas del qualunquismo: lo que la gente quiere, lo que la gente me dice, lo que escucho de la gente que está cansada de todo.
Esta exageración del qualunquismo alcanza niveles patéticos. Pongo un ejemplo: hace cuatro días, en el programa de Alfredo y Diego Leuco, Del Sel reconoció que carecía de experiencia política, pero que, en cambio, durante más de treinta años había hecho reír a la gente. Non plus ultra. Sin embargo, comparado con Los Midachi, el kirchnerismo es un circo de tres pistas. Sólo que su épica ha fracasado y ha devenido en un régimen con discurso autoritario, prácticas corruptas y para-institucionales. Lo cual lo hace diferente al candidato Midachi, pero también diferente a los esfuerzos de los políticos que todavía creen que es posible dirigirse a la gente sin subestimarla ni mentirle.
Seguí la orden de un manifestante que, tocándome el brazo, me dijo: “osservá, osservá”. Llegué hasta donde pude, digamos hasta el puesto de Radio Nacional, a la altura de la verja del Cabildo. De todas formas, como si fuera un espectáculo de ballet o de Violetta, todos mirábamos lo que sucedía por las pantallas gigantes. No hay ojo humano que permita percibir una cara a más de 150 metros. Pero la imagen en pantalla gigante con gran sonido no es lo mismo que en la televisión de la cocina. La fiesta, como el recital, ama la hipérbole.
Quienes digan que los organizados llegaron en ómnibus dice tanta verdad como que él mismo llega a su casa en taxi o en subterráneo todas las noches. Por otra parte, quien estuvo en la Plaza fácilmente podía darse cuenta de que La Cámpora llegó unida y organizada. Pero también que muchos avanzaban en pequeños grupos de amigos y que estacionaron en el centro, además de los ómnibus, muchos autos “de pobre”, con las abolladuras herrumbradas, a los que todavía no les llegó el turno del recambio.
No tengo razones para dudar de la aceptación popular de los recitales: se llenan los que organiza Lombardi en la Ciudad y los que organiza Telerman en la Provincia. Se llenó éste que organizó Javier Grosman. Si todos los presentes fueran unidos y organizados habría más militantes K que soldados en la Grande Armée de Napoleón. Los militantes conviven con los espontáneos.
El kirchnerismo pone en escena la Fiesta, algo que pertenece no sólo al mundo popular sino al de las capas medias. La formación de La Cámpora, que ocupaba el centro de la Avenida de Mayo desde Piedras hasta la Plaza, era la columna vertebral política de la Fiesta, pero aunque esa columna sostenía la línea general kirchnerista, el sonido de los bombos y los redoblantes, no eran ajenos a una especie de rítmico sonido celebratorio. Por los costados de La Cámpora, las veredas anchas de la Avenida estaban ocupadas por los “no encuadrados”: kirchneristas sueltos, simpatizantes, familias, ancianos y chicos, sillas de ruedas, señoras con bastón. De todo.
A festejar. El kirchnerismo percibe a la perfección que la política tiene una dimensión festiva. Esto lo descubrió antes el peronismo histórico que, como preámbulo de sus actos, ponía en escena números musicales, danzas, orquestas y la coronación de reinas del trabajo. Los contreras hablaban del “circo en Plaza de Mayo”. Perón, en cuanto se instaló el gobierno militar del cual fue secretario de Trabajo y Previsión, visitaba las radios que, en ese momento, eran el polo dinámico de la comunicación de masas. Sensible a la Fiesta y a las nuevas tecnologías, la celebración peronista no fue inventada por Cristina Kirchner.
Excepto el discurso de la Presidenta, casi todo lo que sucedió el 25 de Mayo fue una gigantesca fiesta globalizada (que incluye las formas globales del folklore y de la música latinoamericana). El peronismo de Cristina actualiza una tradición mediática que hoy puede llamarse populismo pop globalizado.
Para el tedeum de la mañana en Luján, la Presidenta eligió los colores celeste y blanco, que son los de la bandera y los del manto de esa Virgen. Según cuenta Paco Jamandreu, modisto de Eva, fue Perón quien lo llamó para que diseñara la ropa de su esposa (antes de que comenzaran a llegar los modelos Dior desde París) y cumplió el encargo con el famoso traje sastre. Cristina no necesitó que su marido se ocupara de estas cosas. Ella es fanática de la ropa y tiene el sentido del vestido apropiado para la Fiesta: no se trata de buen gusto sino de representación teatral. Sus vestidos son los de una mujer pop globalizada: la nueva rica, una figura que este gobierno multiplicó a troche y moche como parte de su acción distributiva entre amigos. A estos brillos de la acumulación populista globalizada no le gana ni un transatlántico remolcado por los globos de Macri.
Ella embellece sus actos de gobierno y oculta lo que ni siquiera el discurso puede mejorar.
En este marco, el discurso de la Presidenta fue lo que ha señalado casi todo el mundo: el colapso del 25 de Mayo de 1810 en el 25 de Mayo de 2003; el cambio de Mariano Moreno por Néstor Kirchner; el primer discurso de Néstor como nuevo comienzo de la Patria. Naturalmente, Cristina Kirchner tiene que ignorar a Moreno, redactor del Decreto de Supresión de Honores. El espíritu monárquico de la Presidenta choca con el republicanismo avanzado de Moreno, autor de un decreto que, en su artículo 8, establecía: “Se prohíbe todo brindis, viva, o aclamación pública en favor de individuos particulares de la Junta. Si éstos son justos, vivirán en el corazón de sus conciudadanos”. Un gorila, Moreno.
La Presidenta ha recolocado las efemérides de la Patria (con breve nota al pie, le informó al pueblo el rol nacional patriótico de Rosas en Vuelta de Obligado pero no el de Castelli y ni siquiera el de su amado Belgrano, hombres de 1810). Esta desaparición de la Revolución de Mayo bajo la lápida de la revolución kirchnerista, tuvo otro aspecto: el del tradicional autocentramiento de la Presidenta. Ella tiene un juicio inexacto sobre sí misma y su proyecto. Lo menos que puede decirse es que exagera. Más preciso sería decir que embellece sus actos de gobierno y oculta lo que ni siquiera el discurso puede mejorar (pobreza y desigualdad, índices de precios, las madrigueras de la corrupción).
Show y trastienda. Tal como se está desarrollando, en esta campaña gana el espectáculo y las incursiones en la intimidad. La fiesta de la Plaza fue la inauguración oficial de la campaña electoral. Se dirá que la inauguran todos los días. Pero es difícil reunir esa multitud todos los días y no se la desaprovechó para menudencias como los 205 años de la Revolución de Mayo.
Frente a la épica personalista y el subjetivismo teledramático de la Presidenta, la mayoría de los candidatos que se definen opositores (hago excepción de la izquierda trotskista o socialista y de Stolbizer) no se animan a interpelar con ideas a sus posibles votantes. Todo se reduce a la repetición de una iconografía y de las frases más típicas del qualunquismo: lo que la gente quiere, lo que la gente me dice, lo que escucho de la gente que está cansada de todo.
Esta exageración del qualunquismo alcanza niveles patéticos. Pongo un ejemplo: hace cuatro días, en el programa de Alfredo y Diego Leuco, Del Sel reconoció que carecía de experiencia política, pero que, en cambio, durante más de treinta años había hecho reír a la gente. Non plus ultra. Sin embargo, comparado con Los Midachi, el kirchnerismo es un circo de tres pistas. Sólo que su épica ha fracasado y ha devenido en un régimen con discurso autoritario, prácticas corruptas y para-institucionales. Lo cual lo hace diferente al candidato Midachi, pero también diferente a los esfuerzos de los políticos que todavía creen que es posible dirigirse a la gente sin subestimarla ni mentirle.