Una vez extinguido el experimento Massa, y básicamente agotadas las polémicas en torno a él, y sencillamente dispersados sus antaño numerosos fans (o propagandizadores, o incluso licenciados en “teoría del giro municipalista” –nota irónica: el único giro municipalista verificable fue el de los intendentes renovadores, que en efecto “giraron” masivamente hacia el FPV), la discusión que más o menos viene planteándose en diferentes ámbitos sería la siguiente: qué ocurrirá con el peronismo cuando Cristina ya no ocupe el sillón presidencial. El rosario de posturas es falsamente interminable; se puede reducir a dos. Por un lado están los “lapiceristas”, en dos palabras, los que juzgan que el liderazgo político no es otra cosa que la asignación de partidas presupuestarias, o la promesa de dichas partidas (bajo el formato de obras, cargos, contratos, lugares en listas y las mil y un formas de “pagar” en política). Por otro lado están los personalistas, para quienes el liderazgo político es un acontecimiento histórico irreductible a ninguna institución, y como tal impone una militancia cuyo horizonte está más allá del toma y daca, la especulación, el cálculo. Por ejemplo, Perón en 1973 era uno de los pocos ciudadanos argentinos que estaban inhabilitados por ley a presentarse a elecciones, el Proscripto por excelencia; sin embargo, mandaba. Se daba la vida por él. (Y, ¿qué es un líder? Podríamos responder: el que el pueblo quiere.)
Hay que hablar, entonces, de Perón y de Cristina. Al mismo nivel. Los que se posternan ante la lapicera, digamos que en su versión más refinada no tienen ningún respeto ni temor por el fenómeno del liderazgo, sino que sienten que podrían reemplazarlo a su debido momento. ¿Se trata solamente de “afán personal de poder”? Quizá no; cuando argumentan, los soldados de la lapicera se defienden apelando a la característica más íntima del corazón del pueblo argentino: el venerable culto a la rebeldía ante la autoridad, la típica desconfianza rioplatense por cualquier título honorífico o sangre azul, de cualquier fortuna bien o mal habida, de cualquier corona… En otros términos, como el Pueblo no se siente inferior a sus Representantes, siempre puede reemplazarlos… A primera vista, modernidad pura. Digamos que el lapicerismo puede fundamentarse en una noción totalmente formal del poder: el que manda no tiene propiedades “naturales” o divinas para ejercer su influencia en los demás (eso sería medievalismo), sino que simplemente posee (de forma pasajera) las herramientas institucionales del poder. Y puede perderlas, porque así es la democracia –incluso perderla a nuestras manos, por lo cual, ¡a competir! (Claude Lefort o Chantal Mouffe acaso podrían suscribir estas líneas.)
Pero el formalismo es más complejo. En una entrevista reciente, mediante la cual politólogos y peronólogos creyeron tocar el cielo analítico con las manos ya que, por fin, la Bestia hablaba por sí misma, el gobernador salteño Juan Manuel Urtubey reflexionó: “Mirá, cuando tenga un candidato a presidente, que todavía no lo tengo, me va a empezar a parecer un gran dirigente; en septiembre, me va a parecer que es lo más cercano a los postulados del peronismo, y en octubre, cuando gane las elecciones, me va a parecer la reencarnación de Perón. Así somos nosotros.” El estructuralismo francés de Urtubey no podría ser más elocuente: el “carisma” no emana de la persona, sino del lugar institucional que ocupa –es una apariencia del sistema, pero una apariencia objetiva, un “engaño” en el que caemos indefectiblemente en septiembre-octubre de los años con elecciones ejecutivas, del que somos conscientes y del cual, no obstante, no podemos liberarnos (ni queremos, porque de hecho suele garantizar el triunfo). Lo fascinante de esta confesión radica en su desparpajo, y por eso gusta tanto a los académicos (quienes, como diría Lacan, representan la posición del Saber que debe ser siempre lo contrario de la inocencia y por eso termina en el cinismo –y por eso Twitter está lleno de becarios); con una leve paráfrasis de Slavoj Zizek, podemos describir este fenómeno diciendo “sabemos muy bien que el candidato Fulano no es la reencarnación de Perón, pero… igual lo creemos”. Ahora bien, la frase de Urtubey tenía un remate que no puede eludirse y resuelve (descartándolo) el enigma del carisma: “Si le va bien dentro de cuatro años militaremos su reelección, y si no le va bien, nos lo llevaremos puesto”. Esta visión hindú del peronismo, donde el Movimiento se va engullendo tranquilamente a sus sucesivas encarnaciones en cuanto dejan de servirle, sin que sus productos lo afecten ni alteren su naturaleza, tiene la seducción de Shiva y sus brazos infinitos; pero al igual que el hinduismo, y sin dejar de ser una figura del Espíritu (vamos a reconocerlo), resulta fundamentalmente aburrido, incompleto y conservador.
Y bien, ¿qué piensan los personalistas? Lo contrario; en la fenomenología del espíritu político, serían como los cristianos, para quienes el Movimiento sí puede producir un liderazgo que no sea “uno más”, que cambie para siempre el sentido del Movimiento mismo. En otros términos, son dialécticos, en el sentido de que admiten la posibilidad de un Acontecimiento que interrumpa el fluir imparable y esquizoide (y quizá deleuziano) tan bien descrito por Urtubey… Para bajar a tierra todo esto: hay un grupo significativo de gente para la cual Cristina tiene la misma estatura política que Perón. Y que por lo tanto hay que obrar (militar políticamente) en consecuencia. Por ejemplo, La Cámpora, organización cuyo nombre lo dice todo[1].
Esta es la discusión, en definitiva. ¿Cristina es tan importante y decisiva para la historia argentina como Perón? Comencemos analizando a quienes rechazan semejante idea. Salvo que tengan 70 años, no han vivido los años dorados del peronismo clásico y casi con seguridad no los han experimentado como militantes políticos: sólo conocen la Resistencia, donde había líder pero lejos, donde –por obvia necesidad– la política peronista gozaba de una autonomía táctica francamente enorme. Si tienen entre 40 y 50 años y están en la flor de la edad para la gestión, ni siquiera han llegado a vivir políticamente el Perón del 74 y todo lo que pueden decir del asunto se basa en relatos indirectos y en la época Cafiero-Menem, es decir, la Renovación. Si tienen menos y siguen pensando que Perón fue más que Cristina, lo que preservan es la experiencia bibliográfica del peronismo contra la vivencia directa del kirchnerismo, lo cual es respetable, en primer y último lugar. Porque no se trata de invalidar etariamente una posición sino calcular su influencia política: si Perón “hubo uno solo”, si el acontecimiento histórico del liderazgo de Perón no puede volver, entonces tiene razón Urtubey –todo lo que nos queda es engañarnos con encarnaciones cuatrianuales del General que, luego e impiadosamente, devoraremos cuando pierda votos. Y así recomenzar el círculo. La lógica del carisma que expone Urtubey es tan circular como las crisis económicas a las que nos ha venido sometiendo el capital extranjero; y esto quizá no constituya, cómo decirlo… una “casualidad permanente”. Yendo al grano: ¿cómo se ha tramitado la sucesión política en la Argentina? Mediante golpes de Estado o golpes de Mercado. Lo pueden testificar Duhalde, De la Rúa, Menem, Alfonsín, los militares en todas sus formas, Isabel, Illia, Frondizi, Perón, Yrigoyen… Tal vez el “y si le va mal, nos lo llevaremos puesto”, tan natural y cansino de Urtubey, tenga un sustrato menos espiritista y más económico-político; tal vez atrás de los tentáculos movedizos e hipnóticos de Shiva se cifre el rol que la división internacional del trabajo del siglo XIX le asignó a la Argentina: vender granos y explotar por el aire ante cada cuello de botella industrializador, por falta de dólares o por presión de las armas…
Para ser más explícitos: a Cristina nadie se la llevó puesta. Gobierna con mano firme, como si no fuese a irse en pocos meses. Mantiene absoluta centralidad política. Sanciona leyes. Y peor todavía, arma listas. Simpáticos sofistas pretenden que Menem, hacia el final de su mandato, estaba en una situación similar. Para nada. El 17 de octubre de 1998, el gobernador bonaerense y peronista Eduardo Duhalde (que ya había volteado el rumor re-reeleccionista) llenó la Plaza de Mayo para sepultar el liderazgo de otro peronista y encima presidente, Carlos Menem, cosa que logró (según Carlos Corach hubo 60 mil personas, según el duhaldismo 100 mil) [2]. ¿Existe algo parecido que haya ocurrido este año en relación a Cristina? Massa jugó simbólicamente por ese camino –por ejemplo, se atribuyó haber cercenado cualquier posibilidad de reforma constitucional que habilitara nuevos mandatos presidenciales, y logró provocar una escisión bonaerense de cierta importancia. Sin embargo, la idea no prosperó. El liderazgo de Cristina no estaba agotado. Y no porque (como teorizan los liberales, a quienes siempre debemos leer ya que, como tienen intereses propios, tienen ideas propias) la economía populista del kirchnerismo haya postergado su muerte con emisión, subsidios y deuda china. Es al revés: Cristina pudo sortear la crisis económica (tomando las medidas contrarias a las recetadas por los “y si le va mal, nos lo llevamos puesto”) porque es una líder histórica de la talla de Perón. Su enorme popularidad le permite ordenar todo lo que pasa. Cristina está abarcando políticamente la contradicción principal: cómo hacer para que el capital extranjero no vampirice la industria nacional y nos devuelva, de un plumazo, al siglo XIX –a su economía dependiente, a sus magras condiciones de vida. Interesante problema, ¿no? Y además, todo indica que su influencia en la política nacional va a ser terriblemente importante y, en algún sentido, quizá recién ha empezado: Cristina tiene sólo 62 años (cuando finalmente volvió al país tras su largo exilio, Perón ya sumaba 78).
La tesis final de este artículo es la siguiente: el peronismo hindú, con encarnaciones dirigenciales descartables que van muriendo a medida que se vuelven inútiles, no es un resultado histórico. Es sólo una etapa de transición entre Perón y Néstor, una formación de compromiso que surgió para procesar conjuntamente la muerte de Perón a manos de la vejez y la muerte de la juventud a manos de la dictadura. (Demasiado espanto. Todo lo bueno y grande que había en la Argentina del 73 ya no existía en la Argentina del 78.) Acá se puede rebatir el punto filosófico de los soldados de la lapicera: es cierto, “el argentino” desconfía de la autoridad, no se siente menos que un norteamericano o un europeo, no respeta los trajes ni los títulos, no se posterna ante los reyes, desconoce con toda frescura fastos y pompas (cuando Antonio Ubaldo Rattín fue expulsado del partido Argentina-Inglaterra en el Mundial de 1966, se sentó un buen rato en la alfombra roja destinada a la Reina, provocando un involuntario, mágico estupor), es cierto, “el argentino” es más anarquista que verticalista y sin embargo… sin embargo, cuando alguien es un auténtico líder popular, las “bromas” y los desafíos terminan. Son mal vistos. Mientras Perón vivió, e incluso residiendo fuera del país, fue desafiado por Vandor, que tenía un poder enorme en la CGT y quiso fundar el “peronismo sin Perón”: no funcionó. Luego, con muy otras razones, Montoneros discutió esa conducción: tampoco anduvo. Conclusión, los liderazgos históricos no se tocan. ¿Qué van a intentar con Cristina? El pueblo argentino la quiere, y la va a querer más a medida que se acerque el 10 de diciembre de este año –y más aún después, cuando ya no la veamos asomarse regularmente a los patios de la Casa Rosada para decir que bien, en fin, lo mejor que deja su gobierno es una juventud politizada. Son palabras solemnes. En este país hubo un genocidio; Néstor y Cristina lo curaron. El hecho va más allá de cualquier coyuntura y dicta, en buena parte, las condiciones del futuro –en todo caso, es lo que está en debate: para una parte no desdeñable de la sociedad, numerosa y movilizada, el candidato es el proyecto, y el liderazgo es de Cristina.
Hay que hablar, entonces, de Perón y de Cristina. Al mismo nivel. Los que se posternan ante la lapicera, digamos que en su versión más refinada no tienen ningún respeto ni temor por el fenómeno del liderazgo, sino que sienten que podrían reemplazarlo a su debido momento. ¿Se trata solamente de “afán personal de poder”? Quizá no; cuando argumentan, los soldados de la lapicera se defienden apelando a la característica más íntima del corazón del pueblo argentino: el venerable culto a la rebeldía ante la autoridad, la típica desconfianza rioplatense por cualquier título honorífico o sangre azul, de cualquier fortuna bien o mal habida, de cualquier corona… En otros términos, como el Pueblo no se siente inferior a sus Representantes, siempre puede reemplazarlos… A primera vista, modernidad pura. Digamos que el lapicerismo puede fundamentarse en una noción totalmente formal del poder: el que manda no tiene propiedades “naturales” o divinas para ejercer su influencia en los demás (eso sería medievalismo), sino que simplemente posee (de forma pasajera) las herramientas institucionales del poder. Y puede perderlas, porque así es la democracia –incluso perderla a nuestras manos, por lo cual, ¡a competir! (Claude Lefort o Chantal Mouffe acaso podrían suscribir estas líneas.)
Pero el formalismo es más complejo. En una entrevista reciente, mediante la cual politólogos y peronólogos creyeron tocar el cielo analítico con las manos ya que, por fin, la Bestia hablaba por sí misma, el gobernador salteño Juan Manuel Urtubey reflexionó: “Mirá, cuando tenga un candidato a presidente, que todavía no lo tengo, me va a empezar a parecer un gran dirigente; en septiembre, me va a parecer que es lo más cercano a los postulados del peronismo, y en octubre, cuando gane las elecciones, me va a parecer la reencarnación de Perón. Así somos nosotros.” El estructuralismo francés de Urtubey no podría ser más elocuente: el “carisma” no emana de la persona, sino del lugar institucional que ocupa –es una apariencia del sistema, pero una apariencia objetiva, un “engaño” en el que caemos indefectiblemente en septiembre-octubre de los años con elecciones ejecutivas, del que somos conscientes y del cual, no obstante, no podemos liberarnos (ni queremos, porque de hecho suele garantizar el triunfo). Lo fascinante de esta confesión radica en su desparpajo, y por eso gusta tanto a los académicos (quienes, como diría Lacan, representan la posición del Saber que debe ser siempre lo contrario de la inocencia y por eso termina en el cinismo –y por eso Twitter está lleno de becarios); con una leve paráfrasis de Slavoj Zizek, podemos describir este fenómeno diciendo “sabemos muy bien que el candidato Fulano no es la reencarnación de Perón, pero… igual lo creemos”. Ahora bien, la frase de Urtubey tenía un remate que no puede eludirse y resuelve (descartándolo) el enigma del carisma: “Si le va bien dentro de cuatro años militaremos su reelección, y si no le va bien, nos lo llevaremos puesto”. Esta visión hindú del peronismo, donde el Movimiento se va engullendo tranquilamente a sus sucesivas encarnaciones en cuanto dejan de servirle, sin que sus productos lo afecten ni alteren su naturaleza, tiene la seducción de Shiva y sus brazos infinitos; pero al igual que el hinduismo, y sin dejar de ser una figura del Espíritu (vamos a reconocerlo), resulta fundamentalmente aburrido, incompleto y conservador.
Y bien, ¿qué piensan los personalistas? Lo contrario; en la fenomenología del espíritu político, serían como los cristianos, para quienes el Movimiento sí puede producir un liderazgo que no sea “uno más”, que cambie para siempre el sentido del Movimiento mismo. En otros términos, son dialécticos, en el sentido de que admiten la posibilidad de un Acontecimiento que interrumpa el fluir imparable y esquizoide (y quizá deleuziano) tan bien descrito por Urtubey… Para bajar a tierra todo esto: hay un grupo significativo de gente para la cual Cristina tiene la misma estatura política que Perón. Y que por lo tanto hay que obrar (militar políticamente) en consecuencia. Por ejemplo, La Cámpora, organización cuyo nombre lo dice todo[1].
Esta es la discusión, en definitiva. ¿Cristina es tan importante y decisiva para la historia argentina como Perón? Comencemos analizando a quienes rechazan semejante idea. Salvo que tengan 70 años, no han vivido los años dorados del peronismo clásico y casi con seguridad no los han experimentado como militantes políticos: sólo conocen la Resistencia, donde había líder pero lejos, donde –por obvia necesidad– la política peronista gozaba de una autonomía táctica francamente enorme. Si tienen entre 40 y 50 años y están en la flor de la edad para la gestión, ni siquiera han llegado a vivir políticamente el Perón del 74 y todo lo que pueden decir del asunto se basa en relatos indirectos y en la época Cafiero-Menem, es decir, la Renovación. Si tienen menos y siguen pensando que Perón fue más que Cristina, lo que preservan es la experiencia bibliográfica del peronismo contra la vivencia directa del kirchnerismo, lo cual es respetable, en primer y último lugar. Porque no se trata de invalidar etariamente una posición sino calcular su influencia política: si Perón “hubo uno solo”, si el acontecimiento histórico del liderazgo de Perón no puede volver, entonces tiene razón Urtubey –todo lo que nos queda es engañarnos con encarnaciones cuatrianuales del General que, luego e impiadosamente, devoraremos cuando pierda votos. Y así recomenzar el círculo. La lógica del carisma que expone Urtubey es tan circular como las crisis económicas a las que nos ha venido sometiendo el capital extranjero; y esto quizá no constituya, cómo decirlo… una “casualidad permanente”. Yendo al grano: ¿cómo se ha tramitado la sucesión política en la Argentina? Mediante golpes de Estado o golpes de Mercado. Lo pueden testificar Duhalde, De la Rúa, Menem, Alfonsín, los militares en todas sus formas, Isabel, Illia, Frondizi, Perón, Yrigoyen… Tal vez el “y si le va mal, nos lo llevaremos puesto”, tan natural y cansino de Urtubey, tenga un sustrato menos espiritista y más económico-político; tal vez atrás de los tentáculos movedizos e hipnóticos de Shiva se cifre el rol que la división internacional del trabajo del siglo XIX le asignó a la Argentina: vender granos y explotar por el aire ante cada cuello de botella industrializador, por falta de dólares o por presión de las armas…
Para ser más explícitos: a Cristina nadie se la llevó puesta. Gobierna con mano firme, como si no fuese a irse en pocos meses. Mantiene absoluta centralidad política. Sanciona leyes. Y peor todavía, arma listas. Simpáticos sofistas pretenden que Menem, hacia el final de su mandato, estaba en una situación similar. Para nada. El 17 de octubre de 1998, el gobernador bonaerense y peronista Eduardo Duhalde (que ya había volteado el rumor re-reeleccionista) llenó la Plaza de Mayo para sepultar el liderazgo de otro peronista y encima presidente, Carlos Menem, cosa que logró (según Carlos Corach hubo 60 mil personas, según el duhaldismo 100 mil) [2]. ¿Existe algo parecido que haya ocurrido este año en relación a Cristina? Massa jugó simbólicamente por ese camino –por ejemplo, se atribuyó haber cercenado cualquier posibilidad de reforma constitucional que habilitara nuevos mandatos presidenciales, y logró provocar una escisión bonaerense de cierta importancia. Sin embargo, la idea no prosperó. El liderazgo de Cristina no estaba agotado. Y no porque (como teorizan los liberales, a quienes siempre debemos leer ya que, como tienen intereses propios, tienen ideas propias) la economía populista del kirchnerismo haya postergado su muerte con emisión, subsidios y deuda china. Es al revés: Cristina pudo sortear la crisis económica (tomando las medidas contrarias a las recetadas por los “y si le va mal, nos lo llevamos puesto”) porque es una líder histórica de la talla de Perón. Su enorme popularidad le permite ordenar todo lo que pasa. Cristina está abarcando políticamente la contradicción principal: cómo hacer para que el capital extranjero no vampirice la industria nacional y nos devuelva, de un plumazo, al siglo XIX –a su economía dependiente, a sus magras condiciones de vida. Interesante problema, ¿no? Y además, todo indica que su influencia en la política nacional va a ser terriblemente importante y, en algún sentido, quizá recién ha empezado: Cristina tiene sólo 62 años (cuando finalmente volvió al país tras su largo exilio, Perón ya sumaba 78).
La tesis final de este artículo es la siguiente: el peronismo hindú, con encarnaciones dirigenciales descartables que van muriendo a medida que se vuelven inútiles, no es un resultado histórico. Es sólo una etapa de transición entre Perón y Néstor, una formación de compromiso que surgió para procesar conjuntamente la muerte de Perón a manos de la vejez y la muerte de la juventud a manos de la dictadura. (Demasiado espanto. Todo lo bueno y grande que había en la Argentina del 73 ya no existía en la Argentina del 78.) Acá se puede rebatir el punto filosófico de los soldados de la lapicera: es cierto, “el argentino” desconfía de la autoridad, no se siente menos que un norteamericano o un europeo, no respeta los trajes ni los títulos, no se posterna ante los reyes, desconoce con toda frescura fastos y pompas (cuando Antonio Ubaldo Rattín fue expulsado del partido Argentina-Inglaterra en el Mundial de 1966, se sentó un buen rato en la alfombra roja destinada a la Reina, provocando un involuntario, mágico estupor), es cierto, “el argentino” es más anarquista que verticalista y sin embargo… sin embargo, cuando alguien es un auténtico líder popular, las “bromas” y los desafíos terminan. Son mal vistos. Mientras Perón vivió, e incluso residiendo fuera del país, fue desafiado por Vandor, que tenía un poder enorme en la CGT y quiso fundar el “peronismo sin Perón”: no funcionó. Luego, con muy otras razones, Montoneros discutió esa conducción: tampoco anduvo. Conclusión, los liderazgos históricos no se tocan. ¿Qué van a intentar con Cristina? El pueblo argentino la quiere, y la va a querer más a medida que se acerque el 10 de diciembre de este año –y más aún después, cuando ya no la veamos asomarse regularmente a los patios de la Casa Rosada para decir que bien, en fin, lo mejor que deja su gobierno es una juventud politizada. Son palabras solemnes. En este país hubo un genocidio; Néstor y Cristina lo curaron. El hecho va más allá de cualquier coyuntura y dicta, en buena parte, las condiciones del futuro –en todo caso, es lo que está en debate: para una parte no desdeñable de la sociedad, numerosa y movilizada, el candidato es el proyecto, y el liderazgo es de Cristina.
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