El 16 de junio de 1955, aviones de la Marina bombardean Plaza de Mayo, en un intento para matar al general Perón. El bombardeo de la población por las fuerzas armadas del propio país es una acción que no tiene antecedentes en el mundo y es aberrante desde todo punto de vista. Esos aviones estaban tripulados por personajes que serán tristemente celebres en las dictaduras. Como hemos aprendido a lo largo de este tiempo, los golpes no son sólo militares, siempre existieron colaboradores e ideólogos civiles. Ese día la población concurrió como siempre a sus tareas habituales y se encontró con el bautismo de fuego de la aviación naval, que descargó sus bombas indiscriminadamente sobre la Plaza de Mayo, provocando más de 300 muertos y más de 2000 heridos. Inmediatamente, el pueblo trabajador salió a las calles a defender a su gobierno y las conquistas sociales de todos esos años. Lo que resultó llamativo fue que este bombardeo a la población civil durante muchos años fue silenciado, ocultado y negado inclusive por prestigiosos historiadores, que prefirieron seleccionar la quema de las iglesias como el hecho trascendente de esas jornadas. Gonzalo Chaves en su libro La masacre de Plaza de Mayo escribe por primera vez en más de 50 años los nombres de la mayoría de las víctimas (y la de sus asesinos), que sugestivamente fueron silenciados, ocultados durante todos estos años. «Trescientos muertos y ni un solo nombre. Trescientos es sólo un número -subraya el autor- la muerte de cada uno de los caídos en Plaza de Mayo es la tragedia.» Mi viejo, Carlos Aníbal Rodríguez, salió ese día a defender a su líder y cuando intentaba ayudar a los milicos leales arrastrando un cañón fue herido en una pierna por una esquirla de bomba. Al otro día en el diario La Razón apareció en la nómina como muerto en las inmediaciones de la plaza, sin embargo siguió resistiendo y lo mataron en 1962 con el Plan Conintes. Este texto es un homenaje para él y para todos los héroes de esa jornada, hasta hace poco anónimos.