Dos niñas fuman sus primeros cigarrillos y toman restos de bebidas alcohólicas a escondidas aprovechando la escasa atención de los adultos durante la fiesta en casa de una de ellas. No entienden la excitación con que se festeja el triunfo del ‘no’ en el plebiscito que acabó con la dictadura de Pinochet en 1988. Entre los mayores saltan, en medio del júbilo, viejos rencores -“hocicóndemierda, cagón, tú no brindas por nadie, hijodeputa”-, así que las niñas prefieren concentrarse en su iniciación en los vicios.
Es el punto de partida de La resta, de Alia Trabucco (Santiago, 1983), una de las sorpresas de la temporada literaria en Chile. Los nacidos en los años setenta y ochenta, que eran niños durante la represión, a los que sus padres protegían callando antes que compartiendo, son hoy una destacada generación de narradores. Su mirada tiene puntos en común: el primero es un intento de rellenar los huecos que dejaron esos silencios. Lo autobiográfico tiene así un fuerte peso en sus obras, en las que la memoria pasa de lo íntimo a lo político. Tienen una visión crítica de la transición a la democracia en su país. Coinciden en el gusto por el cuento o la novela breve. Y abundan algunos rasgos estilísticos: muchos ejercen una prosa directa, casi cinematográfica, de frases cortas. Pero también se ven influencias de la poesía y del vanguardismo, formatos arriesgados. En algún caso, el minimalismo se lleva al extremo.
Sergio Parra, veterano y muy respetado librero y editor que dirige Metales Pesados, sostiene que desde el boom no aparecía en América Latina una generación de narradores tan reconocible como esta. «Comparten lo mismo: escuchan igual música, ven películas, hacen guiones, programas de humor. Tienen influencia de lo multimedia, de la performance. No tienen miedo a escribir. Y no necesitan ser autores de una gran novela». Su obra, repartida a menudo en libros de pocas páginas, se lee cómo un puzle. Están lejos de la grandilocuencia.
Las referencias más claras son Roberto Bolaño, el autor maldito que alcanzó la gloria después de muerto con su novela 2666, y el poeta Nicanor Parra. Alberto Fuguet, uno de los que se rebeló contra el realismo mágico en McOndo (Mondadori, 1996), o el argentino César Aira son otras de las influencias destacadas. Babelia dialogó con diez de estos autores en Santiago de Chile, Valparaíso, Londres y (vía electrónica) Nueva York. Estas son sus reflexiones.
Literatura de hijos
La expresión Literatura de hijos la utilizó Alejandro Zambra (Santiago, 1975) para titular un capítulo de Formas de volver a casa (Anagrama, 2011), una exploración de su propio pasado. “Los de mi generación vivimos la democracia y la adolescencia al mismo tiempo. Nos dimos cuenta de que solo la segunda era totalmente cierta”, explica este autor entre clase y clase de las que imparte en la Universidad Diego Portales. “En los 90 tuvimos una sensación de orfandad muy grande. Se daban los problemas por archivados, pero advertimos que no lo estaban”. Y añade: “Para explicar cualquier cosa en Chile tienes que ir a la dictadura. Es muy difícil no hablar de ella”.
Para la crítica Lorena Amaro, la de los hijos es «una literatura cargada de culpas: la dictadura fue tan larga que dio tiempo a que los niños crecieran y entendieran lo que estaba ocurriendo, pero no duró tanto como para que pudieran combatirla realmente». Así que, lejos de la épica, estos escritores denuncian «el mutismo de la clase media, su servilismo ante las élites y su complicidad con los atavismos del poder en Chile».
Lina Meruane (Santiago, 1970) manifiesta su «espanto» ante la expresión «hijos de la dictadura». «Qué castigo, pienso, que ese sea el nombre que se dio a esa generación como si hubiéramos sido parte». Esta autora identifica la literatura de «posmemoria» como «relatos de segunda mano donde los narradores se hacen cargo como pueden de lo que vieron a medias o intuyeron», explica por correo electrónico desde Nueva York. En el 2000, Meruane publicó Cercada (reeditada por Cuneta), sobre la relación entre hijos de un torturador y de sus víctimas. «Mi generación abordó este tema muy pronto», dice. Pero ahora están surgiendo distintos puntos de vista, entre los que destaca el de Trabucco, porque en su libro «la memoria es una cosa cenicienta: irrespirable y difícil de sacudirse».
En un pub de Londres, donde reside, Alia Trabucco analiza la marca de los de su edad: «La diferencia de la literatura de hijos tiene que ver con rescatar otros afectos: esta generación no aborda el pasado solo desde el homenaje, sino también cuestionando, interpelando. Surge algo más afilado. Una aproximación más incómoda que en otras narrativas». En La resta (Demipage, 2015), tres de aquellos niños se reencontrarán como jóvenes para un viaje (casi una fuga) en el que les perseguirán los fantasmas de sus infancias. Un pasado no tan inocente según su relato. «Hay algo terrible en la infancia, que siempre es narrada a posteriori para construir una identidad».
Infancias siniestras
Es una seña de identidad de esta generación: entienden la memoria de la infancia como algo reconstruido, por uno mismo y por la familia, a lo largo de la vida. Poco fiable. Space Invaders (Alquimia, 2013), de Nona Fernández (Santiago, 1971), es una novela breve entre nostálgica y terrorífica en que los recuerdos de alumnos de los colegios de los ochenta se enredan con los sueños de los adultos que los reviven. La misma autora escribió Fuenzalida (Random House Mondadori, 2012), el intento de una mujer de reconstruir la vida de un padre ausente, un maestro de artes marciales implicado sin quererlo en el horror. En ambas la frontera entre lo autobiográfico y la ficción es muy difusa.
«La conducción de la memoria es muy subjetiva», admite Nona Fernández. «De los escolares de un mismo curso, nadie recuerda lo mismo. No creo en la memoria oficializada. Había muchos agujeros negros, cosas que se inventaron. Fuimos una generación rara que tuvo lucidez y conciencia de lo que ocurría pero no llegaba a entenderlo. Nos quedamos sin respuestas: algunas siguen sin llegar. En unos casos porque el dolor fue demasiado grande; en otros porque eran de los que no querían saber». En estos libros abundan los saltos en el tiempo, las tramas paralelas en el presente y en un pasado de miedo, sangre y plomo. Y se indaga, con esa perspectiva, en el destino de tantos desaparecidos: los miles que liquidó el régimen y también los que se escondieron tras identidades falsas.
También son frecuentes las miradas al espacio íntimo, a lo doméstico y familiar, que señalan debilidades de la condición humana. Un ejemplo es Alejandra Costamagna (Santiago, 1970), quien escribe cuentos tan inquietantes como los reunidos en Animales domésticos (Mondadori, 2011), donde utiliza como pretexto la presencia de las mascotas para presentarnos a una galería de personas presas de la incomunicación. Costamagna pone el foco en el detalle, en «las mierditas del día a día, los conflictos que están tapados por una superficie de aparente calma».
Minimalismo
De la tendencia a la concisión es un ejemplo la propia Costamagna. La autora ha reescrito su primera novela, En voz baja (LOM, 1996), comprimiéndola tanto que la ha convertido en un cuento de 35 páginas, incluido en Había una vez un pájaro (Cuneta, 2013). En voz baja fue una obra emblemática de la literatura de hijos porque se publicó a mediados de los 90, «cuando la dictadura había dejado de ser tema (ah, eso querían)». Pero, al revisar aquella obra de una veinteañera (una «mocosa» en lo literario, admite), Costamagna entendió que había «ruido, sobreexplicaciones, personajes-maquetas y un lenguaje altisonante», se justifica en el epílogo. Ahora ha reducido la historia enfocándola al conflicto entre una hija y su padre en los años setenta «y punto».
Alejandro Zambra ha escrito novelas cortas como Bonsái (Anagrama, 2006), el relato sobre una pareja que comparte el erotismo y las lecturas, y que empieza contando el final. Sus obras no suelen alcanzar el centenar de páginas. Tampoco su último libro, Facsímil (Sexto Piso, 2015), que da un nuevo salto formal: el texto se estructura como un examen de acceso a la universidad (la Prueba de Aptitud Verbal), en el cual el alumno se sitúa ante fragmentos de textos que debe ordenar, o descartar en parte. Con ese esquema se presentan pequeñas historias o reflexiones del autor sobre los temas que le importan, algunos muy cotidianos (¿por qué ya no se saluda en los ascensores?) y que adquieren nuevos sentidos, o más a menudo mantienen el mismo, según decida el lector. Con este formato «se volvió muy relevante la posibilidad de desordenar todo, de eliminar los detalles y las redundancias. Empezó como una parodia y acabó en autoparodia. Una parodia amarga», explica su autor.
Lo íntimo, lo personal
Muchos escritores chilenos participan de la tendencia (global) de que el escritor se ponga a sí mismo como personaje. Aunque, subrayan, la autoficción también tiene algo de mentirosa. «La honestidad de un escritor es con su tiempo, no con su vida», opina Zambra. «Y la ficción no es lo opuesto a la verdad, ¡como si la vida no incluyera los sueños!». Nona Fernández lo explica de otra manera: «Estamos en un momento en que la gente se disfraza menos. Y por tanto puede ponerse a sí mismo como personaje».
Rafael Gumucio (Santiago, 1970) se ha puesto de personaje una y otra vez. Es el autor de Memorias prematuras (Debate, 2000), un libro rompedor por dos motivos: el primero, que escribir unas memorias antes de cumplir los 30 no es lo más habitual; el segundo, que aportaba el punto de vista del exiliado. El autor -también periodista y humorista, presentador de espacios en radio y televisión- pasó su infancia en Francia, donde se había refugiado su familia, y regresó a Chile a los 14 años. «Fue un shock. Ese país al que volvía no era mi país, porque no tenía ningún recuerdo de él. Así que era un descubrimiento que tenía que hacer en voz baja». Gumudio reflexionaba sobre el sentimiento del desarraigo en una obra que vincula lo personal, y por tanto emocional, y lo político. «Era una confesión de fragilidad, escrita más desde la duda que de la certeza».
Gumucio no solo ha sido personaje él mismo, sino que hizo protagonista a su abuela, una gran influencia en su vida, en Mi abuela, Marta Rivas González (Ediciones UDP, 2013). El autor considera a esa mujer de vida intensa, exiliada dos veces, «el hombre de la familia», un modelo de virilidad. «Vengo de un mundo donde no somos del todo chilenos, franceses ni españoles», dice Gumucio, quien también ha residido en España y en Estados Unidos. Y sigue explorando su pasado de nómada. Su nueva novela, Milagro en Haití (Literatura Random House, 2015), se basa en otra experiencia familiar. En ese país caribeño residió su madre, un tiempo en que vivió un golpe de Estado y una severa infección tras una operación estética, los puntos de partida de la novela. Pero él asegura que las coincidencias acaban ahí y todo lo demás es ficción.
Lina Meruane también sale de su país pero no de sus raíces familiares en Volverse palestina (Literatura Random House, 2015), la crónica de su viaje al pueblo de sus abuelos, en Cisjordania. Una estancia que despertó en ella una «conciencia más política de lo palestino», y que le hizo fijarse más en el violento presente que en la nostalgia del origen.
Otros episodios negros
Y es que no solo de la dictadura y de la transición escriben los jóvenes autores chilenos. A sus 28 años, Diego Zúñiga (Iquique, 1987) ha tenido éxito con su segunda novela, Racimo (Literatura Random House, 2015), un relato en torno a la desaparición de más de una decena de chicas adolescentes que estudiaban en un colegio en Alto Hospicio, en el desértico norte de Chile. Aquel episodio aún duele: los familiares de las víctimas se toparon con la incomprensión, desidia e incompetencia de las autoridades (un miembro del Gobierno llegó a sugerir que las chicas se habían fugado y lo relacionó con su «promiscuidad») hasta que se descubrió que era un psicópata el que estaba detrás de 14 muertes en la zona. Sin pretenderlo, a Zúñiga le salió una novela negra -él dice que no es autor de género-, ambientada en un lugar desolador e inquietante, donde además se ubicaba una fábrica de armas de racimo, hoy prohibidas. «El cementerio perfecto», explica Zúñiga. «No me interesaba el asesino en serie, hablo de la herida del país, que está lleno de casos así».
Si Zúñiga nos lleva al lejano norte de Chile, donde nació, la poeta Gloria Dünkler (Pucón, 1977) es del extremo sur. Y sus historias se sitúan en esa tierra fría y remota pero se remontan un siglo atrás. Tras la independencia, miles de colonos alemanes fueron asentados en el sur para garantizar la consolidación de ese territorio; los indígenas mapuches, a su vez, fueron desplazados a los cerros, porque no se les consideraba aptos para el trabajo agrario. En ese contexto se sitúan sus dos poemarios: Füsche von Llafenko (Ediciones Tácitas, 2009) y Spandau (2012). El primero se centra en el desencuentro entre alemanes y mapuches. En el segundo, se habla de los criminales de guerra nazis refugiados allí, como Walter Rauff, reclamado por Alemania y a quien Allende no fue capaz de extraditar. La tercera entrega, que se llamará Yatagan, aborda un asunto polémico: la matanza, el 5 de septiembre de 1938, de unos 60 jóvenes nacistas (con c, variante autóctona de la ideología hitleriana) al aplastarse un conato de revolución pretendidamente nacional-socialista.
«Es un tema tabú, incómodo», confiesa la autora. «Fue una masacre pero, como las víctimas eran de tendencia nazi, no fue recordada. No está en el canon de lo políticamente correcto». La poeta, descendiente de alemanes y españoles, quiere combatir ese olvido. Pero asegura que inició esta serie sin otro objetivo que «una búsqueda personal, una indagación en la sombra del yo».
Fenómeno independiente
Dünkler, quien se expresa sorprendida por la repercusión de su obra, es un ejemplo de la pujanza de las editoriales independientes, una de las claves del momento literario chileno. Otro caso llamativo es el de Natalia Berbelagua. La joven escritora de Valparaíso (nacida en Santiago en 1985) alcanzó notoriedad con Valporno (Emergencia Narrativa, 2012) una colección de cuentos de sexo descarnado, que aborda lo más oscuro y sucio que ocurre puertas adentro en contraste con una sociedad en apariencia muy formal. Para su redacción se sirvió de ideas que dejaban internautas anónimos en su blog sobre erotismo. Valporno fue un grito punk, una provocación que salió del circuito de lo underground tras ser elogiada por Nicanor Parra (cuentos tan pornográficos como buenos, dijo el poeta). La autora creó allí a dos personajes llamativos, Elías y Alicia, una pareja que se trata sin ternura alguna y que revela que «la felicidad es una mentira».
Si Valporno trataba de la perversión hasta lo repulsivo, La bella muerte (2013) continuaba esa línea fijándose en la crueldad extrema. Sin embargo, su tercer libro, Domingo (2015), da un giro y aborda sus recuerdos de infancia, adolescencia y juventud en forma de diario íntimo y en un tono de gran melancolía. Berbelagua explica en una terraza de Valparaíso, ciudad portuaria y por tanto canalla, que lo suyo ha sido el «humor negro», inhabitual en la literatura chilena. «En Valporno quise golpear; era más joven y tiene la rebeldía de aquellos años. Domingo está hecha de microficciones que forman una historia completa». Y ahí destaca, de nuevo, una mirada nada inocente sobre la niñez: «Yo trato el horror cotidiano», dice. «La infancia como terreno feliz no es tal».
Como no todo lo alternativo se entiende bien, a Natalia Berbelagua le preguntan a menudo si es sadomasoquista, como a Gloria Dünkler algunos la miran mal por si es nazi. No todo el mundo supo leer sus obras.
Una mirada escéptica
Carlos Franz (Ginebra, 1959) no pertenece a esa oleada de veinte, treinta y cuarentañeros, sino a la generación que era madura durante la transición. Al pedirle opinión sobre los que van detrás, discute el concepto: «Hay gente muy diversa». Sí observa un cierto gusto por tendencias minimalistas, por una estructura muy tenue y delgada, pero eso, señala, ya se hacía en EE UU en los años sesenta. «No hay tendencias dominantes sino una ausencia de líderes. Como en la política», señala. Con esa reserva, elogia a Zambra por su «oído poético». Y lo enmarca en una tradición chilena de autores apegados al realismo y al intimismo. Porque el realismo mágico, remarca, «nunca prendió en Chile», con la única excepción de Isabel Allende, a quien considera casi caribeña «aunque ella no lo sepa».
Franz, que ha residido en Berlín (y en Madrid), sostiene que en Chile nunca se ha hecho una revisión del pasado como en Alemania, donde se interrogaron sobre su pasado «de forma compleja y no simplista». En Almuerzo de vampiros (Alfaguara, 2007), el autor sitúa a un estudiante en un submundo nocturno de pícaros que se ocultaba del toque de queda, donde topará con el fantasma de uno de sus mejores profesores, transformado en un buscavidas que habla una grosera jerga. El lenguaje como disfraz. Pero Franz nunca pretendió hacer una historia de la dictadura, sino que busca valores universales. En este caso: «Las bellas palabras e ideas no valen nada ante la mierda que es este mundo».
Y Franz advierte contra las lecturas críticas de la transición iniciada en 1988 que abundan hoy. «La transición chilena fue algo extraordinario. Sin un tiro, sin una gota de sangre. Fue inclusiva y con éxito económico», sostiene. Pero admite que «la fórmula se ha vuelto insuficiente». Y observa, en un país agitado socialmente, «peligrosas tendencias populistas».
La crisis chilena actual
Muchos de los autores jóvenes chilenos expresan cierta sintonía con el movimiento de protesta, encabezado por los estudiantes, que sacude el país desde 2011, el año en que el activismo se destapó a escala global. A las demandas sociales se ha sumado la denuncia de la corrupción tras un escándalo que ha implicado al hijo de la presidenta Bachelet, cuya valoración popular ha caído en picado.
Es rotunda en su visión Alia Trabucco: «La crisis en Chile ha sido una bendición. Se ha destapado cómo se ha hecho política. Chile es una gran fractura social, en la que todos compiten con todos». La autora cree que la sociedad se ha levantado contra el «ultracapitalismo», herencia de la dictadura nunca cuestionada. Desde las aulas, Zambra pone el foco en el drama de los estudiantes obligados a endeudarse de por vida para pagarse la universidad, lo que ve «aberrante». Las protestas, afirma, «tienen algo que ver con un cambio generacional y cierta autonomía de pensamiento». Pese a todo, dice mantener esperanzas en la reforma de la Constitución -aún rige la que dejó Pinochet, aunque enmendada- que prometió Bachelet.
Gumucio admite que vio con esperanza el inicio de las movilizaciones, pero teme «su deriva y la reacción de la derecha sociológica, que es temible». En un pulso cada vez más crispado, «todo el mundo está siendo desenmascarado, y al que no le importe ser un monstruo ganará». Zúñiga sostiene la idea de que en 2011 se despertó dormido. «La transición pareció muy ordenada y que dejaba un país próspero, pero no estábamos tan bien». Aunque se muestra humilde: «Es cómodo hablar mal de la transición cuando uno no la vivió realmente».
El librero Sergio Parra analiza a estos autores en función de su momento político: «Es una generación muy honesta. Han hecho la transición a la adultez en una sociedad sin transparencia y sin autoridad. Es curioso: sus padres venían de lo autoritario, ahora no hay autoridad».
¿Reproche a los padres?
En la construcción de un nuevo discurso sobre la dictadura por parte de los que eran niños está implícito un cierto reproche a la versión anterior, la de sus padres. Pero los autores que han pasado los cuarenta años, muchos padres a su vez, quieren evitar ese choque. «Me siento en paz con ellos. Logro entenderlos», afirma Nona Fernández. Para Alejandra Costamagna, en los libros de los autores de su edad se escucha «la voz del hijo como la de un detective. Pero no ya haciendo un ajuste de cuentas con sus padres, sino poniéndonos en su lugar».
Gumucio es más directo: «Yo ya pasé la etapa de reproche y ahora estoy en la etapa de ser padre y culpable yo». Este autor cree que en vez de mirar a otros, lo nuevo es una literatura de «qué hicimos nosotros», en la que cada uno se responsabilice por haber sido parte «de un falso paraíso, de ese país en crecimiento pero muy desigual».
Para Lina Meruane, los autores de su generación «portan cierta culpa de sobrevivencia o incluso de privilegio cuando los padres y madres estuvieron a favor del régimen. Por mucho tiempo parecía que todos las novelas o los testimonios eran escritos por los mártires, o por los hijos de esos héroes de la izquierda, pero esa escena empieza a trizarse, se ha vuelto más compleja y en cierta medida, no siempre, más interesante». Como Alejandro Zambra, que no ha dudado en narrar sus desencuentros con sus padres derechistas.
En Formas de volver a casa Zambra lo explica con belleza: «No quiero hablar de inocencia ni de culpa; quiero nada más que iluminar algunos rincones, los rincones donde estábamos. Pero no estoy seguro de poder hacerlo bien. Me siento demasiado cerca de lo que cuento. He abusado de algunos recuerdos, he saqueado la memoria y, también, en cierto modo, he inventado demasiado».
Es el punto de partida de La resta, de Alia Trabucco (Santiago, 1983), una de las sorpresas de la temporada literaria en Chile. Los nacidos en los años setenta y ochenta, que eran niños durante la represión, a los que sus padres protegían callando antes que compartiendo, son hoy una destacada generación de narradores. Su mirada tiene puntos en común: el primero es un intento de rellenar los huecos que dejaron esos silencios. Lo autobiográfico tiene así un fuerte peso en sus obras, en las que la memoria pasa de lo íntimo a lo político. Tienen una visión crítica de la transición a la democracia en su país. Coinciden en el gusto por el cuento o la novela breve. Y abundan algunos rasgos estilísticos: muchos ejercen una prosa directa, casi cinematográfica, de frases cortas. Pero también se ven influencias de la poesía y del vanguardismo, formatos arriesgados. En algún caso, el minimalismo se lleva al extremo.
Sergio Parra, veterano y muy respetado librero y editor que dirige Metales Pesados, sostiene que desde el boom no aparecía en América Latina una generación de narradores tan reconocible como esta. «Comparten lo mismo: escuchan igual música, ven películas, hacen guiones, programas de humor. Tienen influencia de lo multimedia, de la performance. No tienen miedo a escribir. Y no necesitan ser autores de una gran novela». Su obra, repartida a menudo en libros de pocas páginas, se lee cómo un puzle. Están lejos de la grandilocuencia.
Las referencias más claras son Roberto Bolaño, el autor maldito que alcanzó la gloria después de muerto con su novela 2666, y el poeta Nicanor Parra. Alberto Fuguet, uno de los que se rebeló contra el realismo mágico en McOndo (Mondadori, 1996), o el argentino César Aira son otras de las influencias destacadas. Babelia dialogó con diez de estos autores en Santiago de Chile, Valparaíso, Londres y (vía electrónica) Nueva York. Estas son sus reflexiones.
Literatura de hijos
La expresión Literatura de hijos la utilizó Alejandro Zambra (Santiago, 1975) para titular un capítulo de Formas de volver a casa (Anagrama, 2011), una exploración de su propio pasado. “Los de mi generación vivimos la democracia y la adolescencia al mismo tiempo. Nos dimos cuenta de que solo la segunda era totalmente cierta”, explica este autor entre clase y clase de las que imparte en la Universidad Diego Portales. “En los 90 tuvimos una sensación de orfandad muy grande. Se daban los problemas por archivados, pero advertimos que no lo estaban”. Y añade: “Para explicar cualquier cosa en Chile tienes que ir a la dictadura. Es muy difícil no hablar de ella”.
Para la crítica Lorena Amaro, la de los hijos es «una literatura cargada de culpas: la dictadura fue tan larga que dio tiempo a que los niños crecieran y entendieran lo que estaba ocurriendo, pero no duró tanto como para que pudieran combatirla realmente». Así que, lejos de la épica, estos escritores denuncian «el mutismo de la clase media, su servilismo ante las élites y su complicidad con los atavismos del poder en Chile».
Lina Meruane (Santiago, 1970) manifiesta su «espanto» ante la expresión «hijos de la dictadura». «Qué castigo, pienso, que ese sea el nombre que se dio a esa generación como si hubiéramos sido parte». Esta autora identifica la literatura de «posmemoria» como «relatos de segunda mano donde los narradores se hacen cargo como pueden de lo que vieron a medias o intuyeron», explica por correo electrónico desde Nueva York. En el 2000, Meruane publicó Cercada (reeditada por Cuneta), sobre la relación entre hijos de un torturador y de sus víctimas. «Mi generación abordó este tema muy pronto», dice. Pero ahora están surgiendo distintos puntos de vista, entre los que destaca el de Trabucco, porque en su libro «la memoria es una cosa cenicienta: irrespirable y difícil de sacudirse».
En un pub de Londres, donde reside, Alia Trabucco analiza la marca de los de su edad: «La diferencia de la literatura de hijos tiene que ver con rescatar otros afectos: esta generación no aborda el pasado solo desde el homenaje, sino también cuestionando, interpelando. Surge algo más afilado. Una aproximación más incómoda que en otras narrativas». En La resta (Demipage, 2015), tres de aquellos niños se reencontrarán como jóvenes para un viaje (casi una fuga) en el que les perseguirán los fantasmas de sus infancias. Un pasado no tan inocente según su relato. «Hay algo terrible en la infancia, que siempre es narrada a posteriori para construir una identidad».
Infancias siniestras
Es una seña de identidad de esta generación: entienden la memoria de la infancia como algo reconstruido, por uno mismo y por la familia, a lo largo de la vida. Poco fiable. Space Invaders (Alquimia, 2013), de Nona Fernández (Santiago, 1971), es una novela breve entre nostálgica y terrorífica en que los recuerdos de alumnos de los colegios de los ochenta se enredan con los sueños de los adultos que los reviven. La misma autora escribió Fuenzalida (Random House Mondadori, 2012), el intento de una mujer de reconstruir la vida de un padre ausente, un maestro de artes marciales implicado sin quererlo en el horror. En ambas la frontera entre lo autobiográfico y la ficción es muy difusa.
«La conducción de la memoria es muy subjetiva», admite Nona Fernández. «De los escolares de un mismo curso, nadie recuerda lo mismo. No creo en la memoria oficializada. Había muchos agujeros negros, cosas que se inventaron. Fuimos una generación rara que tuvo lucidez y conciencia de lo que ocurría pero no llegaba a entenderlo. Nos quedamos sin respuestas: algunas siguen sin llegar. En unos casos porque el dolor fue demasiado grande; en otros porque eran de los que no querían saber». En estos libros abundan los saltos en el tiempo, las tramas paralelas en el presente y en un pasado de miedo, sangre y plomo. Y se indaga, con esa perspectiva, en el destino de tantos desaparecidos: los miles que liquidó el régimen y también los que se escondieron tras identidades falsas.
También son frecuentes las miradas al espacio íntimo, a lo doméstico y familiar, que señalan debilidades de la condición humana. Un ejemplo es Alejandra Costamagna (Santiago, 1970), quien escribe cuentos tan inquietantes como los reunidos en Animales domésticos (Mondadori, 2011), donde utiliza como pretexto la presencia de las mascotas para presentarnos a una galería de personas presas de la incomunicación. Costamagna pone el foco en el detalle, en «las mierditas del día a día, los conflictos que están tapados por una superficie de aparente calma».
Minimalismo
De la tendencia a la concisión es un ejemplo la propia Costamagna. La autora ha reescrito su primera novela, En voz baja (LOM, 1996), comprimiéndola tanto que la ha convertido en un cuento de 35 páginas, incluido en Había una vez un pájaro (Cuneta, 2013). En voz baja fue una obra emblemática de la literatura de hijos porque se publicó a mediados de los 90, «cuando la dictadura había dejado de ser tema (ah, eso querían)». Pero, al revisar aquella obra de una veinteañera (una «mocosa» en lo literario, admite), Costamagna entendió que había «ruido, sobreexplicaciones, personajes-maquetas y un lenguaje altisonante», se justifica en el epílogo. Ahora ha reducido la historia enfocándola al conflicto entre una hija y su padre en los años setenta «y punto».
Alejandro Zambra ha escrito novelas cortas como Bonsái (Anagrama, 2006), el relato sobre una pareja que comparte el erotismo y las lecturas, y que empieza contando el final. Sus obras no suelen alcanzar el centenar de páginas. Tampoco su último libro, Facsímil (Sexto Piso, 2015), que da un nuevo salto formal: el texto se estructura como un examen de acceso a la universidad (la Prueba de Aptitud Verbal), en el cual el alumno se sitúa ante fragmentos de textos que debe ordenar, o descartar en parte. Con ese esquema se presentan pequeñas historias o reflexiones del autor sobre los temas que le importan, algunos muy cotidianos (¿por qué ya no se saluda en los ascensores?) y que adquieren nuevos sentidos, o más a menudo mantienen el mismo, según decida el lector. Con este formato «se volvió muy relevante la posibilidad de desordenar todo, de eliminar los detalles y las redundancias. Empezó como una parodia y acabó en autoparodia. Una parodia amarga», explica su autor.
Lo íntimo, lo personal
Muchos escritores chilenos participan de la tendencia (global) de que el escritor se ponga a sí mismo como personaje. Aunque, subrayan, la autoficción también tiene algo de mentirosa. «La honestidad de un escritor es con su tiempo, no con su vida», opina Zambra. «Y la ficción no es lo opuesto a la verdad, ¡como si la vida no incluyera los sueños!». Nona Fernández lo explica de otra manera: «Estamos en un momento en que la gente se disfraza menos. Y por tanto puede ponerse a sí mismo como personaje».
Rafael Gumucio (Santiago, 1970) se ha puesto de personaje una y otra vez. Es el autor de Memorias prematuras (Debate, 2000), un libro rompedor por dos motivos: el primero, que escribir unas memorias antes de cumplir los 30 no es lo más habitual; el segundo, que aportaba el punto de vista del exiliado. El autor -también periodista y humorista, presentador de espacios en radio y televisión- pasó su infancia en Francia, donde se había refugiado su familia, y regresó a Chile a los 14 años. «Fue un shock. Ese país al que volvía no era mi país, porque no tenía ningún recuerdo de él. Así que era un descubrimiento que tenía que hacer en voz baja». Gumudio reflexionaba sobre el sentimiento del desarraigo en una obra que vincula lo personal, y por tanto emocional, y lo político. «Era una confesión de fragilidad, escrita más desde la duda que de la certeza».
Gumucio no solo ha sido personaje él mismo, sino que hizo protagonista a su abuela, una gran influencia en su vida, en Mi abuela, Marta Rivas González (Ediciones UDP, 2013). El autor considera a esa mujer de vida intensa, exiliada dos veces, «el hombre de la familia», un modelo de virilidad. «Vengo de un mundo donde no somos del todo chilenos, franceses ni españoles», dice Gumucio, quien también ha residido en España y en Estados Unidos. Y sigue explorando su pasado de nómada. Su nueva novela, Milagro en Haití (Literatura Random House, 2015), se basa en otra experiencia familiar. En ese país caribeño residió su madre, un tiempo en que vivió un golpe de Estado y una severa infección tras una operación estética, los puntos de partida de la novela. Pero él asegura que las coincidencias acaban ahí y todo lo demás es ficción.
Lina Meruane también sale de su país pero no de sus raíces familiares en Volverse palestina (Literatura Random House, 2015), la crónica de su viaje al pueblo de sus abuelos, en Cisjordania. Una estancia que despertó en ella una «conciencia más política de lo palestino», y que le hizo fijarse más en el violento presente que en la nostalgia del origen.
Otros episodios negros
Y es que no solo de la dictadura y de la transición escriben los jóvenes autores chilenos. A sus 28 años, Diego Zúñiga (Iquique, 1987) ha tenido éxito con su segunda novela, Racimo (Literatura Random House, 2015), un relato en torno a la desaparición de más de una decena de chicas adolescentes que estudiaban en un colegio en Alto Hospicio, en el desértico norte de Chile. Aquel episodio aún duele: los familiares de las víctimas se toparon con la incomprensión, desidia e incompetencia de las autoridades (un miembro del Gobierno llegó a sugerir que las chicas se habían fugado y lo relacionó con su «promiscuidad») hasta que se descubrió que era un psicópata el que estaba detrás de 14 muertes en la zona. Sin pretenderlo, a Zúñiga le salió una novela negra -él dice que no es autor de género-, ambientada en un lugar desolador e inquietante, donde además se ubicaba una fábrica de armas de racimo, hoy prohibidas. «El cementerio perfecto», explica Zúñiga. «No me interesaba el asesino en serie, hablo de la herida del país, que está lleno de casos así».
Si Zúñiga nos lleva al lejano norte de Chile, donde nació, la poeta Gloria Dünkler (Pucón, 1977) es del extremo sur. Y sus historias se sitúan en esa tierra fría y remota pero se remontan un siglo atrás. Tras la independencia, miles de colonos alemanes fueron asentados en el sur para garantizar la consolidación de ese territorio; los indígenas mapuches, a su vez, fueron desplazados a los cerros, porque no se les consideraba aptos para el trabajo agrario. En ese contexto se sitúan sus dos poemarios: Füsche von Llafenko (Ediciones Tácitas, 2009) y Spandau (2012). El primero se centra en el desencuentro entre alemanes y mapuches. En el segundo, se habla de los criminales de guerra nazis refugiados allí, como Walter Rauff, reclamado por Alemania y a quien Allende no fue capaz de extraditar. La tercera entrega, que se llamará Yatagan, aborda un asunto polémico: la matanza, el 5 de septiembre de 1938, de unos 60 jóvenes nacistas (con c, variante autóctona de la ideología hitleriana) al aplastarse un conato de revolución pretendidamente nacional-socialista.
«Es un tema tabú, incómodo», confiesa la autora. «Fue una masacre pero, como las víctimas eran de tendencia nazi, no fue recordada. No está en el canon de lo políticamente correcto». La poeta, descendiente de alemanes y españoles, quiere combatir ese olvido. Pero asegura que inició esta serie sin otro objetivo que «una búsqueda personal, una indagación en la sombra del yo».
Fenómeno independiente
Dünkler, quien se expresa sorprendida por la repercusión de su obra, es un ejemplo de la pujanza de las editoriales independientes, una de las claves del momento literario chileno. Otro caso llamativo es el de Natalia Berbelagua. La joven escritora de Valparaíso (nacida en Santiago en 1985) alcanzó notoriedad con Valporno (Emergencia Narrativa, 2012) una colección de cuentos de sexo descarnado, que aborda lo más oscuro y sucio que ocurre puertas adentro en contraste con una sociedad en apariencia muy formal. Para su redacción se sirvió de ideas que dejaban internautas anónimos en su blog sobre erotismo. Valporno fue un grito punk, una provocación que salió del circuito de lo underground tras ser elogiada por Nicanor Parra (cuentos tan pornográficos como buenos, dijo el poeta). La autora creó allí a dos personajes llamativos, Elías y Alicia, una pareja que se trata sin ternura alguna y que revela que «la felicidad es una mentira».
Si Valporno trataba de la perversión hasta lo repulsivo, La bella muerte (2013) continuaba esa línea fijándose en la crueldad extrema. Sin embargo, su tercer libro, Domingo (2015), da un giro y aborda sus recuerdos de infancia, adolescencia y juventud en forma de diario íntimo y en un tono de gran melancolía. Berbelagua explica en una terraza de Valparaíso, ciudad portuaria y por tanto canalla, que lo suyo ha sido el «humor negro», inhabitual en la literatura chilena. «En Valporno quise golpear; era más joven y tiene la rebeldía de aquellos años. Domingo está hecha de microficciones que forman una historia completa». Y ahí destaca, de nuevo, una mirada nada inocente sobre la niñez: «Yo trato el horror cotidiano», dice. «La infancia como terreno feliz no es tal».
Como no todo lo alternativo se entiende bien, a Natalia Berbelagua le preguntan a menudo si es sadomasoquista, como a Gloria Dünkler algunos la miran mal por si es nazi. No todo el mundo supo leer sus obras.
Una mirada escéptica
Carlos Franz (Ginebra, 1959) no pertenece a esa oleada de veinte, treinta y cuarentañeros, sino a la generación que era madura durante la transición. Al pedirle opinión sobre los que van detrás, discute el concepto: «Hay gente muy diversa». Sí observa un cierto gusto por tendencias minimalistas, por una estructura muy tenue y delgada, pero eso, señala, ya se hacía en EE UU en los años sesenta. «No hay tendencias dominantes sino una ausencia de líderes. Como en la política», señala. Con esa reserva, elogia a Zambra por su «oído poético». Y lo enmarca en una tradición chilena de autores apegados al realismo y al intimismo. Porque el realismo mágico, remarca, «nunca prendió en Chile», con la única excepción de Isabel Allende, a quien considera casi caribeña «aunque ella no lo sepa».
Franz, que ha residido en Berlín (y en Madrid), sostiene que en Chile nunca se ha hecho una revisión del pasado como en Alemania, donde se interrogaron sobre su pasado «de forma compleja y no simplista». En Almuerzo de vampiros (Alfaguara, 2007), el autor sitúa a un estudiante en un submundo nocturno de pícaros que se ocultaba del toque de queda, donde topará con el fantasma de uno de sus mejores profesores, transformado en un buscavidas que habla una grosera jerga. El lenguaje como disfraz. Pero Franz nunca pretendió hacer una historia de la dictadura, sino que busca valores universales. En este caso: «Las bellas palabras e ideas no valen nada ante la mierda que es este mundo».
Y Franz advierte contra las lecturas críticas de la transición iniciada en 1988 que abundan hoy. «La transición chilena fue algo extraordinario. Sin un tiro, sin una gota de sangre. Fue inclusiva y con éxito económico», sostiene. Pero admite que «la fórmula se ha vuelto insuficiente». Y observa, en un país agitado socialmente, «peligrosas tendencias populistas».
La crisis chilena actual
Muchos de los autores jóvenes chilenos expresan cierta sintonía con el movimiento de protesta, encabezado por los estudiantes, que sacude el país desde 2011, el año en que el activismo se destapó a escala global. A las demandas sociales se ha sumado la denuncia de la corrupción tras un escándalo que ha implicado al hijo de la presidenta Bachelet, cuya valoración popular ha caído en picado.
Es rotunda en su visión Alia Trabucco: «La crisis en Chile ha sido una bendición. Se ha destapado cómo se ha hecho política. Chile es una gran fractura social, en la que todos compiten con todos». La autora cree que la sociedad se ha levantado contra el «ultracapitalismo», herencia de la dictadura nunca cuestionada. Desde las aulas, Zambra pone el foco en el drama de los estudiantes obligados a endeudarse de por vida para pagarse la universidad, lo que ve «aberrante». Las protestas, afirma, «tienen algo que ver con un cambio generacional y cierta autonomía de pensamiento». Pese a todo, dice mantener esperanzas en la reforma de la Constitución -aún rige la que dejó Pinochet, aunque enmendada- que prometió Bachelet.
Gumucio admite que vio con esperanza el inicio de las movilizaciones, pero teme «su deriva y la reacción de la derecha sociológica, que es temible». En un pulso cada vez más crispado, «todo el mundo está siendo desenmascarado, y al que no le importe ser un monstruo ganará». Zúñiga sostiene la idea de que en 2011 se despertó dormido. «La transición pareció muy ordenada y que dejaba un país próspero, pero no estábamos tan bien». Aunque se muestra humilde: «Es cómodo hablar mal de la transición cuando uno no la vivió realmente».
El librero Sergio Parra analiza a estos autores en función de su momento político: «Es una generación muy honesta. Han hecho la transición a la adultez en una sociedad sin transparencia y sin autoridad. Es curioso: sus padres venían de lo autoritario, ahora no hay autoridad».
¿Reproche a los padres?
En la construcción de un nuevo discurso sobre la dictadura por parte de los que eran niños está implícito un cierto reproche a la versión anterior, la de sus padres. Pero los autores que han pasado los cuarenta años, muchos padres a su vez, quieren evitar ese choque. «Me siento en paz con ellos. Logro entenderlos», afirma Nona Fernández. Para Alejandra Costamagna, en los libros de los autores de su edad se escucha «la voz del hijo como la de un detective. Pero no ya haciendo un ajuste de cuentas con sus padres, sino poniéndonos en su lugar».
Gumucio es más directo: «Yo ya pasé la etapa de reproche y ahora estoy en la etapa de ser padre y culpable yo». Este autor cree que en vez de mirar a otros, lo nuevo es una literatura de «qué hicimos nosotros», en la que cada uno se responsabilice por haber sido parte «de un falso paraíso, de ese país en crecimiento pero muy desigual».
Para Lina Meruane, los autores de su generación «portan cierta culpa de sobrevivencia o incluso de privilegio cuando los padres y madres estuvieron a favor del régimen. Por mucho tiempo parecía que todos las novelas o los testimonios eran escritos por los mártires, o por los hijos de esos héroes de la izquierda, pero esa escena empieza a trizarse, se ha vuelto más compleja y en cierta medida, no siempre, más interesante». Como Alejandro Zambra, que no ha dudado en narrar sus desencuentros con sus padres derechistas.
En Formas de volver a casa Zambra lo explica con belleza: «No quiero hablar de inocencia ni de culpa; quiero nada más que iluminar algunos rincones, los rincones donde estábamos. Pero no estoy seguro de poder hacerlo bien. Me siento demasiado cerca de lo que cuento. He abusado de algunos recuerdos, he saqueado la memoria y, también, en cierto modo, he inventado demasiado».
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