Auge y caída de un mito: El día que Bachelet entregó el gobierno

Santiago 23 de junio de 2015.
Presidenta de la República, Michelle Bachelet, encabeza reunión de Consejo de Gabinete Ministerial.
Paul Plaza/Aton Chile
El cambio de rumbo del gobierno, anunciado y denominado por Michelle Bachelet “realismo sin renuncia”, no es otra cosa que la vuelta a la comodidad de la inercia, al cauce conocido, a la gobernanza bajo familiares estructuras. No es un giro, ni un golpe de timón, y posiblemente menos un simbólico tercer gobierno de Bachelet. Este relajamiento, que es entrega y capitulación tras los breves esfuerzos e intentos de reformas, nos llevará en la inmediatez y en el corto plazo a las viejas políticas de los consensos.
Un momento de inmovilidad y encierro que ante circunstancias como las presentes subirá la temperatura política y social hasta alcanzar niveles intolerables. 2015 no es ni será lo mismo que 2008.
La maquinaria partidaria y táctica ha funcionado como siempre lo ha hecho. Esa es por cierto la política de los acuerdos, de las transacciones, los favores y las oportunidades. Hacia comienzos de julio, desde el gobierno y la Nueva Mayoría se lanzó una convocatoria para un gran cónclave que se realizaría el sábado 11 de julio en el Estadio San Jorge de Las Condes. La realidad fue que el cónclave se efectuó el viernes 10 en el mismo lugar, pero con la exclusiva asistencia de la presidenta y sus ministros. De aquella reunión surgieron los cambios bajo los nuevos criterios de “realismo”. Tras algunas protocolares protestas de parlamentarios, incluso de presidentes de partidos como el comunista Guillermo Teillier, el realismo sin renuncia se ha consolidado en el freno de algunas anunciadas reformas, como el sistema previsional y en el recorte de otras, como la gratuidad en la educación superior. Incluso un anuncio de características centrales, como el inicio de un debate para una nueva Constitución, ha quedado otra vez en suspensión.
El repliegue, el regreso a las antiguas y cómodas prácticas, ya estaban consumados varias semanas antes. El cambio ministerial del 11 de mayo, con la salida de Rodrigo Peñailillo y Alberto Arenas y la llegada de Jorge Burgos, a Interior, y Rodrigo Valdés, a Hacienda, definieron la pauta de lo que hoy ya está desplegado. Burgos, ligado a los ejes más conservadores y poderosos de la DC, y Valdés, hombre ligado al FMI con importantes redes y convicciones al interior del sistema financiero internacional, han sido piezas clave para la definición del “segundo tiempo” del gobierno, expresión futbolística usada por la misma presidenta en medio de su entusiasmo por la Copa América.
EL EJE BURGOS-VALDES
Burgos ha sido importante en el freno. Valdés ha sido fundamental. Por algo su nominación en mayo fue recibida con una inusitada algarabía por las cúpulas empresariales, parlamentarios de la Alianza y la prensa del duopolio, que elogió en varios editoriales su trayectoria y juramento. Desde entonces se preparó el cambio: Valdés lanzó una campaña, muy bien amplificada por aquella prensa empresarial, sobre los múltiples shocks que arrecian en la economía chilena. Una serie de complejidades económicas y financieras mundiales cuyos efectos han desacelerado sensiblemente la economía nacional.
Los anuncios de Valdés, que se apoyan en informes y proyecciones, apuntan a un menor crecimiento del PIB para el año en curso y en inciertos pronósticos para el entrante. Un escenario marcado principalmente por dos factores: la fuerte contracción de la inversión interna (fenómeno no sin un ingrediente político que se arrastra desde las elecciones de 2013) y el fin del boom de los altos precios internacionales de las materias primas, que ha afectado sensiblemente el precio del cobre. Aun cuando este panorama contractivo no tiene todavía consecuencias directas en el consumo y el empleo, es posible que sí las tenga en el mediano plazo. Vale mencionar que la crisis financiera de las subprimes sufrida por Bachelet en 2008 la pudo sortear con éxito gracias a los altos precios internacionales de los commodities.
Esta es la exposición de un aspecto de la realidad macroeconómica. Un segundo aspecto son sus consecuencias en las finanzas públicas. Y ésta ha sido la alarma desatada por Valdés. Tanto la desaceleración económica como la caída del precio del cobre disminuirán los ingresos fiscales: menores impuestos a los calculados previamente y una reducción a los aportes de Codelco al Fisco.
Ante la Comisión de Hacienda, Valdés dijo que existe un cambio en las perspectivas del precio del cobre que terminará con el glorioso ciclo de los últimos diez años. Si en 2011 la libra de cobre se cotizó en los mercados internacionales a casi cuatro dólares, hoy su precio ha caído a 2,7 dólares. Al acotar y aterrizar este escenario, los aportes fiscales de Codelco disminuirán este año en un 50 por ciento respecto a 2014.
Ante estos contundentes argumentos, Valdés ha sido claro: no hay dinero suficiente para realizar todas las reformas. En consecuencia, se harán de manera “realista”: freno, recortes y anulación. Liquidación de expectativas ante un argumento tan “realista” como falta de recursos.
El gobierno ha conseguido un argumento de peso, usado históricamente no sólo por los gobiernos de la postdictadura, para poner coto a sus propias reformas. Un discurso destinado a la población y a los electores que votaron por aquel programa de reformas, pero que esconde otro receptor principal. El fin a la impronta reformista-progresista del gobierno de la Nueva Mayoría es una nueva capitulación de esta coalición ante los poderes económicos, financieros y mediáticos. Es una señal de entrega que busca la paz con esos poderes, tanto externos como al interior de la NM.
La entrega, aun cuando ha sido argumentada en motivos financieros, es completa. De este modo Michelle Bachelet, que llegó al poder en 2013 con un programa reformista, vuelve a la tradicional cultura conservadora neoliberal que caracterizara a las anteriores administraciones de este conglomerado. Bachelet no sólo entregó su gobierno a los empresarios y sus representantes en la derechista Alianza al nombrar a Rodrigo Valdés, sino que también a los grupos conservadores, con la designación del democratacristiano Jorge Burgos. ¿Qué tiene que ver con las finanzas públicas el desmontaje que sufre la reforma laboral en el Senado, o la postergación del debate en la Comisión de Salud de la Cámara, a petición de la DC, de la despenalización del aborto terapéutico?
El programa de tímidas reformas propias de un gobierno reformista muta en un discurso asistencialista propio de cualquier gobierno neoliberal. Es el Estado subsidiario en plena acción. Esta es la opción de Michelle Bachelet, hoy sin el poder de su carisma y derrotada en las encuestas. Vuelve a gobernar entregando bonos a los sectores más desprotegidos, un modelo que le permitió durante su anterior administración resistir ciertos embates y demandas y consolidar su apoyo ciudadano. Los anuncios tras el cónclave del Estadio San Jorge apuntan con bastante claridad hacia políticas de esta naturaleza. Priorización de las reformas y refuerzo a las políticas asistenciales como bonos y pensiones básicas.
TREGUA, LIBERACION
Y ENTREGA FINAL
Michelle Bachelet y la Nueva Mayoría disfrutan en estos momentos de una tregua. No se trata de pactos con una Alianza también derrotada, sino de la tranquilidad conseguida con la ofrenda del gobierno a los verdaderos poderes que ejercen la democracia neoliberal. El sector privado, el mismo que ha venido financiando a la clase política durante décadas, logra nuevamente escribir la agenda política.
La crisis económica ha sido una forma de liberación para este gobierno. Se libera de un programa incómodo y se desprende y cancela un compromiso. Pero no puede olvidarse de las demandas sociales sin respuestas. Aquellas necesidades de la ciudadanía expresadas en las calles por toda la primera mitad de la presente década no son un episodio, un momento, son parte de un proceso cuyas bases son históricas. Un periodo del cual la coalición gobernante no podrá liberarse.
La ilusoria liberación también surge de su fracaso. Aun cuando nunca logró los índices de apoyo ciudadano que tuvo durante su anterior administración, Bachelet inició su gobierno en 2014 con la aprobación suficiente para emprender su programa reformista. Hoy, en mínimos históricos y en rangos similares a los peores años de Sebastián Piñera, ha perdido incluso la base de quienes votaron por su programa. Sin aquel apoyo, parece no tener sentido luchar contra la derecha y el empresariado por las reformas. Bachelet perdió no sólo el destino de su gobierno, sino también su sentido.
La presidenta ha delegado el poco poder que le queda en las cúpulas empresariales y en los sectores conservadores. Lo ha hecho como un acto reflejo, con la habituación de pertenecer a una coalición dirigida durante décadas por esos sectores. Si bien logra esa tregua y evita posibles fragmentaciones internas, guerrillas mediáticas o boicots empresariales, queda de espaldas a su propio electorado.
Hace cinco años la coalición Concertación-Nueva Mayoría perdió el gobierno por su incapacidad de responder a las crecientes demandas. Hoy, con una organización social bastante más articulada y desesperada, las consecuencias de este regreso a las políticas mercantiles y conservadoras pueden ser históricas. En este lustro, y especialmente en este año, las políticas de la transición han terminado destrozadas. Ambos conglomerados políticos registran un rechazo ciudadano que no tiene parangón en la historia reciente.
Cualquier pacto o discurso no altera lo significativo, que es la transparencia del mal. Porque pese a la costumbre de ver a millonarios y políticos en tribunales y conocer la compraventa de servicios legislativos, la ciudadanía ante estos hechos sigue asqueada. Lo comprueban todas las encuestas y lo confirman los expertos. El director de Adimark, Roberto Méndez, asegura que la crisis desatada por el financiamiento irregular de la política está lejos de terminar y que seguirá afectando a la Nueva Mayoría y a la derecha.
Bajo este clima, lo que ha hecho el gobierno es abrir el telón al peor de los escenarios posibles. La entrega significa hoy, a diferencia de una década atrás, rechazo a gobernar. Es negarse a responder y también desconocer su propia responsabilidad en las demandas históricas.
Es posible que este gobierno nunca creyera en la profundidad de sus reformas. Como dice el analista Edison Ortiz, éstas nunca tuvieron la profundidad histórica de aquellas realizadas por un Pedro Aguirre Cerda, un Eduardo Frei Montalva y, por cierto, un Salvador Allende. A diferencia de ésas, las de Michelle Bachelet aparecen débiles, sin ninguna convicción ideológica. Las mismas personas que crearon los actuales problemas, como Nicolás Eyzaguirre, ministro de Hacienda durante el gobierno de Ricardo Lagos, pretendían hallar las soluciones -o sea el mismo Eyzaguirre- convertido en ministro de Educación durante el primer tiempo de Bachelet.
El persistente ejercicio neoliberal le costó a la Concertación el gobierno en 2010. Pero lo recuperó cuatro años más tarde. Esta alternancia, que puede llegar a convertirse en un útil pacto tácito, es la expresión de la corrupción final. Para finalizar, una pregunta: ¿Cuánto tiempo más puede extenderse la inercia de este nefasto periodo manejado por el sector privado?
PAUL WALDER

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