Editorial I
Sin perjuicio de nuestros derechos, que merecen ser defendidos, no debemos desatender las obligaciones vinculadas con el bien común
En los tiempos que corren, la defensa y protección de los derechos humanos se han transformado, felizmente, en un imperativo constante, y eso es positivo. Cabe sin embargo recordar que hay una importante contracara de esos derechos de la que desgraciadamente no se habla: la de los deberes humanos, es decir, de aquellas conductas y acciones concretas que tienen que ver, todas en común, con la expresión de solidaridad desinteresada entre los miembros de una nación y que expresan el respeto por el objetivo declamado pero poco comprendido y menos practicado aún- de la fraternidad.
Para todos los seres humanos de buena voluntad y para los católicos en particular, éste es el tema de las llamadas obras de misericordia, que descansan sobre el deber humano de ocuparse de los demás. Por lo menos, de pensar en el prójimo, particularmente en aquellos que tienen hambre o sed, en los que no tienen vivienda, en quienes enfrentan los problemas y dramas de la pobreza, así como en la atención de los ancianos, los enfermos y los presos, que no deben quedar olvidados, en el desamparo.
A ellas se suman las obras que expresan conductas de perfiles algo más espirituales, como el deber de enseñar a quien no sabe; aconsejar a quien lo necesita; corregir -siempre desde el respeto- al que se equivoca; perdonar las injurias e insultos que hoy se pronuncian casi sin límites; consolar a quien sufre el muy extendido drama de nuestro tiempo, la soledad, por lo que necesita compañía y comprensión, y, finalmente, tener paciencia y saber tolerar.
Las recientes inundaciones, en gran parte fruto de la negligencia grave de algunos gobernantes, nos mostraron una vez más que, ante la aparición repentina de una adversidad importante, la solidaridad de los argentinos está ciertamente viva. El sacudón que nos provoca la ocurrencia de una inmensa e inesperada tragedia nos empuja mucho más que lo que vemos en las circunstancias propias de la vida diaria y sus urgencias, cuando nos movemos en medio de las necesidades y apremios de otros que a veces no miramos.
Después de una década en la que muchos de nuestros valores tradicionales han sido perversamente subvertidos y despreciados, es tiempo de hacer una autocrítica, de dejar de enfrentarnos, de construir y no dividir más, de preocuparnos activamente por recuperar nuestros valores, de sembrar esperanzas con nuestras propias conductas y actitudes, de predicar la generosidad y no el egoísmo con el ejemplo de nuestras vidas.
También, de luchar más activamente contra el narcotráfico y el crimen organizado, en lugar de ser complacientes con quienes se enriquecen con las adicciones que someten, enferman y hasta deshumanizan; de trabajar -de una vez por todas- por la unión de los argentinos, reconstruyendo un tejido social herido, que ha sido objeto constante de deliberadas agresiones, por demasiado tiempo; de no movernos desde los resentimientos, sino desde el deseo de poder crecer y progresar juntos, generando oportunidades para todos y sin que existan excluidos respecto de los cuales no aparezca al menos una mano extendida y una señal cierta de que los demás sabemos de sus problemas y de que, juntos, procuraremos resolverlos.
Sin perjuicio de nuestros derechos, que debemos defender, no debemos olvidarnos de que también tenemos deberes, de los que, claro está, somos responsables en primer lugar ante nuestras propias conciencias. Si salimos de la indiferencia y nos preocupamos más por nuestra propia realidad, volveremos a tener una sociedad en la que la perversidad y la indiferencia no se nos aparezcan a cada paso..
Sin perjuicio de nuestros derechos, que merecen ser defendidos, no debemos desatender las obligaciones vinculadas con el bien común
En los tiempos que corren, la defensa y protección de los derechos humanos se han transformado, felizmente, en un imperativo constante, y eso es positivo. Cabe sin embargo recordar que hay una importante contracara de esos derechos de la que desgraciadamente no se habla: la de los deberes humanos, es decir, de aquellas conductas y acciones concretas que tienen que ver, todas en común, con la expresión de solidaridad desinteresada entre los miembros de una nación y que expresan el respeto por el objetivo declamado pero poco comprendido y menos practicado aún- de la fraternidad.
Para todos los seres humanos de buena voluntad y para los católicos en particular, éste es el tema de las llamadas obras de misericordia, que descansan sobre el deber humano de ocuparse de los demás. Por lo menos, de pensar en el prójimo, particularmente en aquellos que tienen hambre o sed, en los que no tienen vivienda, en quienes enfrentan los problemas y dramas de la pobreza, así como en la atención de los ancianos, los enfermos y los presos, que no deben quedar olvidados, en el desamparo.
A ellas se suman las obras que expresan conductas de perfiles algo más espirituales, como el deber de enseñar a quien no sabe; aconsejar a quien lo necesita; corregir -siempre desde el respeto- al que se equivoca; perdonar las injurias e insultos que hoy se pronuncian casi sin límites; consolar a quien sufre el muy extendido drama de nuestro tiempo, la soledad, por lo que necesita compañía y comprensión, y, finalmente, tener paciencia y saber tolerar.
Las recientes inundaciones, en gran parte fruto de la negligencia grave de algunos gobernantes, nos mostraron una vez más que, ante la aparición repentina de una adversidad importante, la solidaridad de los argentinos está ciertamente viva. El sacudón que nos provoca la ocurrencia de una inmensa e inesperada tragedia nos empuja mucho más que lo que vemos en las circunstancias propias de la vida diaria y sus urgencias, cuando nos movemos en medio de las necesidades y apremios de otros que a veces no miramos.
Después de una década en la que muchos de nuestros valores tradicionales han sido perversamente subvertidos y despreciados, es tiempo de hacer una autocrítica, de dejar de enfrentarnos, de construir y no dividir más, de preocuparnos activamente por recuperar nuestros valores, de sembrar esperanzas con nuestras propias conductas y actitudes, de predicar la generosidad y no el egoísmo con el ejemplo de nuestras vidas.
También, de luchar más activamente contra el narcotráfico y el crimen organizado, en lugar de ser complacientes con quienes se enriquecen con las adicciones que someten, enferman y hasta deshumanizan; de trabajar -de una vez por todas- por la unión de los argentinos, reconstruyendo un tejido social herido, que ha sido objeto constante de deliberadas agresiones, por demasiado tiempo; de no movernos desde los resentimientos, sino desde el deseo de poder crecer y progresar juntos, generando oportunidades para todos y sin que existan excluidos respecto de los cuales no aparezca al menos una mano extendida y una señal cierta de que los demás sabemos de sus problemas y de que, juntos, procuraremos resolverlos.
Sin perjuicio de nuestros derechos, que debemos defender, no debemos olvidarnos de que también tenemos deberes, de los que, claro está, somos responsables en primer lugar ante nuestras propias conciencias. Si salimos de la indiferencia y nos preocupamos más por nuestra propia realidad, volveremos a tener una sociedad en la que la perversidad y la indiferencia no se nos aparezcan a cada paso..