Cuando gobierna el resentimiento

El poder acumulado a partir de la división de la sociedad y del odio paraliza la creación colectiva y conduce a la decadencia moral y material
El vuelo 9525 de Germanwings se estrelló en los Alpes franceses por la acción deliberada del copiloto, quien actuó bajo un estado emocional de depresión. El accidente provocó la muerte de 150 pasajeros. En consecuencia, todas las aerolíneas han introducido nuevos protocolos para analizar el estado psíquico de los pilotos, si tienen conflictos emocionales y si toman antidepresivos. Este ejemplo es un caso extremo de las graves consecuencias que puede tener para la sociedad el hecho de que una persona, con responsabilidad por el bienestar del conjunto, actúe bajo el impulso de sus emociones, ignorando los efectos de sus actos en el largo plazo sobre todos y todas.
La codicia, o afán desmesurado por acumular riquezas, fue un motor importante en la gestión de Néstor Kirchner. Numerosos actos de gobierno han sido impulsados por ese «pecado capital»: desde el intento de apropiarse de YPF con la ayuda de la familia Eskenazi hasta la presión sobre los accionistas de Telecom Argentina para «argentinizar» la empresa a través de empresarios amigos. Pasando por la desaparición de los fondos de Santa Cruz, los privilegios acordados a Cristóbal López y los acuerdos hoteleros con su testaferro o socio, Lázaro Báez, entre otras maniobras para acumular dinero en forma tan desmesurada como espuria.
Desde 2010, la desmesura irrumpió por otros canales y las pasiones fueron otras. La codicia cambió por el síndrome de Hybris, el afán por superar los límites del hombre (y la mujer): la enfermedad del poder. La furia y el orgullo, la prepotencia, la soberbia y la arrogancia. En la mitología griega, el castigo de la Hybris era Némesis, la diosa de la justicia retributiva, terrible y vengativa, que siempre ponía las cosas en su lugar, recordando a los poderosos la pequeñez y temporalidad de todo lo humano.
Cristina Fernández de Kirchner ha heredado de su marido una enorme fortuna y también una enredada madeja de negocios y sociedades que le complican la vida, pues su pasión no pasa tanto por la codicia como por la Hybris. De la acumulación de riqueza a la acumulación de poder. Favorecida por su propensión a la oratoria y por su vocación de mando, la Presidenta ha arrasado con la división de poderes, con el valor de la moneda, con los órganos de control, con la versión académica de la historia argentina, con la nomenclatura de las calles y con la libertad de escuchar radio o ver televisión sin discursos en cadena.
El impulso último de tanta prepotencia, tanta soberbia y tanta arrogancia no refleja una vocación patriótica, ni una ética solidaria, ni una búsqueda de trascendencia. Por la forma impredecible de elegir amigos y oponentes, de exaltar o demonizar, de acoger o expulsar, la fuerza vital de la Hybris presidencial parecería ser un sordo resentimiento que se expresa abruptamente cuando se suelta la chaveta de antiguas emociones contenidas.
En ese cóctel de pasiones, se confunden las animosidades personales, las teorías conspirativas, las imágenes de Evita, las lecturas de Ernesto Laclau, la serie Game of Thrones, los consejos de Carlos Zannini y antiguos recetarios peronistas.
El resentimiento impide imaginar un proyecto común basado en el diálogo, la colaboración y el intercambio. Como una versión doméstica de Carlos Marx, la Presidenta no cree en las bondades de esos esfuerzos colectivos, pues serían formas de ocultar que siempre el poderoso abusa del más débil.
Según su visión, las dificultades de la Argentina se originan en enemigos internos o externos que obstaculizan nuestro destino de grandeza. Y el mérito del gobernante consiste en señalarlos con el dedo para que caiga sobre ellos la maldición presidencial.
Conforme a los volubles impulsos de Hybris, caen provocaciones contra los medios supuestamente hegemónicos. Llueven denuestos contra el campo y la Sociedad Rural. Se demoniza al «traidor» Julio Cobos, al quejoso Paolo Rocca, al lenguaraz Juan José Aranguren, al silencioso Alfredo Coto y hasta al empresario inmobiliario José Toselli, por hablar de la desaceleración económica. Se exorciza al imperio estadounidense, a la perversa Albión y hasta al Estado de Israel. No se ahorran insultos contra el aborrecido juez Thomas Griesa y los voraces fondos buitre. Tampoco contra el vapuleado Fondo Monetario Internacional y la Alemania de Angela Merkel, eficiente e insensible. Se castiga a Cristóbal Colón, quien no descubrió nada, aunque los Fernández hayan venido gracias a él. Se estigmatiza al general Julio Argentino Roca. Se maltrata a Mauricio Macri, el oponente más deseado, como se maltrató al cardenal Jorge Bergoglio incluso hasta unas horas después de que se convirtiera en Papa, aunque ahora se lo busque con inusitada frecuencia para una foto.
La lista de enemigos continúa con el banco HSBC, el Financial Times, The Wall Street Journal, las calificadoras de crédito, los economistas, los encuestadores, el Barrio Norte -Puerto Madero goza de fueros porque el barrio tiene una altísima densidad de funcionarios… y los oligarcas sedentarios que sufren diabetes por comer en exceso.
Las mujeres no se libran de las invectivas presidenciales. Allí van Elisa Carrió y Graciela Ocaña, denunciantes crónicas. También Mirtha Legrand, cuyo prestigio e influencia no pueden comprarse como otras aplaudidoras.
El sarcasmo ha sido el instrumento para molestar a los miembros de la Corte Carlos Fayt y Ricardo Lorenzetti. Más explícitas han sido las atropelladas contra el juez federal Claudio Bonadio y contra los fiscales Alberto Nisman, cuya sospechosa muerte no le permitió defender su denuncia en los tribunales, y Gerardo Policita, quien se atrevió a hacerlo, inútilmente. La chaveta salta más asiduamente cuando el kirchnerismo se siente amenazado y entonces actúa en forma directa. Ese fue el caso del procurador general de Santa Cruz Eduardo Sosa -separado por Néstor Kirchner cuando era gobernador de Santa Cruz en 1995- hasta los casos de Esteban Righi, Manuel Garrido, José María Campagnoli o Luis Cabral en tiempos más recientes.
«A mí no van a extorsionar, a mí no me van a intimidar, yo no les tengo miedo», vociferó la Presidenta y a renglón seguido dispuso la disolución de la SIDE y la creación de la nueva Agencia Federal de Inteligencia, transfiriendo el sistema de «escuchas» al Ministerio Público Fiscal, de su amiga Alejandra Gils Carbó, y anegando la nueva oficina con afiliados a La Cámpora.
Ella aborrece a los periodistas independientes, que hacen públicos sus escándalos y debilidades. Le ponen los pelos de punta los artistas o directores ingobernables, como Ricardo Darín o Juan José Campanella. Y la sacó de quicio Marcelo Tinelli, al intentar tomar el Fútbol para Todos. Cuando aquél cruzó la raya, la Presidenta le bajó el pulgar y soltó una frase que la explica mejor que toda esta opinión editorial: «Se creyó que tiene más poder que yo». Un equivalente de otra recordada advertencia: «Mis funcionarios deben temer sólo a Dios, y un poquitito a mí».
El resentimiento la lleva a ensañarse con los «traidores», como Alberto Fernández, Sergio Massa, Miguel Bonasso, Martín Redrado o Roberto Lavagna. Y con los desobedientes, como Florencio Randazzo, Juan Carlos Fábrega o Waldo Farías y Santiago Carnero, los dos directores del Banco Central que fueron removidos por no apoyar la sanción contra el HSBC. También, con quienes juegan a serlo, como el candidato Daniel Scioli.
No se debe manejar un país a partir del resentimiento y el rencor. La estrategia divisiva puede ser eficaz para acumular poder y ganar elecciones, pero ese poder acumulado, cuando la sociedad está dividida, desalienta las iniciativas, paraliza la creación colectiva y conduce inexorablemente al enfrentamiento y a la decadencia moral y material.
El poder acumulado a partir del odio sólo sirve para copar los cargos públicos con amigos y utilizar las reparticiones para hacer negocios.
Ningún país puede avanzar sobre la base de la fractura y la división. Hacer funcionar una nación, compuesta de personas diversas, con ideas distintas y objetivos disímiles, requiere encontrar fórmulas de convivencia para que todos los engranajes se coordinen entre sí, a pesar de las diferencias.
La habilidad política no consiste en lograr ovaciones para el corto plazo, sino fórmulas duraderas, que permitan acuerdos sustentables a través del tiempo, basados en un sólido capital social que una a los argentinos. Quienes nos gobiernan no pueden conducir la Nación conforme a sus estados emocionales, pues el país podría terminar como el vuelo 9525 de Germanwings. Aunque en la cordillera de los Andes.

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