La política es la principal herramienta de cambio en una sociedad. Más allá de las cosas que puedan surgir de las iniciativas personales, el buen uso del poder público es la clave para alcanzar las transformaciones de fondo que los países necesitan. Pero esa herramienta tan potente choca contra un enemigo incansable: el descreimiento en la política.
El descreimiento tiene muchos efectos negativos pero, en particular, instala la idea de que todos los políticos son igualmente malos. Pero la realidad es más compleja: no son todos ladrones y no son todos incapaces. Muchos políticos entienden el su tarea como el servicio al otro y no se les cruza por la cabeza robar un centavo. El descreimiento es una trampa enorme: no diferenciar a unos de otros implica que, finalmente, hacer las cosas bien o mal de lo mismo. Esto no es sólo un problema ético. Un incapaz en una posición de gobierno o una suma de dinero que termina en un bolsillo privado son las contrapartidas de obras que nunca se hacen, peores sistemas de educación y salud, de rutas en pésimo estado y de cientos de promesas que nunca se cumplen. En este sentido, el voto es fundamental: es recompensar a los que hacen bien su trabajo y castigar a los que creen que no tienen que rendir cuentas.
Pero no hay que dejar de reconocer que existe el peligro de que la escena política se convierta en un ciclo continuado de denuncias, en el que la oposición se limita a un papel acusador. De un lado de la vereda queda el político ladrón, del otro el político de la denuncia, y entre ellos esa dinámica de discusión que se lleva bien con lo mediático pero que no cierra en términos ciudadanos.
Hay que denunciar las irregularidades. Pero ese es el primer paso y no el punto de llegada del trabajo político. En pocas palabras, el peligro radica en definir la tarea política siempre por negación del modo de hacer política del otro, siempre siendo la negación del político corrupto. Cuando esto ocurre, aún en el mejor de los casos, el corrupto sigue apareciendo como el eje organizador de la discusión y se vuelve cada vez más difícil salir del descreimiento. Es la oposición que sólo es “anti”, a la que le cuesta construir algo superador. En lugar de esto, el camino es el de la construcción de una alternativa que rompa y se diferencie de los viejas prácticas y que muestre otra manera de ser y de hacer. Descreer del potencial de la política lleva a la resignación de que nada puede cambiar.
En la Argentina, los políticos que fallaron en transformar la realidad se alimentan de esa resignación porque la propia inercia del statu quo los favorece para mantener el poder. Nadie espera nada de ellos, y por eso pueden decepcionar constantemente y reciclarse bajo cuantas banderas haya sin que se les reclame demasiado. Los peores quieren hacer creer que, en realidad, todos son como ellos. ¿Qué persona valiosa querría participar en política viendo ese panorama? Con este pesimismo nadie nuevo se atreve a disputarles el lugar, algo funcional a que mantengan sus tronos construidos con la decepción de la ciudadanía. Ese lugar, que hoy ocupan los que quieren que todo siga así, es el lugar que tiene que ocupar el que quiere el cambio y la política como vocación de servicio.
Iván Petrella es director académico de la Fundación Pensar y legislador del PRO.
El descreimiento tiene muchos efectos negativos pero, en particular, instala la idea de que todos los políticos son igualmente malos. Pero la realidad es más compleja: no son todos ladrones y no son todos incapaces. Muchos políticos entienden el su tarea como el servicio al otro y no se les cruza por la cabeza robar un centavo. El descreimiento es una trampa enorme: no diferenciar a unos de otros implica que, finalmente, hacer las cosas bien o mal de lo mismo. Esto no es sólo un problema ético. Un incapaz en una posición de gobierno o una suma de dinero que termina en un bolsillo privado son las contrapartidas de obras que nunca se hacen, peores sistemas de educación y salud, de rutas en pésimo estado y de cientos de promesas que nunca se cumplen. En este sentido, el voto es fundamental: es recompensar a los que hacen bien su trabajo y castigar a los que creen que no tienen que rendir cuentas.
Pero no hay que dejar de reconocer que existe el peligro de que la escena política se convierta en un ciclo continuado de denuncias, en el que la oposición se limita a un papel acusador. De un lado de la vereda queda el político ladrón, del otro el político de la denuncia, y entre ellos esa dinámica de discusión que se lleva bien con lo mediático pero que no cierra en términos ciudadanos.
Hay que denunciar las irregularidades. Pero ese es el primer paso y no el punto de llegada del trabajo político. En pocas palabras, el peligro radica en definir la tarea política siempre por negación del modo de hacer política del otro, siempre siendo la negación del político corrupto. Cuando esto ocurre, aún en el mejor de los casos, el corrupto sigue apareciendo como el eje organizador de la discusión y se vuelve cada vez más difícil salir del descreimiento. Es la oposición que sólo es “anti”, a la que le cuesta construir algo superador. En lugar de esto, el camino es el de la construcción de una alternativa que rompa y se diferencie de los viejas prácticas y que muestre otra manera de ser y de hacer. Descreer del potencial de la política lleva a la resignación de que nada puede cambiar.
En la Argentina, los políticos que fallaron en transformar la realidad se alimentan de esa resignación porque la propia inercia del statu quo los favorece para mantener el poder. Nadie espera nada de ellos, y por eso pueden decepcionar constantemente y reciclarse bajo cuantas banderas haya sin que se les reclame demasiado. Los peores quieren hacer creer que, en realidad, todos son como ellos. ¿Qué persona valiosa querría participar en política viendo ese panorama? Con este pesimismo nadie nuevo se atreve a disputarles el lugar, algo funcional a que mantengan sus tronos construidos con la decepción de la ciudadanía. Ese lugar, que hoy ocupan los que quieren que todo siga así, es el lugar que tiene que ocupar el que quiere el cambio y la política como vocación de servicio.
Iván Petrella es director académico de la Fundación Pensar y legislador del PRO.