Por David Cufré
El ordenamiento de precios que proyecta el Gobierno para cuando termine la ola de remarcaciones por la devaluación y el aumento de tarifas de los servicios públicos –una novedad en este terreno es la suba en torno del 200 por ciento que prepara Aysa para agua y cloacas– se sustenta en la visión de que existe un exceso de demanda. El equipo económico y el Banco Central interpretan que los niveles de consumo alcanzados durante el kirchnerismo son ficticios, generados a partir de políticas fiscales y monetarias expansivas que resultan insostenibles a mediano plazo. Un crecimiento “genuino” de la capacidad de compra de la población, afirman, debe llegar como consecuencia de un salto en los volúmenes de inversión, liderado por el sector privado, que traccione el empleo y aumente la oferta disponible. Ajustar el gasto público, bajar la emisión, atraer capitales financieros, liberar restricciones a la repatriación de divisas de empresas extranjeras y abrir la economía a las importaciones forman parte de un mismo proceso orientado a seducir al capital. Varias de esas medidas, al mismo tiempo, golpearán sobre el poder de compra en el mercado interno. Las señales inequívocas que empezó a dar el macrismo en el terreno laboral se inscriben en la misma lógica. Los despidos de empleados públicos, el decreto –ahora en revisión– que anula las paritarias de los empleados municipales de la provincia de Buenos Aires y la advertencia de Alfonso Prat-Gay de que puede haber puestos de trabajo en riesgo si los sindicatos tiran de la cuerda en las negociaciones salariales forman parte estructural del programa antiinflacionario. Esta orientación de la política económica debe poner en alerta máxima a las centrales obreras si no quieren repetir la experiencia de los 90, cuando el desempleo escaló del 6 al 18 por ciento entre 1991 y 1995.
Como en la mayoría de los programas de ajuste que se han aplicado en el país, la promesa de los funcionarios del Ministerio de Economía –ahora rebautizado de Hacienda y Finanzas– es que pasado un período de “sinceramiento” de las variables, siempre doloroso, florecerá la economía, aumentará el consumo y se logrará un estado de bienestar general. La experiencia nacional demuestra lo contrario, empezando por cómo se reparten las cargas; es decir, quienes resultan ganadores y perdedores, pasando por el hecho de que siempre se piden más sacrificios para llegar a la supuesta meta y terminando en que generalmente los planes ocasionan enormes crisis que hunden a las mayorías, como ocurrió con los experimentos de José Alfredo Martínez de Hoz y Domingo Cavallo. Prat-Gay empieza a mostrarse heredero de esa tradición, permitiéndose incluso provocaciones como tildar a trabajadores cesanteados de ser grasa sobrante que hay que descartar.
El plan de ajuste del macrismo arrancó con medidas que desataron una escalada inflacionaria y una caída de la capacidad de consumo de los trabajadores. Es la etapa de “sinceramiento” de las variables, donde se van estableciendo las bases para una redistribución regresiva de los ingresos, favorable a los rubros exportadores –esencialmente agropecuarios– y financieros. La devaluación, la quita de retenciones y la desregulación financiera van en esa línea. El próximo paso será la rebaja de subsidios a los servicios públicos y el aumento de tarifas, otra transferencia de recursos desde sectores de ingresos fijos a grandes empresas nacionales y extranjeras. Esa afectación del poder de compra de vastos sectores de la sociedad apunta a “resolver” el problema de exceso de demanda que origina la inflación, según consideran Prat Gay y Federico Sturzenegger, presidente del Banco Central. De otro modo, hubieran buscado alternativas para bajar la inflación sin provocar primero un fogonazo de aumentos de precios.
Los despidos generalizados en el sector público y la falta de intervención estatal para cuidar puestos de trabajo en el sector privado –incluso promoviendo conflictos como el de Sol–, y los intentos por contener las subas salariales en paritarias son otra pata del plan para bajar la inflación a través de una caída del consumo interno.
El marco general de la estrategia son las metas de inflación que anunció Prat-Gay a mitad de semana. Este esquema parte de la idea de que los aumentos de precios se intensifican por un recalentamiento de la demanda. La principal herramienta para administrar esa variable es la política monetaria, a través de la suba o baja de la tasa de interés. La meta oficial de inflación se constituye en la práctica en el ancla nominal de la economía. El Banco Central debe concentrar sus esfuerzos en contener la inflación dentro del rango fijado previamente. Para este año, por caso, Prat-Gay estableció que la banda debe ir del 20 al 25 por ciento anual. Si los precios muestran una evolución que supere el límite máximo, la autoridad monetaria buscará ponerlos en caja aumentando el costo del dinero, aun si ello entraña costos recesivos. La credibilidad del Central para actuar independientemente de otros objetivos, como el crecimiento económico o asegurar un bajo desempleo, asume una importancia crucial. Por eso en los sistemas de metas de inflación se le suele asignar a la independencia de los bancos centrales un lugar preponderante, desligado de las urgencias del poder político, que podría verse presionado por la sociedad a aceptar desvíos en las pautas inflacionarias para mejorar el nivel de actividad o de ocupación, afectando el funcionamiento rector de la economía que es el control de la inflación. Mientras más duro sea el Central en hacer cumplir las metas, mejores resultados habrá para la economía a mediano plazo, puesto que el proceso de formación de expectativas y toma de decisiones estará guiado por una racionalidad superior. Prat-Gay exhibió su fascinación por este modelo cuando dijo que habrá “mano dura” en su aplicación.
Las metas de inflación empezaron a generalizarse en el mundo a partir de la experiencia de Nueva Zelanda en 1990, en coincidencia con el proceso de desregulación financiera internacional e imposición del pensamiento único neoliberal. En la actualidad lo aplican una gran cantidad de países en todo el mundo, desarrollados y emergentes, lo que dio lugar a un intenso debate entre economistas ortodoxos y heterodoxos sobre su efectividad y consecuencias.
En el amplio campo de los detractores, la primera de las críticas es que los esquemas de metas de inflación subordinan el crecimiento económico, la ocupación y la distribución del ingreso a un objetivo de estabilidad de precios que en el mejor de los casos daría un horizonte de previsibilidad a sectores concentrados de la economía –en primer lugar, financieros– para hacer fabulosos negocios. Es decir, el esquema estaría en función de los intereses de actores económicos poderosos y en desmedro de las necesidades de otros sectores empresarios y trabajadores en general, confiando en el eventual derrame posterior. En segundo lugar, se advierte que la interpretación monocausal de la inflación como un exceso de demanda es inconsistente, dado que deja de lado otros factores que en países como la Argentina son centrales, como la puja distributiva, la incidencia sobre costos de estructuras de proveedores de insumos difundidos con comportamientos monopólicos o cartelizados y el impacto de los precios internacionales de los alimentos y la energía en el mercado interno. También se alerta sobre la amplificación del riesgo de sufrir severas crisis por contagio de shocks externos, ya que junto a las metas de inflación los programas económicos apuestan a la apertura comercial y la desregulación financiera.
No es extraño que (ex) representantes del poder financiero como Prat-Gay sean promotores de este sistema. Bajar la inflación con altas tasas de interés, despidos, control sobre las paritarias y libertad importadora es un plan que los argentinos ya conocen. Son políticas que han conspirado contra las necesidades populares, pero cada vez es más claro que el macrismo no vino a gobernar para ellas.
El ordenamiento de precios que proyecta el Gobierno para cuando termine la ola de remarcaciones por la devaluación y el aumento de tarifas de los servicios públicos –una novedad en este terreno es la suba en torno del 200 por ciento que prepara Aysa para agua y cloacas– se sustenta en la visión de que existe un exceso de demanda. El equipo económico y el Banco Central interpretan que los niveles de consumo alcanzados durante el kirchnerismo son ficticios, generados a partir de políticas fiscales y monetarias expansivas que resultan insostenibles a mediano plazo. Un crecimiento “genuino” de la capacidad de compra de la población, afirman, debe llegar como consecuencia de un salto en los volúmenes de inversión, liderado por el sector privado, que traccione el empleo y aumente la oferta disponible. Ajustar el gasto público, bajar la emisión, atraer capitales financieros, liberar restricciones a la repatriación de divisas de empresas extranjeras y abrir la economía a las importaciones forman parte de un mismo proceso orientado a seducir al capital. Varias de esas medidas, al mismo tiempo, golpearán sobre el poder de compra en el mercado interno. Las señales inequívocas que empezó a dar el macrismo en el terreno laboral se inscriben en la misma lógica. Los despidos de empleados públicos, el decreto –ahora en revisión– que anula las paritarias de los empleados municipales de la provincia de Buenos Aires y la advertencia de Alfonso Prat-Gay de que puede haber puestos de trabajo en riesgo si los sindicatos tiran de la cuerda en las negociaciones salariales forman parte estructural del programa antiinflacionario. Esta orientación de la política económica debe poner en alerta máxima a las centrales obreras si no quieren repetir la experiencia de los 90, cuando el desempleo escaló del 6 al 18 por ciento entre 1991 y 1995.
Como en la mayoría de los programas de ajuste que se han aplicado en el país, la promesa de los funcionarios del Ministerio de Economía –ahora rebautizado de Hacienda y Finanzas– es que pasado un período de “sinceramiento” de las variables, siempre doloroso, florecerá la economía, aumentará el consumo y se logrará un estado de bienestar general. La experiencia nacional demuestra lo contrario, empezando por cómo se reparten las cargas; es decir, quienes resultan ganadores y perdedores, pasando por el hecho de que siempre se piden más sacrificios para llegar a la supuesta meta y terminando en que generalmente los planes ocasionan enormes crisis que hunden a las mayorías, como ocurrió con los experimentos de José Alfredo Martínez de Hoz y Domingo Cavallo. Prat-Gay empieza a mostrarse heredero de esa tradición, permitiéndose incluso provocaciones como tildar a trabajadores cesanteados de ser grasa sobrante que hay que descartar.
El plan de ajuste del macrismo arrancó con medidas que desataron una escalada inflacionaria y una caída de la capacidad de consumo de los trabajadores. Es la etapa de “sinceramiento” de las variables, donde se van estableciendo las bases para una redistribución regresiva de los ingresos, favorable a los rubros exportadores –esencialmente agropecuarios– y financieros. La devaluación, la quita de retenciones y la desregulación financiera van en esa línea. El próximo paso será la rebaja de subsidios a los servicios públicos y el aumento de tarifas, otra transferencia de recursos desde sectores de ingresos fijos a grandes empresas nacionales y extranjeras. Esa afectación del poder de compra de vastos sectores de la sociedad apunta a “resolver” el problema de exceso de demanda que origina la inflación, según consideran Prat Gay y Federico Sturzenegger, presidente del Banco Central. De otro modo, hubieran buscado alternativas para bajar la inflación sin provocar primero un fogonazo de aumentos de precios.
Los despidos generalizados en el sector público y la falta de intervención estatal para cuidar puestos de trabajo en el sector privado –incluso promoviendo conflictos como el de Sol–, y los intentos por contener las subas salariales en paritarias son otra pata del plan para bajar la inflación a través de una caída del consumo interno.
El marco general de la estrategia son las metas de inflación que anunció Prat-Gay a mitad de semana. Este esquema parte de la idea de que los aumentos de precios se intensifican por un recalentamiento de la demanda. La principal herramienta para administrar esa variable es la política monetaria, a través de la suba o baja de la tasa de interés. La meta oficial de inflación se constituye en la práctica en el ancla nominal de la economía. El Banco Central debe concentrar sus esfuerzos en contener la inflación dentro del rango fijado previamente. Para este año, por caso, Prat-Gay estableció que la banda debe ir del 20 al 25 por ciento anual. Si los precios muestran una evolución que supere el límite máximo, la autoridad monetaria buscará ponerlos en caja aumentando el costo del dinero, aun si ello entraña costos recesivos. La credibilidad del Central para actuar independientemente de otros objetivos, como el crecimiento económico o asegurar un bajo desempleo, asume una importancia crucial. Por eso en los sistemas de metas de inflación se le suele asignar a la independencia de los bancos centrales un lugar preponderante, desligado de las urgencias del poder político, que podría verse presionado por la sociedad a aceptar desvíos en las pautas inflacionarias para mejorar el nivel de actividad o de ocupación, afectando el funcionamiento rector de la economía que es el control de la inflación. Mientras más duro sea el Central en hacer cumplir las metas, mejores resultados habrá para la economía a mediano plazo, puesto que el proceso de formación de expectativas y toma de decisiones estará guiado por una racionalidad superior. Prat-Gay exhibió su fascinación por este modelo cuando dijo que habrá “mano dura” en su aplicación.
Las metas de inflación empezaron a generalizarse en el mundo a partir de la experiencia de Nueva Zelanda en 1990, en coincidencia con el proceso de desregulación financiera internacional e imposición del pensamiento único neoliberal. En la actualidad lo aplican una gran cantidad de países en todo el mundo, desarrollados y emergentes, lo que dio lugar a un intenso debate entre economistas ortodoxos y heterodoxos sobre su efectividad y consecuencias.
En el amplio campo de los detractores, la primera de las críticas es que los esquemas de metas de inflación subordinan el crecimiento económico, la ocupación y la distribución del ingreso a un objetivo de estabilidad de precios que en el mejor de los casos daría un horizonte de previsibilidad a sectores concentrados de la economía –en primer lugar, financieros– para hacer fabulosos negocios. Es decir, el esquema estaría en función de los intereses de actores económicos poderosos y en desmedro de las necesidades de otros sectores empresarios y trabajadores en general, confiando en el eventual derrame posterior. En segundo lugar, se advierte que la interpretación monocausal de la inflación como un exceso de demanda es inconsistente, dado que deja de lado otros factores que en países como la Argentina son centrales, como la puja distributiva, la incidencia sobre costos de estructuras de proveedores de insumos difundidos con comportamientos monopólicos o cartelizados y el impacto de los precios internacionales de los alimentos y la energía en el mercado interno. También se alerta sobre la amplificación del riesgo de sufrir severas crisis por contagio de shocks externos, ya que junto a las metas de inflación los programas económicos apuestan a la apertura comercial y la desregulación financiera.
No es extraño que (ex) representantes del poder financiero como Prat-Gay sean promotores de este sistema. Bajar la inflación con altas tasas de interés, despidos, control sobre las paritarias y libertad importadora es un plan que los argentinos ya conocen. Son políticas que han conspirado contra las necesidades populares, pero cada vez es más claro que el macrismo no vino a gobernar para ellas.
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