Un gabinete de CEO

Quienes critican el perfil empresarial del Gobierno son los que quieren ocultar el drenaje de fondos que, durante años, dedicaron a satisfacer sus propios intereses
El presidente de la Nación, Mauricio Macri, optó por integrar gran parte de su gabinete de ministros con funcionarios con perfil empresarial, ex directivos y gerentes de grandes empresas.
Esta decisión motivó diversas críticas e ironías, llamándolo algunos «el gabinete de los CEO» por contraposición a otras composiciones más tradicionales, en las que prevalecen los políticos, intelectuales o dirigentes sectoriales.
En esa misma línea de pensamiento se subraya el riesgo de colocar lo público en manos de quienes sólo conocen de gestión empresarial y, por tanto, carecerían de la visión global requerida para esos cargos. Aún más: también se cuestiona el fundamento ético de un formato semejante, como si aquellos funcionarios fuesen zorros en el gallinero, cuyos antecedentes en el sector privado los llevase a ignorar el interés público para gestionar únicamente en términos de lucro privado y en beneficio de pocos: los llamados «grupos concentrados».
Obviamente, no puede manejarse el Estado ignorando la dimensión política, pues la definición de los grandes objetivos del país requiere una visión de largo plazo, integradora de los diversos intereses, necesidades, regiones y poblaciones que componen una nación. Por ello, es necesario también lograr consensos, evitando la imposición unilateral de decisiones que pueden conducir al fracaso. El éxito de una gestión pública no se mide en términos de ganancias anuales y pago de dividendos, sino en términos de bienestar para todos, incluyendo aquellos grupos desfavorecidos, conforme a un principio de solidaridad.
Los gobernantes que son capaces de lograrlo, superando los obstáculos y las tentaciones del corto plazo, en pos de resultados duraderos y sostenibles, son considerados estadistas. Pero no todos los políticos son estadistas y desdeñar a quienes no han hecho carrera partidaria como si les faltase la formación indispensable para tomar las riendas de la administración es una apreciación falsa e interesada.
Es recurrente utilizar la dicotomía hegeliana que opone lo público a lo privado, como si los funcionarios fuesen vestales consagradas a satisfacer las necesidades del conjunto y los particulares, integrantes de la sociedad civil, sólo persiguieran objetivos egoístas, contrapuestos a aquéllas. En realidad, no hay tal cosa, no hay vestales, no hay reyes filósofos, ni funcionarios omniscientes, puros y despojados de apetitos terrenales.
Las gravísimas crisis que ha atravesado la Argentina prueban que las virtudes de los estadistas han escaseado, que las vestales han huido del templo, que los reyes filósofos han preferido los viáticos a la mayéutica y que en todos los ámbitos ha triunfado la practicidad más burda y el uso de-sembozado de lo público en provecho privado.
Cuando la política se restringe a su definición más cruda y el Estado es cooptado como herramienta facciosa para acrecentar poder, neutralizar los órganos de control, silenciar oponentes, someter a las provincias, dominar la Justicia y favorecer con empleos, contrataciones o pautas publicitarias a correligionarios y aplaudidores, se desnaturaliza la razón de su existencia y se malversa la majestad de sus funciones.
La administración de lo público exige un compromiso moral con la ciudadanía, para cumplir con las prestaciones que todos esperan del Estado y evitando que los recursos asignados se malgasten o se destinen a finalidades espurias.
El Estado es el epicentro de todas las demandas sociales, es el lugar donde todos buscan empleo, a quien todos pretenden cobrarle y a quien nadie quiere pagarle. El Estado es siempre abusado, está siempre «privatizado» en favor de quienes lo esquilman con designaciones redundantes, contratos indebidos, pagos incorrectos, subsidios impropios.
El Estado, único agente de la coerción social, pertrechado de policías, Gendarmería, Prefectura y demás fuerzas de seguridad; el Estado, con sus servicios de inteligencia, sus equipamientos electrónicos, sus puertas blindadas y sus agentes secretos es, sin embargo, la estructura más débil de toda la organización social y la más susceptible a que su poder se desvíe en función de los intereses, las ideologías, la picardía o la deshonestidad de quienes controlan sus cargos y no tienen en su ADN la noción del bien común.
Cuando el Estado es utilizado para hacer populismo, se alteran todos los órdenes, se queman todos los manuales, se relega el mérito y se promueve la lealtad, se ignoran los presupuestos y se siguen las directivas, se abandona la transparencia y prevalece la opacidad, se soslayan los fundamentos y se adoptan los argumentos, se olvidan las reglas de la buena administración y se desbordan los gastos improductivos. Hasta alcanzar el inconcebible déficit del 7,1% del PBI que el actual gobierno ha heredado del kirchnerismo, incluyendo el salón bailable del vicepresidente Boudou en el Banco Nación y el gabinete de maquillaje de la señora de Kirchner cerca de su helipuerto en Tecnópolis, para no atosigar este párrafo con otros dislates de mucha mayor envergadura.
El interés general no se satisface con discursos inflamados, estructuras militantes y relatos infatuados, si quienes gestionan lo público carecen de la noción de escasez de recursos, desprecian los principios básicos de la administración e ignoran cómo se realizan las obras para satisfacer las necesidades básicas de la población.
Años de mala gestión estatal por parte de quienes se han autodenominado «nacionales y populares» se reflejan en los niveles de pobreza, la falta de inversiones en infraestructura, la importación de energía, la destrucción de las economías regionales, las falencias en el sistema educativo y el enriquecimiento inmoral de grupos económicos próximos al poder.
Quienes se han favorecido con ese aprovechamiento inmoral de lo público critican ahora el manejo racional de los recursos, invocando la pérdida de fuentes de trabajo, la pluralidad de voces y la falta de sensibilidad social de los nuevos administradores. Se oponen, directamente, al restablecimiento del buen orden, de la sencillez republicana, del equilibrio en las cuentas y la mesura en el relato. Se convocan en forma ruidosa para ocultar, en definitiva, el drenaje de fondos que durante años han convalidado para finalidades muy ajenas al interés colectivo y muy cercanas al provecho propio.
Es falso que sus trayectorias en la gestión privada impidan a los nuevos funcionarios actuar en función del bien común, como si el Estado fuese un ámbito exclusivo para quienes sólo conocen de militancias, comités y escalafones. Por el contrario, todos ellos han tenido carreras exitosas cuyas experiencias desean volcar al provecho colectivo, sabiendo que se exponen al riesgo de la crítica feroz, a la pérdida de privacidad y a las zancadillas de oponentes mucho más fogueados en las lides del poder. Ninguno de ellos necesita de sus nuevos cargos para consolidar una situación patrimonial, pues sus credenciales profesionales les permitirían de inmediato, en el país o en el exterior, alcanzar posiciones retribuidas con sueldos internacionales.
La administración del Estado requiere habilidades extraordinarias, pues se trata de un organismo mucho más complejo que cualquier empresa privada por configurar una organización política y, por tanto, diversa, multiforme, conflictiva. Pero requiere, al igual que las empresas privadas, una clara comprensión de la limitación de recursos, una sólida formación para establecer prioridades y una vigorosa capacidad de ejecución en tiempo y forma; sin demoras, pérdidas ni desvíos.
Con su equipo de fogueados administradores -que, además, son llamativamente jóvenes- el presidente de la Nación está poniendo en práctica una nueva forma de gestionar el Estado. Una forma donde los funcionarios no se servirán de él, sino que entregarán lo mejor de sus experiencias profesionales para mejorar la vida de los argentinos. Aunque, al hacerlo, empeoren las propias.

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