Dilemas del peronismo

Por Edgardo Mocca
La política argentina ha sufrido un brusco giro de sentido. Tan profundo que descoloca a quienes sostuvieron durante muchos años la idea de que el país no había cambiado nada esencial con los dos gobiernos kirchneristas. Que toda la escena consistía en un enorme simulacro progresista o nacional-populista para legitimar un proceso de acumulación de poder y de riquezas. El operativo fulminante del macrismo en el último mes demuestra que el “simulacro” dejó profundas huellas materiales y culturales en la sociedad argentina; el “relato” fue, en verdad, prioridad del mercado interno y el consumo popular como motor del ciclo económico, soberanía e integración regional, recuperación de poder de decisión estatal en las materias económicas y sociales más sensibles, democratización y freno a los monopolios en la formación de la opinión de los argentinos, defensa del empleo y del salario, apropiación estatal de franjas de la enorme rentabilidad del sector financiero-sojero para financiar al Estado y para proteger a los consumidores del alza de precios de productos agrícolas, descriminalización de la protesta social, verdad y justicia respecto de la barbarie dictatorial. Todos esos sentidos han sido radicalmente invertidos o están en viaje vertiginoso a serlo. Se relataban cosas que efectivamente se hacían; perfectamente factibles de ser llamadas chavismo, populismo, setentismo o cualquier otro de los nombres que nombran al demonio. Así supo reconocerlo la parte de la derecha a la que no le da vergüenza ser de derecha. Supieron pronunciar discursos que calcaban su contenido de lo que decía Martínez de Hoz cuando era ministro de Economía, no ocultaron nunca que defendían un sistema, un modo de ser de las cosas y que las denuncias penales, el horror por el decisionismo presidencial, las bóvedas llenas de plata y las cuentas secretas de algunos funcionarios no eran más que recursos tácticos para la única pelea que tiene sentido político, la pelea por el poder. La idea de simulacro fue, en cambio, creada por personas y grupos que necesitaron de esa interpretación para ocultar a los otros y ocultarse a sí mismos que ya no creen en el repertorio de valores que alguna vez sostuvieron. La interpretación en términos de relato falso ha sufrido un duro golpe después de que el macrismo restableció los principios normales de funcionamiento en nuestro país durante la mayor parte de su historia: rápido realineamiento geopolítico a favor de Estados Unidos, mucha deuda para alimentar la maquinaria de las superganancias financieras, devolución de retenciones a los grandes productores y exportadores de productos agrarios, megadevaluación, caída del salario, regreso al monopolio de la comunicación y represión-persecución penal de la protesta social. No es un listado azaroso, son las huellas de los cambios que produjo el kirchnerismo y que hacía falta borrar drásticamente.
Es cierto que es la primera vez que la derecha gana, presentándose como tal, en elecciones libres y democráticas en la Argentina después de la ley Sáenz Peña, de 1912. Es también la primera vez que un gobierno enfrentado con las corporaciones poderosas de la Argentina culmina su mandato en condiciones de normalidad institucional. La derecha pudo acortar unas horas su mandato –lo que no deja de ser un símbolo muy potente– pero no pudo lograr que el modo de retirarse de la Casa de Gobierno fuera, en su carácter caótico, el preludio y la justificación de un brusco cambio de orientación en todos los terrenos. La derecha esboza esa justificación. Por eso se dice que el brutal ajuste económico es resultado de una “crisis” que existía en el país, aunque no la vivieran las personas comunes porque solamente se revelaba a través de los profetas de la economía. Pero eso es una especulación argumental, no coincide con la sensación pública de lo que está ocurriendo. Y lo que está ocurriendo es la necesidad y la urgencia de restablecer un orden que nunca debió ser abandonado. Así es que hay otra “primera vez” en los acontecimientos de estos días: por primera vez el resultado de elecciones limpias y democráticas es la herramienta que habilita a un nuevo gobierno para poner en marcha un rumbo político claramente antagónico con el anterior. Es decir, estamos en un “cambio de régimen” bajo la apariencia formal de una alternancia partidaria en el gobierno.
Es por eso que en la parte de la política argentina que no está en el gobierno se insinúan dos modos de colocación frente a la nueva escena. Una es la que piensa las cosas en términos de “normalidad sistémica”. Cambió el gobierno como puede ocurrir con cualquier elección, hay que constituirse como oposición, con lealtad y espíritu de colaboración y preparar un retorno al gobierno en las próximas presidenciales. No le falta razonabilidad al planteo: en el país no hubo golpe de Estado ni se instauró un régimen autoritario, la alternancia es parte del modo de funcionamiento de las democracias contemporáneas. Además hay que mantener relaciones normales con el nuevo gobierno nacional para facilitar la gestión en los lugares de poder que se conservaron. Es la lógica de los “tiempos institucionales” que constituyen una conquista de enorme valor para los argentinos, después de nuestro siglo XX, porque establece un piso de convivencia democrática que ningún planteo de orden sustantivo puede eliminar. Este enfoque excluyentemente institucional involucra en la actual situación algunos problemas políticos. El principal es qué se hace con lo que una gran parte de la población considera las conquistas populares de este período. El institucionalismo extremo tiene aquí un problema en los días que corren: su recurso argumentativo sería “hay que dar la discusión en el Congreso”, lo que en este caso tiene una gran pertinencia dada la relación de fuerzas relativamente favorable a la oposición en ambas Cámaras. Pues bien, ese recurso no está abierto, el Poder Ejecutivo es el único que puede prorrogar las sesiones o llamar a extraordinarias y no lo hace, recurre a los decretos de necesidad y urgencia. Claro, no todos los decretos emitidos son abiertamente ilegales; claramente lo son el que designa jueces en comisión en la Corte Suprema y el que modifica el Código Procesal Penal, uno por su antagonismo con el método de designación propio de nuestra Constitución y el otro por la materia sobre la que pretende “legislar” el Presidente, la cuestión penal, expresamente excluida por el texto de la Constitución. Están los otros decretos, como el que modifica de hecho la Ley de Servicios de Comunicación Audiovisual al convertir agencias autárquicas en dependencias del Poder Ejecutivo. En casos como ese, la ley prevé que una comisión bicameral decida sobre la legalidad del decreto. Ahora bien, la relativa legalidad que tiene el decreto, puesto que ni la Constitución ni la ley especifican cuándo una situación pueda acreditar necesidad o urgencia, no aminora su condición de hecho político visiblemente desleal: no solamente porque es evidente que se trata de un recurso ante la alta probabilidad de que esas disposiciones no consiguieran las mayorías legislativas necesarias, sino porque la comisión bicameral debatirá la cuestión bajo la forma de hecho consumado con todas las consecuencias políticas y jurídicas que esto supone. Es decir, se invita a diputados y senadores a discutir sobre una Afsca y una Aftic previamente ocupadas y reestructuradas. De gesto republicano todo esto tiene bien poco.
Hay, entonces alternancia formal y “cambio de régimen” en lo sustantivo. Lo que está en juego, desde este punto de vista, no son solamente los tiempos institucionales dentro de los cuales la oposición aspira a volver al gobierno. Tampoco es el nombre del partido o de la coalición en cuyo nombre se pretenda triunfar en el próximo turno. El macrismo le plantea a la oposición –más concretamente al peronismo– un desafío sustancial: tiene que dirimir en nombre de qué idea de país se propone regresar al gobierno. No se trata de negar la importancia de la identidad peronista ni la de la autoestima herida que procura recuperarse. Tampoco es cuestión de subestimar las cuestiones políticas y presupuestarias que afectan la jornada regular en el ejercicio de gobiernos provinciales y municipales, ni la de las roscas y maniobras a través de las cuales cada dirigente procura defender su propio lugar en el universo. En esta columna no practicamos moralismos de ese ni de ningún otro tipo, se procura siempre hablar de política. Y hablar de política quiere decir la producción de cierta síntesis entre la política chica y la política grande, la que decide el rumbo del país. Es posible que la gran concentración de recursos de poder (público y privado) que ostenta el macrismo agrande los costos de la actitud de defensa de un proyecto –defensa de las conquistas y acumulación de fuerzas para el regreso– y estimule la lógica del tiempo institucional y la cooperación. Tarde o temprano, sin embargo, lo que habrá de dirimirse en la Argentina de los próximos años es la viabilidad social de un proceso que apunta a una enorme concentración de recursos y a una no menos enorme exclusión social. El balance de la conducta de cada uno durante el período en que esta reestructuración empieza a tomar forma será parte del juicio popular del futuro. Difícilmente un peronismo conciliador, respetuoso y adaptado al buen gusto liberal emerja como el portador de la disputa sustancial, la que no se agota en las formas sino que se interesa por la verdad efectiva, la de los salarios, las libertades, los derechos y la soberanía. Todo a lo que podría aspirar semejante viraje del peronismo es a asumir una condición de socio, muy probablemente minoritario, de un bipartidismo aggiornado, en la que dos coaliciones disputan la dirección del país para hacer más o menos lo mismo. La consecuencia en la defensa de un proyecto no es un prurito moral sino un enorme recurso político de las fuerzas que se autoperciben portadoras de un sentido histórico. Los buenos modales pueden ser exaltados o desconocidos: lo que no se puede es lograr que ocupen el lugar de la política cuando lo que está en juego es la vida, el trabajo y el futuro de millones. El peronismo, ya que de él estamos hablando, no nació ni se convirtió en una fuerza decisiva de la Argentina de las últimas siete décadas gracias a sus buenos modales.

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