«A la gente le dejo un país cómodo, no a los dirigentes», fue la frase con la que la ex Presidente de la nación, Cristina Fernández de Kirchner, había condensado su legado y cerrado, en el Congreso de la Nación, el 1º de marzo pasado, su último discurso de inauguración de las sesiones legislativas.
Los derechos sociales conseguidos en la última década y, en particular, el avance de los trabajadores en la distribución del ingreso nacional y las dificultades de los dirigentes para sostener ese esquema se evidencian de forma cruda, al menos en parte, al comparar la evolución de los costos laborales industriales locales respecto a los de los países de la región de mayor capacidad productiva, Brasil y México.
Si bien históricamente un trabajador manufacturero en Argentina ha tenido mejores ingresos en relación con el resto de Latinoamérica, la diferencia se fue agrandando notablemente en los últimos años. Mientras que en 2010 el costo salarial promedio de un empleado industrial en nuestro país, medido en dólares, era un 38% mayor que en Brasil y un 103% más alto que en México, en noviembre del año pasado, antes de la abrupta devaluación, las distancias llegaron a extenderse hasta un 167% y un 240%, respectivamente.
Varios factores importantes explican el fenómeno. Entre ellos, vale destacar la mayor fuerza de negociación de los trabajadores en Argentina con un Gobierno que los apoyaba en los conflictos con la patronal y no reprimía, la creciente tensión distributiva y la falta de planes de desarrollo para destrabar cuellos de botella en sectores estratégicos, que agudizaban el problema inflacionario, y el abuso del tipo de cambio como ancla principal de precios. A la vez, en el frente externo, las devaluaciones de nuestros socios comerciales, iniciadas en 2012 y profundizadas en el último año, también incidieron en la ampliación de la brecha de costos laborales.
La reciente escalada del precio del dólar en Argentina a 13,63 pesos (promedio de enero de 2016) apenas permitió recortar una porción de la diferencia de costos registrada entre 2010 y 2015. El costo laboral local en la industria todavía duplica al de Brasil y es un 160% más alto que el de México; es decir, en relación con los registros de 2010 es casi tres veces mayor respecto a Brasil y un 56% más elevado que el de México. Computando la quita de retenciones a la industria dispuesta por el actual Gobierno y, hasta ahora, sin ninguna otra política específica de promoción que equilibre la relación de competitividad con nuestro mayor socio comercial, el tipo de cambio que restablecería la paridad de 2010 debería ser de 18,84 pesos.
Ahora bien, la necesidad de recuperación del poder adquisitivo del salario después de la aceleración inflacionaria derivada de la devaluación, de la quita de retenciones y de subsidios a las tarifas de energía hace que sea muy complicado que las paritarias de este año se cierren con un piso inferior al 30 por ciento. Por lo tanto, el tipo de cambio para restablecer los niveles de competitividad de hace unos pocos años debería ser aún más elevado, con el agravamiento de los conflictos distributivos y de caída del consumo que otra gran devaluación implicaría. Este problema de competitividad precio, sin un fuerte deterioro de las condiciones de vida de los trabajadores, no parece poder resolverse bajo el paraguas neoclásico ortodoxo.
El escenario macroeconómico actual también perjudica particularmente a las pymes industriales. Ellas poseen un menor poder de negociación ante el cambio de precios relativos posterior a la devaluación y deben afrontar grandes dificultades de financiamiento, tras la suba de tasas de interés y la reducción de programas de acceso al crédito decidida por el gabinete económico en el inicio de su gestión. Y recuperar la competitividad precio reduciendo el costo laboral también implica la contracción del mercado interno, fuente de demanda principal de las pymes.
Los derechos sociales conseguidos en la última década y, en particular, el avance de los trabajadores en la distribución del ingreso nacional y las dificultades de los dirigentes para sostener ese esquema se evidencian de forma cruda, al menos en parte, al comparar la evolución de los costos laborales industriales locales respecto a los de los países de la región de mayor capacidad productiva, Brasil y México.
Si bien históricamente un trabajador manufacturero en Argentina ha tenido mejores ingresos en relación con el resto de Latinoamérica, la diferencia se fue agrandando notablemente en los últimos años. Mientras que en 2010 el costo salarial promedio de un empleado industrial en nuestro país, medido en dólares, era un 38% mayor que en Brasil y un 103% más alto que en México, en noviembre del año pasado, antes de la abrupta devaluación, las distancias llegaron a extenderse hasta un 167% y un 240%, respectivamente.
Varios factores importantes explican el fenómeno. Entre ellos, vale destacar la mayor fuerza de negociación de los trabajadores en Argentina con un Gobierno que los apoyaba en los conflictos con la patronal y no reprimía, la creciente tensión distributiva y la falta de planes de desarrollo para destrabar cuellos de botella en sectores estratégicos, que agudizaban el problema inflacionario, y el abuso del tipo de cambio como ancla principal de precios. A la vez, en el frente externo, las devaluaciones de nuestros socios comerciales, iniciadas en 2012 y profundizadas en el último año, también incidieron en la ampliación de la brecha de costos laborales.
La reciente escalada del precio del dólar en Argentina a 13,63 pesos (promedio de enero de 2016) apenas permitió recortar una porción de la diferencia de costos registrada entre 2010 y 2015. El costo laboral local en la industria todavía duplica al de Brasil y es un 160% más alto que el de México; es decir, en relación con los registros de 2010 es casi tres veces mayor respecto a Brasil y un 56% más elevado que el de México. Computando la quita de retenciones a la industria dispuesta por el actual Gobierno y, hasta ahora, sin ninguna otra política específica de promoción que equilibre la relación de competitividad con nuestro mayor socio comercial, el tipo de cambio que restablecería la paridad de 2010 debería ser de 18,84 pesos.
Ahora bien, la necesidad de recuperación del poder adquisitivo del salario después de la aceleración inflacionaria derivada de la devaluación, de la quita de retenciones y de subsidios a las tarifas de energía hace que sea muy complicado que las paritarias de este año se cierren con un piso inferior al 30 por ciento. Por lo tanto, el tipo de cambio para restablecer los niveles de competitividad de hace unos pocos años debería ser aún más elevado, con el agravamiento de los conflictos distributivos y de caída del consumo que otra gran devaluación implicaría. Este problema de competitividad precio, sin un fuerte deterioro de las condiciones de vida de los trabajadores, no parece poder resolverse bajo el paraguas neoclásico ortodoxo.
El escenario macroeconómico actual también perjudica particularmente a las pymes industriales. Ellas poseen un menor poder de negociación ante el cambio de precios relativos posterior a la devaluación y deben afrontar grandes dificultades de financiamiento, tras la suba de tasas de interés y la reducción de programas de acceso al crédito decidida por el gabinete económico en el inicio de su gestión. Y recuperar la competitividad precio reduciendo el costo laboral también implica la contracción del mercado interno, fuente de demanda principal de las pymes.