La polarización constructiva del Presidente

Hay quienes señalan que en la estrategia del nuevo gobierno existe una buena dosis de herencia kirchnerista. Y una que se corresponde no con los rasgos que los macristas lamentan y se desesperan por denunciar, el «legado envenenado», sino con otros que, al contrario, ellos secretamente celebran y preferirían que se mantuvieran velados.
Con el decretismo presidencial sucede algo de esto. Y lo mismo puede decirse de la polarización. Aunque conviene no quedarse en la superficie del asunto: hay que ver el papel que cumplen estos elementos en la estrategia general, y si es el mismo que cumplían en la etapa anterior. Hay buenas razones para pensar que no.
Para empezar, que los nuevos integrantes del Ejecutivo ponen bastante esmero en polarizar las discusiones y disputas con quienes los precedieron resulta a esta altura evidente. Y también lo es que hacerlo les es provechoso para descargar responsabilidades en sus antagonistas, aislar a los críticos más duros de los opositores moderados y alentar a éstos a moderarse aún más, al definir a los primeros como «quienes no admiten que perdieron las elecciones, quieren que al país le vaya mal para no reconocer sus equivocaciones y se dedican a poner palos en la rueda». Así, el nuevo oficialismo espera poder presentarse, desde la cúspide del Estado, como aquel de quien dependen de momento las soluciones y tiene sus intereses mejor alineados con los más generales y perdurables del país.
Ilustra bien el punto el discurso de inauguración del año legislativo, que contuvo una dosis considerable, para muchos superior a la esperada, de denuncia de la herencia recibida. En una puesta en escena que, cabe agregar, consumó sus objetivos, como sucedió en otras ocasiones semejantes en estos casi tres meses, gracias a la tan invaluable como inconsciente ayuda de sus víctimas.
Tan desesperados están los diputados de La Cámpora por retener protagonismo que no dudaron ni un momento en imitar a Sabbatella y sus Feri Fiestas en plena sesión de la Asamblea Legislativa. Y tras tapizar sus bancas con pueriles carteles denunciando todo tipo de horrores macristas, saltaron como leche hervida apenas el Presidente comenzó a plantear su diagnóstico, con abucheos y silbidos que les dieron a Macri y sus seguidores ocasión para impugnarlos y terminar de polarizar la situación.
Ese cruce, el momento más dramático y memorable del encuentro entre el Presidente y el Congreso, tal vez desdibujó el entusiasmo que Macri pretendía movilizar con sus promesas para el futuro. O tal vez sería más preciso decir que disimuló la dificultad que de momento existe para generar ese entusiasmo, dada la buena dosis de malas noticias que día a día los funcionarios están obligados a administrar.
Como sea, lo cierto es que ambas partes tuvieron parejo mérito en montar la escena. Aunque es claro que los réditos no se repartirán en forma tan pareja.
Sobre todo, porque Macri hizo bastante más que polarizar en su discurso: se mostró abierto y conciliador con la oposición en general, hizo especial hincapié en los objetivos comunes de todas las bancadas legislativas y en la necesidad de cooperar para lograrlos. Y muy directa y explícitamente pidió ayuda. Bien al comienzo de su intervención lanzó: «Más allá de las diferencias que hay -y deben existir- entre los distintos bloques de este Congreso, tenemos grandes coincidencias: queremos una Argentina desarrollada y queremos el bienestar de nuestra gente. Entonces, los invito a que focalicemos nuestras energías en tratar de ver cómo hacemos crecer este país, cómo mejoramos su educación, su salud, su seguridad, cómo generamos empleo y cómo reducimos la pobreza». Un mundo de diferencia con las típicas diatribas de Cristina, que se arrogaba la exclusiva representación de las buenas intenciones y el patriotismo, y le dejaba al resto el penoso rol de inútiles y malvados.
El llamado de Macri se corresponde con un ánimo colectivo mayoritariamente inclinado a premiar los acuerdos. Y también con un cuadro institucional en que habrá recompensas y oportunidades para quienes cooperen y pocas, al menos al principio, para quienes no lo hagan: el Congreso ha ofrecido ya algunas muestras de esto antes siquiera de empezar a funcionar, cuando Bossio y Urtubey anularon todo el poder extorsivo que podían aspirar a ejercer Recalde y La Cámpora en Diputados, mientras Pichetto se las ingeniaba para conservar y potenciar el suyo en el Senado.
Que el llamado a la cooperación y la moderación no es un gesto retórico ni está condenado a caer en oídos sordos será algo que habrá que constatar de todos modos dentro de muy poco, precisamente cuando empiece a funcionar el Congreso y tenga que resolver problemas calientes, como el default. Pero ello no sólo es así porque el Gobierno está en minoría y necesita ayuda para aprobar sus iniciativas, sino porque ha elegido ese camino para definir el cambio de época que prometió.
Respecto de esto último es oportuno considerar el otro rasgo de continuidad K que se suele denunciar: el uso de decretos para gobernar.
Se sabe que algunos de los decretos iniciales de Macri generaron especial resquemor en los legisladores, no sólo en los de la oposición. Y el Ejecutivo deberá mostrar ahora, con el Congreso sesionando, que, más allá de que vuelva o no a echar mano de este recurso, no pretenderá hacer de él un uso similar al que practicó el kirchnerismo. Es decir, que no pretenderá monopolizar las soluciones.
Con el decretismo, igual que con la polarización, no importan sólo la frecuencia, la profundidad o las materias en que se lo utilice, sino sobre todo cuál es la estrategia en que se inserta: concretamente, ¿indica que el Presidente está tratando de gobernar solo, que quiere sortear al Congreso para evitarse las complicaciones de buscar acuerdos?, ¿o es el modo en que el Ejecutivo pretende definir con él una agenda y un terreno de negociación?
El kirchnerismo, y en particular Cristina, usó con frecuencia decretos en el primer sentido, no porque temiera resistencias del Congreso, sino porque aun previendo que habría en general acompañamiento no deseaba compartir con él la toma de decisiones, mucho menos la autoría de las buenas noticias. Lo que estaba bien en línea con una concepción que no limitaba el decisionismo y la discrecionalidad a circunstancias de urgencia, crisis o debilidad presidencial, sino que los exaltaba como suma expresión de la voluntad gubernativa.
Macri es, afortunadamente, de muy otra escuela. Tendrá ahora la oportunidad de demostrar que, más allá de errores puntuales que puede haber cometido, como en el caso de los nuevos integrantes de la Corte, valora más decisiones consensuadas y perdurables -aunque no sean las que él elegiría-, antes que salidas precarias pero de su entero gusto. Si consigue así hacer avanzar una agenda legislativa y convertir algunos cambios ya iniciados en la administración de recursos públicos, la regulación de los medios, los impuestos, etcétera, en materia de normas con amplio consenso, logrará que nuestra convivencia dependa un poco más de reglas y menos de voluntades. Y eso sí sería todo un cambio de época.

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