Por José Massoni *
Fui el primer titular de la Oficina Anticorrupción, creada por la Alianza en diciembre de 1999. La consigna era no ser una agencia funcional a la coyuntura política, por lo que permanecí en el cargo cuando cambiaron los ministros y también los presidentes, de modo que tuve cuatro. Sólo el primero intentó, sin éxito, inmiscuirse en las investigaciones del pequeño pero formidable equipo que dirigí. Renuncié por motivos personales cuando era presidente Eduardo Duhalde. Realizamos más de dos mil denuncias penales cuyos sólidos fundamentos probatorios obligaron a los jueces a darles curso; también retomamos las causas paralizadas. El fracaso fue casi total: los jueces federales penales –Claudio Bonadio ya era estrella entre ellos– usaron todo el inmenso poder e impunidad que les confiere el sistema procesal todavía vigente, más el apoyo de la corporación judicial incluida la Corte Suprema, logrando impedir los juicios –la excepción fue María Julia Alsogaray– y 15 años después sólo queda procesado, hasta donde conozco, el actual presidente del Banco Central, por su complicidad en el megacanje delarruista.
Ante la estupefacción que producía la dimensión de la corrupción durante el menemato, procuré buscar el porqué de ella. Buena parte de las conclusiones las reuní en Estado de la corrupción en la Argentina y el mundo 1990-2011 (Ed. Del Puerto, mismo año). En cuanto a nuestro país analicé las denuncias más resonantes habidas desde 2003. Cinco años después continúa mi interés en el tema.
Como ideológicamente provengo de la izquierda, cuando estudio busco entre serios investigadores de la derecha. Joseph Stiglitz me enseñó (parafraseando) que en los países emergentes –según su experiencia en el Banco Mundial– los hechos de corrupción de dimensiones y daño incomparables eran los cometidos por programas neoliberales privatizadores. En estos las coimas eran siderales porque los inversores se llevaban todo de una vez. Por añadidura, los países perdían sus bienes. En los Estados que mantenían su riqueza y economía bajo control, los actos de corrupción eran puntuales y “pequeños”, mediando funcionarios corruptos a encontrar para cada ocasión (Cómo hacer que funcione la globalización, Taurus, 2006). Más adelante, aprendí de Thomas Piketty y su formidable recopilación de datos y vuelco analítico a gráficos, que desde Reagan-Thatcher en adelante, el capitalismo global, impulsado desde los países centrales, entró en un vertiginoso aumento de la apropiación de bienes por parte de una ínfima minoría: hacia 2010 un milésimo de los adultos del mundo poseía el 20 por ciento de la riqueza mundial; un centésimo entre el 80 y el 90 por ciento; la mitad inferior tenía el 5 por ciento del patrimonio total. Sus rigurosos análisis demuestran un inexorable crecimiento de la tendencia –salvo fuerte intervención política o social– y, dentro del sistema, fundamenta que la peor receta política económica para el agravamiento es la suma de tomar deuda, más austeridad (El capital en el siglo XXI, FCE, 2015).
El capitalismo es un excelente sistema de crecimiento económico, con base inmoral desde que se asienta en la apropiación individual de trabajo social. Pero desde esa raíz inhumana, desde fines del siglo pasado su ineludible displasia se ha disparado de modo que ha pulverizado todas las normas éticas, morales y legales. Esa es la gran corrupción. El crecimiento inimaginable de las desigualdades, con miles de millones de seres miserables, desocupados y pobres y fortunas inconcebibles en poder del cienmillonésimo del total de adultos en el planeta (op.cit. p. 478) sólo se logra con superexplotación humana, inconmensurables ejércitos de desocupados, extractivismo suicida de bienes naturales, tráfico de drogas a gran escala, comercio de armas, monopolios privados sobre bienes comunes o de servicios de demanda inelástica, producción de dinero mediante sólo dinero, su lavado impune, llegando al final a las guaridas fiscales (sobre éstos, formidable estudio de otro capitalista, Las islas del tesoro, Thomas Shaxton, FCE, 2014).
“La corrupción socava la legitimidad de las instituciones públicas, atenta contra la sociedad, el orden moral y la justicia, así como contra el desarrollo integral de los pueblos” son las primeras palabras de la Convención sobre corrupción. Nuestro flamante gobierno tiene como paradigma un país actuando la gran corrupción en Argentina y sirviendo a la internacional. Mientras grita contra hechos de corrupción comunes ciertos –que los hubo, hay y habrá– sus designaciones, reformas administrativas y medidas económicas y sociales, internas e internacionales, apuntan sin errar ni una a instalar el modelo imperial de máxima inmoralidad e injusticia global, que bien apunta Francisco en Laudatio Si como el máximo enemigo del ser humano por su persecución incesante de la ganancia privada extrema, derramada hacia la sociedad como modelo de inmoral codicia ciega, eficaz motor de la corrupción ordinaria, que sólo es un subproducto.
* Ex juez. Ex titular de la Oficina Anticorrupción.
Fui el primer titular de la Oficina Anticorrupción, creada por la Alianza en diciembre de 1999. La consigna era no ser una agencia funcional a la coyuntura política, por lo que permanecí en el cargo cuando cambiaron los ministros y también los presidentes, de modo que tuve cuatro. Sólo el primero intentó, sin éxito, inmiscuirse en las investigaciones del pequeño pero formidable equipo que dirigí. Renuncié por motivos personales cuando era presidente Eduardo Duhalde. Realizamos más de dos mil denuncias penales cuyos sólidos fundamentos probatorios obligaron a los jueces a darles curso; también retomamos las causas paralizadas. El fracaso fue casi total: los jueces federales penales –Claudio Bonadio ya era estrella entre ellos– usaron todo el inmenso poder e impunidad que les confiere el sistema procesal todavía vigente, más el apoyo de la corporación judicial incluida la Corte Suprema, logrando impedir los juicios –la excepción fue María Julia Alsogaray– y 15 años después sólo queda procesado, hasta donde conozco, el actual presidente del Banco Central, por su complicidad en el megacanje delarruista.
Ante la estupefacción que producía la dimensión de la corrupción durante el menemato, procuré buscar el porqué de ella. Buena parte de las conclusiones las reuní en Estado de la corrupción en la Argentina y el mundo 1990-2011 (Ed. Del Puerto, mismo año). En cuanto a nuestro país analicé las denuncias más resonantes habidas desde 2003. Cinco años después continúa mi interés en el tema.
Como ideológicamente provengo de la izquierda, cuando estudio busco entre serios investigadores de la derecha. Joseph Stiglitz me enseñó (parafraseando) que en los países emergentes –según su experiencia en el Banco Mundial– los hechos de corrupción de dimensiones y daño incomparables eran los cometidos por programas neoliberales privatizadores. En estos las coimas eran siderales porque los inversores se llevaban todo de una vez. Por añadidura, los países perdían sus bienes. En los Estados que mantenían su riqueza y economía bajo control, los actos de corrupción eran puntuales y “pequeños”, mediando funcionarios corruptos a encontrar para cada ocasión (Cómo hacer que funcione la globalización, Taurus, 2006). Más adelante, aprendí de Thomas Piketty y su formidable recopilación de datos y vuelco analítico a gráficos, que desde Reagan-Thatcher en adelante, el capitalismo global, impulsado desde los países centrales, entró en un vertiginoso aumento de la apropiación de bienes por parte de una ínfima minoría: hacia 2010 un milésimo de los adultos del mundo poseía el 20 por ciento de la riqueza mundial; un centésimo entre el 80 y el 90 por ciento; la mitad inferior tenía el 5 por ciento del patrimonio total. Sus rigurosos análisis demuestran un inexorable crecimiento de la tendencia –salvo fuerte intervención política o social– y, dentro del sistema, fundamenta que la peor receta política económica para el agravamiento es la suma de tomar deuda, más austeridad (El capital en el siglo XXI, FCE, 2015).
El capitalismo es un excelente sistema de crecimiento económico, con base inmoral desde que se asienta en la apropiación individual de trabajo social. Pero desde esa raíz inhumana, desde fines del siglo pasado su ineludible displasia se ha disparado de modo que ha pulverizado todas las normas éticas, morales y legales. Esa es la gran corrupción. El crecimiento inimaginable de las desigualdades, con miles de millones de seres miserables, desocupados y pobres y fortunas inconcebibles en poder del cienmillonésimo del total de adultos en el planeta (op.cit. p. 478) sólo se logra con superexplotación humana, inconmensurables ejércitos de desocupados, extractivismo suicida de bienes naturales, tráfico de drogas a gran escala, comercio de armas, monopolios privados sobre bienes comunes o de servicios de demanda inelástica, producción de dinero mediante sólo dinero, su lavado impune, llegando al final a las guaridas fiscales (sobre éstos, formidable estudio de otro capitalista, Las islas del tesoro, Thomas Shaxton, FCE, 2014).
“La corrupción socava la legitimidad de las instituciones públicas, atenta contra la sociedad, el orden moral y la justicia, así como contra el desarrollo integral de los pueblos” son las primeras palabras de la Convención sobre corrupción. Nuestro flamante gobierno tiene como paradigma un país actuando la gran corrupción en Argentina y sirviendo a la internacional. Mientras grita contra hechos de corrupción comunes ciertos –que los hubo, hay y habrá– sus designaciones, reformas administrativas y medidas económicas y sociales, internas e internacionales, apuntan sin errar ni una a instalar el modelo imperial de máxima inmoralidad e injusticia global, que bien apunta Francisco en Laudatio Si como el máximo enemigo del ser humano por su persecución incesante de la ganancia privada extrema, derramada hacia la sociedad como modelo de inmoral codicia ciega, eficaz motor de la corrupción ordinaria, que sólo es un subproducto.
* Ex juez. Ex titular de la Oficina Anticorrupción.