Estábamos en la plaza de Donado y Echeverría, a dos cuadras de mi casa, en una franja indecisa, de casitas bajas, entre Belgrano y Villa Urquiza que los viejos llamaban Villa Mazzini. Era 1945 y yo tenía tres años. Me solté de quien me llevaba de la mano y corrí, con pasitos todavía inseguros y los brazos extendidos, hacia un tío que llegaba a la plaza para dar la noticia a quien estaba conmigo: “Terminó la guerra”. Yo grité “Mussolini”. Nada más. Entre todos mis recuerdos es el más viejo. Reaccioné como un animalito con reflejos condicionados: guerra, por lo tanto, Mussolini. En mi casa se hablaba mucho de política, aprendí algunos apellidos antes que los de los actores de radioteatro y los cantores de tango. Esas dos palabras, en mi cabeza, quedaron unidas como si formaran una sola: guerramussolini.
Meses después, en octubre de ese año 45, me veo en brazos del mismo tío, en medio de un tumulto. Ese hermano de mi madre, un abogado cuyo estudio quedaba sobre la calle Perú, me llevaba al “centro” con frecuencia. Su secretaria, la que trabajaba en el estudio, seguramente se encargaba de mí en el baño y cumplía otras tareas sanitarias entonces consideradas patrimonio exclusivo de las mujeres. Cuando ella me evaluaba como provisoriamente lista, me pasaba a su jefe, un hombre elegante, vestido como un dandi, con moñito de seda negra, traje cruzado y sombrero orión.
Salíamos para ir a algún café a tomar granadina con soda o al banco, de donde una vez, en tren de broma o como respuesta a mi capricho, yo salí con un fajo de billetes en la mano. Otra vez, subí con él las escalinatas del Jockey Club (sobre la calle Florida, hasta su incendio en abril de 1953, cuando una noche grupos peronistas derrumbaron baluartes opositores). Allí mi tío se encontró casualmente con un amigo y pudimos entrar. La imagen que conservo de aquella exploración en los dominios oligárquicos no sé si responde a lo que percibí entonces, o a una corrección posterior, hecha de fotos y descripciones en novelas como las de Beatriz Guido. Predomina el azul y los portalámparas ambarinos.
Mi tío me hablaba como si yo pudiera entenderlo. Si hoy tuviera que definir sus ideas, diría que era un anarquista liberal, con rasgos populistas. Poco antes de morir publicó Los olvidados, una novela de tema rural. Pertenecía, con mi madre y todos sus hermanos, a una familia de origen inmigratorio que había logrado graduar en la universidad a dos de sus tres hijos, y en la entonces prestigiosa Escuela Normal a sus cinco hijas. Alguna vez vi la foto de graduación de mi tío, en un aula de la Facultad de Derecho, rodeado de muchachos de la elite novedosamente interrumpidos por ese Fernando del Río cuyo padre, mi abuelo Manuel, era un sastre gallego casado con una inmigrante piamontesa, clara, rubia, de ojos transparentes. Nada más típicamente argentino. Fernando del Río debe de haberse graduado alrededor de 1920.
Él, seguramente, fue quien me hablaba de Mussolini y de Hitler. Mi padre, un anglófilo instintivo, mencionaba con más frecuencia a Churchill y me contaba que las princesitas (una de ellas es hoy la reina Isabel II) caminaban con Churchill entre las ruinas de los bombardeos, para mostrar a su pueblo que conocían los riesgos. Mi padre habría desaprobado fuertemente la excursión de su hija, en brazos de su cuñado, ese día de octubre de 1945.
Estábamos allí, en Perú y Avenida de Mayo, una esquina por la que en las décadas siguientes he marchado, he huido de la policía, me he subido a las barandas de las estaciones del subte, me he sentado en el “London” cientos de veces. Una de las esquinas políticamente densas de Buenos Aires. Allí lo vi llegar, en marzo de 2008, a Luis D’Elia para encarar a quienes ya estaban reunidos protestando contra la resolución 125. Parada en esa esquina tomé notas en mi libreta para escribir un artículo periodístico. Hasta esa esquina llegué la primera noche del velorio de Kirchner, con la idea de quedarme, pero me di cuenta de que no era momento de dar explicaciones a quienes se sintieran ofendidos por mi presencia en la escena de su duelo. Desde la esquina más cercana a Plaza de Mayo, a una cuadra de Perú, asistí, desesperada, a la borrachera patriótica por las Malvinas, que el dictador Galtieri se dio el lujo de alentar desde los balcones históricos. La enumeración completa sería imposible o demasiado larga.
Entonces, mi tío Fernando me llevaba en brazos, alzada a la altura de su hombro. Nos rodeaban hombres que gritaban como nunca antes había escuchado. Nos movíamos sin cambiar de lugar, como si todos formáramos parte de un cuerpo colectivo. Unos metros hacia adelante, recuerdo, creo recordar, que, ensartado en un palo, uno de ellos llevaba un corsé, de esos con largas ballenas, que todavía usaban las señoras mayores y elegantes: una prenda seguramente atribuida a las mujeres ricas. En los archivos de octubre de 1945, busqué muchas veces esa fotografía. Nunca la encontré y me inclino a pensar que sería la confirmación de una imagen soñada. Aunque quizá no, quizás ese estandarte exista en alguna parte. Quizá yo misma esté, borrosa, en un último plano.
Nada más. Durante nuestro regreso a casa, mi tío me dijo que no teníamos que decir dónde había transcurrido nuestra tarde.
Dos años y medio después, en febrero de 1948, yo andaba con mi tío por un camino de campo. Los dos vestíamos bombachas criollas y los dos llevábamos sombreros con barbijo y alpargatas. Mi tío monologaba sobre incendios provocados por el ferrocarril en los campos cercanos a las vías (después supe que defendió a varios pequeños propietarios). Ese iba a ser una de sus últimos grandes soliloquios, porque murió en marzo. Me ocultaron su muerte durante meses (“se quedó en el campo”) y no me festejaron el cumpleaños.
De repente, corté su monólogo y le pregunté si él era peronista o antiperonista. En la familia había miembros de los dos bandos, de modo que la pregunta me iba a permitir hacer un cálculo. Nunca había escuchado a mi tío discutiendo con mi padre, pero tampoco era capaz de sacar conclusiones de esa abstención de debate.
Para darse tiempo, como un buen actor, mi tío tuvo un reflejo corporal. Me dijo: “Vos seguí caminando, que yo te alcanzo”. Esa frase significaba que yo debía avanzar derecha y sin darme vuelta, porque alguien (el que la pronunciara) iba a ponerse a orinar detrás de un tala o un algarrobo.
Cuando me alcanzó, probablemente sin pensar que yo podía haber olvidado la pregunta porque mi atención fluctuaba entre el perro que nos seguía, un cuis al que le había tirado un piedrazo y una mata de piquillín descubierta por sus frutos rojos un poco más adelante, mi tío retomó la cuestión. “Mirá, es medio difícil de explicar, no porque vos seas chica, sino porque es peliagudo. Yo me siento más cerca de los peronistas, aunque no soy peronista. ¿Entendés?” Naturalmente, yo no había entendido y era imposible que entendiera si las palabras que me dijo fueron más o menos las que recuerdo. Mi tío, semanas antes de morir, fraseaba con sencillez el dilema que preocupó a varias generaciones, sobre todo después del golpe de 1955.
Otra tarde, andando por ese mismo camino que llevaba hasta la tranquera de entrada al campo, en un acto de irreflexiva espontaneidad, mi tío me invitó a que fuéramos hasta el matadero, que quedaba a seiscientos metros, y desde donde, los días con viento del sudeste, llegaban ráfagas de olor a vísceras podridas. Se presentó (lo conocía todo el mundo) y entramos a una especie de corralón alargado, donde los animales eran empujados por un pasillo estrecho del que no podían escapar. Cuando llegaban al extremo, un hombre les pegaba un golpe en el testuz con una maza, y el animal trastabillaba atontado. En ese momento intervenía el matarife con su cuchillo.
A diferencia de las piadosas historias que hoy circulan, no me convertí en vegetariana en ese mismo instante. Se ve que no vine a este mundo con los instintos adecuados. En ausencia de una piedad instintiva, mi tío debió haberme dado antes una lección, pero creo que su talante anarco-liberal se lo habría impedido. Por otra parte, yo estaba acostumbrada a ver carnear cabritos, que antes había mimado, como en El sacrificio de Blas, el relato de Benito Lynch, quien, escritor baqueano en la campaña bonaerense, vio mil veces a una niña llorando a su cabrito preferido y, más tarde, engulléndoselo. La piedad frente a los animales se aprende mejor en las ciudades, pese a que en las ciudades se los trata cruelmente y se los exhibe en escaparates bajo el nombre de zoológicos; se mantienen perros de ochenta kilos en departamentos de un ambiente y se los entrega a paseadores que a su vez los encierran en los pestilentes caniles de las plazas.
Bien, mi tío, hombre nacido a fines del siglo XIX, no conocía nada de esto y me llevó de paseo al matadero. Esa noche, mientras comíamos, conté nuestra visita. Alguien me dijo que justo de esas cosas no se habla en la mesa. Se trataba de modales, no de piedad.
O sea que en aquellas tardes de campo aprendía muchas cosas: por ejemplo, de dónde salía el asado; o que alguien podía no sentirse ni blanco ni negro, ni peronista ni antiperonista, aunque al mismo tiempo se ubicara más cerca de unos que de otros. En realidad, no afirmaría que me lo enseñaron, porque no hubo gestos que evocaran una intención pedagógica. Mi tío, sencillamente, había hecho una declaración política y, otro día, se le había ocurrido presenciar conmigo una escena singularmente sangrienta. Si se quiere, se puede trazar una línea desde El Matadero de Echeverría hasta el matadero del pueblito donde estaba nuestra casa: y también una línea, que mi tío prefería evitar, entre el desenlace político del relato de Echeverría y el peronismo. Justamente esa línea de comparar rosismo y peronismo era la que mi tío no pisaba.
Miro una foto profesional del estudio A. Mazer, sobre la calle Cabildo, donde un fotógrafo de oficio, con máquinas de gran porte e iluminación cuidada, tomaba las imágenes importantes en la vida de sus modelos: primera comunión, el mejor disfraz de carnaval, casamiento, familia con hijos, etc. La de mi tío es sólo su cabeza y hombros, como si se tratara del busto de una escultura. Era sin duda el más lindo de la familia, como si en él se hubieran seleccionados los mejores rasgos que aparecían dispersos y peor combinados en sus hermanas y hermanos. Los ojos oscuros y la nariz recta parecen los de algún actor de la época. La mirada es dura, pero su sonrisa era franca y melancólica.
——-
Beatriz Sarlo. Mucha vida pasó bajo el puente desde que, en 1966, veinteañera, se recibió de licenciada en Letras. Trabajó, primero, en una mirada sociológica de los textos y los autores. En política –tiempos de Onganía– inició una breve militancia política en el peronismo de la CGT Colón (sindicalismo “alternativo y revolucionario”, recuerda). En los 70 se sumó al Partido Comunista Revolucionario. En 1978 fundó, en semiclandestinidad, la revista “Punto de Vista”. Luego de la recuperación de la democracia, con posiciones políticas de centroizquierda, cinceló un estilo de análisis sagaz que la convirtió en la gran analista de los procesos sociales argentinos. Ha publicado ensayos y libros académicos.
Meses después, en octubre de ese año 45, me veo en brazos del mismo tío, en medio de un tumulto. Ese hermano de mi madre, un abogado cuyo estudio quedaba sobre la calle Perú, me llevaba al “centro” con frecuencia. Su secretaria, la que trabajaba en el estudio, seguramente se encargaba de mí en el baño y cumplía otras tareas sanitarias entonces consideradas patrimonio exclusivo de las mujeres. Cuando ella me evaluaba como provisoriamente lista, me pasaba a su jefe, un hombre elegante, vestido como un dandi, con moñito de seda negra, traje cruzado y sombrero orión.
Salíamos para ir a algún café a tomar granadina con soda o al banco, de donde una vez, en tren de broma o como respuesta a mi capricho, yo salí con un fajo de billetes en la mano. Otra vez, subí con él las escalinatas del Jockey Club (sobre la calle Florida, hasta su incendio en abril de 1953, cuando una noche grupos peronistas derrumbaron baluartes opositores). Allí mi tío se encontró casualmente con un amigo y pudimos entrar. La imagen que conservo de aquella exploración en los dominios oligárquicos no sé si responde a lo que percibí entonces, o a una corrección posterior, hecha de fotos y descripciones en novelas como las de Beatriz Guido. Predomina el azul y los portalámparas ambarinos.
Mi tío me hablaba como si yo pudiera entenderlo. Si hoy tuviera que definir sus ideas, diría que era un anarquista liberal, con rasgos populistas. Poco antes de morir publicó Los olvidados, una novela de tema rural. Pertenecía, con mi madre y todos sus hermanos, a una familia de origen inmigratorio que había logrado graduar en la universidad a dos de sus tres hijos, y en la entonces prestigiosa Escuela Normal a sus cinco hijas. Alguna vez vi la foto de graduación de mi tío, en un aula de la Facultad de Derecho, rodeado de muchachos de la elite novedosamente interrumpidos por ese Fernando del Río cuyo padre, mi abuelo Manuel, era un sastre gallego casado con una inmigrante piamontesa, clara, rubia, de ojos transparentes. Nada más típicamente argentino. Fernando del Río debe de haberse graduado alrededor de 1920.
Él, seguramente, fue quien me hablaba de Mussolini y de Hitler. Mi padre, un anglófilo instintivo, mencionaba con más frecuencia a Churchill y me contaba que las princesitas (una de ellas es hoy la reina Isabel II) caminaban con Churchill entre las ruinas de los bombardeos, para mostrar a su pueblo que conocían los riesgos. Mi padre habría desaprobado fuertemente la excursión de su hija, en brazos de su cuñado, ese día de octubre de 1945.
Estábamos allí, en Perú y Avenida de Mayo, una esquina por la que en las décadas siguientes he marchado, he huido de la policía, me he subido a las barandas de las estaciones del subte, me he sentado en el “London” cientos de veces. Una de las esquinas políticamente densas de Buenos Aires. Allí lo vi llegar, en marzo de 2008, a Luis D’Elia para encarar a quienes ya estaban reunidos protestando contra la resolución 125. Parada en esa esquina tomé notas en mi libreta para escribir un artículo periodístico. Hasta esa esquina llegué la primera noche del velorio de Kirchner, con la idea de quedarme, pero me di cuenta de que no era momento de dar explicaciones a quienes se sintieran ofendidos por mi presencia en la escena de su duelo. Desde la esquina más cercana a Plaza de Mayo, a una cuadra de Perú, asistí, desesperada, a la borrachera patriótica por las Malvinas, que el dictador Galtieri se dio el lujo de alentar desde los balcones históricos. La enumeración completa sería imposible o demasiado larga.
Entonces, mi tío Fernando me llevaba en brazos, alzada a la altura de su hombro. Nos rodeaban hombres que gritaban como nunca antes había escuchado. Nos movíamos sin cambiar de lugar, como si todos formáramos parte de un cuerpo colectivo. Unos metros hacia adelante, recuerdo, creo recordar, que, ensartado en un palo, uno de ellos llevaba un corsé, de esos con largas ballenas, que todavía usaban las señoras mayores y elegantes: una prenda seguramente atribuida a las mujeres ricas. En los archivos de octubre de 1945, busqué muchas veces esa fotografía. Nunca la encontré y me inclino a pensar que sería la confirmación de una imagen soñada. Aunque quizá no, quizás ese estandarte exista en alguna parte. Quizá yo misma esté, borrosa, en un último plano.
Nada más. Durante nuestro regreso a casa, mi tío me dijo que no teníamos que decir dónde había transcurrido nuestra tarde.
Dos años y medio después, en febrero de 1948, yo andaba con mi tío por un camino de campo. Los dos vestíamos bombachas criollas y los dos llevábamos sombreros con barbijo y alpargatas. Mi tío monologaba sobre incendios provocados por el ferrocarril en los campos cercanos a las vías (después supe que defendió a varios pequeños propietarios). Ese iba a ser una de sus últimos grandes soliloquios, porque murió en marzo. Me ocultaron su muerte durante meses (“se quedó en el campo”) y no me festejaron el cumpleaños.
De repente, corté su monólogo y le pregunté si él era peronista o antiperonista. En la familia había miembros de los dos bandos, de modo que la pregunta me iba a permitir hacer un cálculo. Nunca había escuchado a mi tío discutiendo con mi padre, pero tampoco era capaz de sacar conclusiones de esa abstención de debate.
Para darse tiempo, como un buen actor, mi tío tuvo un reflejo corporal. Me dijo: “Vos seguí caminando, que yo te alcanzo”. Esa frase significaba que yo debía avanzar derecha y sin darme vuelta, porque alguien (el que la pronunciara) iba a ponerse a orinar detrás de un tala o un algarrobo.
Cuando me alcanzó, probablemente sin pensar que yo podía haber olvidado la pregunta porque mi atención fluctuaba entre el perro que nos seguía, un cuis al que le había tirado un piedrazo y una mata de piquillín descubierta por sus frutos rojos un poco más adelante, mi tío retomó la cuestión. “Mirá, es medio difícil de explicar, no porque vos seas chica, sino porque es peliagudo. Yo me siento más cerca de los peronistas, aunque no soy peronista. ¿Entendés?” Naturalmente, yo no había entendido y era imposible que entendiera si las palabras que me dijo fueron más o menos las que recuerdo. Mi tío, semanas antes de morir, fraseaba con sencillez el dilema que preocupó a varias generaciones, sobre todo después del golpe de 1955.
Otra tarde, andando por ese mismo camino que llevaba hasta la tranquera de entrada al campo, en un acto de irreflexiva espontaneidad, mi tío me invitó a que fuéramos hasta el matadero, que quedaba a seiscientos metros, y desde donde, los días con viento del sudeste, llegaban ráfagas de olor a vísceras podridas. Se presentó (lo conocía todo el mundo) y entramos a una especie de corralón alargado, donde los animales eran empujados por un pasillo estrecho del que no podían escapar. Cuando llegaban al extremo, un hombre les pegaba un golpe en el testuz con una maza, y el animal trastabillaba atontado. En ese momento intervenía el matarife con su cuchillo.
A diferencia de las piadosas historias que hoy circulan, no me convertí en vegetariana en ese mismo instante. Se ve que no vine a este mundo con los instintos adecuados. En ausencia de una piedad instintiva, mi tío debió haberme dado antes una lección, pero creo que su talante anarco-liberal se lo habría impedido. Por otra parte, yo estaba acostumbrada a ver carnear cabritos, que antes había mimado, como en El sacrificio de Blas, el relato de Benito Lynch, quien, escritor baqueano en la campaña bonaerense, vio mil veces a una niña llorando a su cabrito preferido y, más tarde, engulléndoselo. La piedad frente a los animales se aprende mejor en las ciudades, pese a que en las ciudades se los trata cruelmente y se los exhibe en escaparates bajo el nombre de zoológicos; se mantienen perros de ochenta kilos en departamentos de un ambiente y se los entrega a paseadores que a su vez los encierran en los pestilentes caniles de las plazas.
Bien, mi tío, hombre nacido a fines del siglo XIX, no conocía nada de esto y me llevó de paseo al matadero. Esa noche, mientras comíamos, conté nuestra visita. Alguien me dijo que justo de esas cosas no se habla en la mesa. Se trataba de modales, no de piedad.
O sea que en aquellas tardes de campo aprendía muchas cosas: por ejemplo, de dónde salía el asado; o que alguien podía no sentirse ni blanco ni negro, ni peronista ni antiperonista, aunque al mismo tiempo se ubicara más cerca de unos que de otros. En realidad, no afirmaría que me lo enseñaron, porque no hubo gestos que evocaran una intención pedagógica. Mi tío, sencillamente, había hecho una declaración política y, otro día, se le había ocurrido presenciar conmigo una escena singularmente sangrienta. Si se quiere, se puede trazar una línea desde El Matadero de Echeverría hasta el matadero del pueblito donde estaba nuestra casa: y también una línea, que mi tío prefería evitar, entre el desenlace político del relato de Echeverría y el peronismo. Justamente esa línea de comparar rosismo y peronismo era la que mi tío no pisaba.
Miro una foto profesional del estudio A. Mazer, sobre la calle Cabildo, donde un fotógrafo de oficio, con máquinas de gran porte e iluminación cuidada, tomaba las imágenes importantes en la vida de sus modelos: primera comunión, el mejor disfraz de carnaval, casamiento, familia con hijos, etc. La de mi tío es sólo su cabeza y hombros, como si se tratara del busto de una escultura. Era sin duda el más lindo de la familia, como si en él se hubieran seleccionados los mejores rasgos que aparecían dispersos y peor combinados en sus hermanas y hermanos. Los ojos oscuros y la nariz recta parecen los de algún actor de la época. La mirada es dura, pero su sonrisa era franca y melancólica.
——-
Beatriz Sarlo. Mucha vida pasó bajo el puente desde que, en 1966, veinteañera, se recibió de licenciada en Letras. Trabajó, primero, en una mirada sociológica de los textos y los autores. En política –tiempos de Onganía– inició una breve militancia política en el peronismo de la CGT Colón (sindicalismo “alternativo y revolucionario”, recuerda). En los 70 se sumó al Partido Comunista Revolucionario. En 1978 fundó, en semiclandestinidad, la revista “Punto de Vista”. Luego de la recuperación de la democracia, con posiciones políticas de centroizquierda, cinceló un estilo de análisis sagaz que la convirtió en la gran analista de los procesos sociales argentinos. Ha publicado ensayos y libros académicos.