La política es impiadosa con los licenciados y mucho más, con los ingenieros. Las simpatías colectivas no responden a las leyes de la razón sino a los dictados del bolsillo o los designios de la emoción.
La situación paradojal en que se encuentra el gobierno del ingeniero Mauricio Macri merece recurrir a la alegoría de una aeronave que cae en picada. Siendo el avión la propia República Argentina, causa sorpresa ver bailar en su balcón a la señora piloto que dejó la cabina cuando aquel entró en pérdida, sin que los pasajeros lo advirtiesen, disfrutando todavía la película nocturna y, tal vez, la última cena.
La política es impiadosa con los ingenieros pues, cuando llega el momento de retomar el comando del vuelo y salvar a quienes cenan o dormitan, es inevitable apagar las luces, retirar las bandejas, interrumpir la película, bloquear los baños, soltar las máscaras de oxígeno, apretar los cinturones y transmitir la emergencia, en lugar de tararear «Avanti morocha».
Toda la energía de la aeronave y el esfuerzo de su tripulación se centran en nivelar el vuelo y potenciar las turbinas, aunque haya un clamor sonoro para que vuelva la luz, continúe el cine y se devuelvan las bandejas. Todos se quejan por la rudeza de las medidas, gritan las mujeres, se desmayan los ancianos, lloran los niños y se enfurecen los hombres, mientras buscan las bolsitas que no encuentran, como los botes del Titanic.
El avión cae pues tiene exceso de peso, baja calidad de combustible, falta de mantenimiento y desconexión de radio. La mayoría de los viajeros son de favor, esto es, «ñoquis», y reclaman como si hubieran abonado su pasaje. Han cargado la bodega de más, gracias a guiños militantes. Y la gasolina fue pagada como buena, pero recibida muy mala, en connivencia con amigos proveedores. Al igual que el mantenimiento fingido, los repuestos reacondicionados y las partes soldadas en talleres clandestinos del conurbano.
Cuando el gobierno del ingeniero Macri dispuso sus primeras medidas para evitar que la Argentina se estrellase contra el piso, debió potenciar los motores de la economía, liberando el cepo cambiario, eliminando retenciones y aumentando tarifas. No lo hizo para favorecer a las empresas en desmedro de los trabajadores, ni a los ricos frente a los pobres. Transfirió combustible y no riqueza para dar energía al avión que debe llevar en su interior a toda la población pagando sueldos y tributando impuestos. Impuestos destinados a pagar más sueldos, jubilaciones, pensiones, planes sociales y subsidios.
El país no podrá recuperarse si el sector productivo no se pone en marcha, aumentando inversiones, elevando la producción y creando empleo genuino. En otras palabras, hay que detener la caída libre y alcanzar el vuelo nivelado.
Pero la política es impiadosa con los ingenieros. Desde los aliados bien pensantes hasta la oposición más recalcitrante, todos prefieren ignorar la realidad del desplome y reivindican compensaciones como si flotásemos en la estratósfera. Como si el accidente en ciernes pudiera evitarse con atenciones a los pasajeros y gentil gradualismo para enderezar a la imparable aeronave.
La Argentina es un país muy especial. Todos están comprometidos con el desastre colectivo, pues todos, en mayor o menor medida, han operado «en negro», corrompido a las autoridades, abusado de lo público y consentido la ausencia del Estado en seguridad, educación, justicia, salud, cloacas y agua potable. Ocultando verdades y silenciando evidencias.
Todos saben que la altísima inflación tiene origen en ese desmadre de lo público y el aprovechamiento masivo de los recursos colectivos. Allí están quienes abordaron gratis y quienes cargaron valijas excedidas. Quienes vendieron caro y pagaron barato. Sin sonrojar, protestan como el resto e intentan ingresar a la cabina para presionar a los pilotos.
Ante el tumulto de opositores, oportunistas y bien pensantes, la tripulación macrista mira el altímetro con un ojo y con el otro, las encuestas. Mientras alza las tarifas, corre a ocuparse de los más débiles, ofrece contención a las mujeres y calma el llanto de los niños. Forzada por la opinión pública, vuelve a ofrecer snacks y retoma las películas interrumpidas. Pero todo parece insuficiente.
Sabiendo que no alcanza con los snacks ni con las películas, la señora del balcón propone un frente de resistencia para que se devuelva el precio de los pasajes y hasta un voucher para compensar los disgustos provocados por el ingeniero.
El lenguaje metafórico tiene sus límites y la dramaticidad del momento requiere retornar al texto explícito. Han sido tantos años de populismo que todos nos hemos acostumbrado al reino de la gratuidad. Desde 2002, la electricidad, el gas y el transporte fueron casi sin costo. La población se habituó a llenar sus changuitos y a comprar electrodomésticos con el ahorro de esos servicios casi gratuitos. La sociedad argentina se consumió, a través de esos gastos privados, el capital invertido en generar y distribuir electricidad, gas y agua potable; en producir hidrocarburos, carne, trigo y maíz; en rutas y autopistas; en represas, puertos, escuelas y hospitales; en cloacas y viviendas sociales. Y, de paso, se consumió también el capital moral, canjeando principios éticos por subsidios.
Hubo además quienes, en lugar de changuitos, utilizaron aviones, camiones y valijas para apropiarse de los recursos públicos en forma masiva, aunque la militancia simule un idealismo superador de las pequeñeces humanas. Y muchos dirigentes políticos, sindicales y empresarios también prefieren meter los aviones, valijas y camiones bajo la alfombra para asegurar su impunidad, con la consigna de asegurar la gobernabilidad.
En esta coyuntura, la única forma de nivelar el vuelo es mediante una recuperación de precios relativos para que haya inversión, sin la cual no habrá empleos, ni sueldos, ni subsidios, ni planes para nadie.
No es una transferencia de riqueza a los más poderosos, como lo imputan dirigentes opositores. Esa visión estática y medieval desconoce que la riqueza de una sociedad no es una cantidad fija, sino una creación que debe fluir todos los días, con el funcionamiento de las fábricas, el cultivo de los campos, la marcha de las oficinas o la construcción de las obras.
En el proceso de nivelación, todas las cosas parecen más caras y muchos prefieren volver a la Argentina del pasado, la que todos conocemos y para la que estamos bien entrenados. La argentinísima carrera de precios y salarios basada en la inflación, donde el acceso a los bienes se logra con emisión, aunque luego se escapan antes de haberlos disfrutado.
Pero las cosas en nuestro país no son más caras que en el resto del mundo, sino que los salarios son bajos por falta de productividad. Si las empresas deben mantener con impuestos el universo clientelista heredado en el sector público y, en particular, en las provincias; si los impuestos tienen que reemplazar a la inflación para atender las pérdidas del dólar futuro que dejó el kirchnerismo; si con impuestos se debe reducir el déficit acumulado en infraestructura y equipamiento; si con recursos genuinos se deben sufragar la deuda interna, las facturas impagas, los juicios previsionales y los pleitos internacionales, el sector privado carga con un peso enorme que impide alcanzar la competitividad requerida para pagar sueldos como en los países desarrollados. Y para que los precios internacionales nos parezcan normales.
Ahora que el frente externo se ha disipado y la Argentina puede acceder al mercado de capitales, es fundamental que el piloto pueda conducir al país hacia un cielo azul de crecimiento con inclusión verdadera y trabajo digno. Y que los opositores, gobernadores, sindicalistas y empresarios no intenten torcerle el rumbo para perpetuar el modelo del fracaso aprovechando el crédito restablecido y los votos del Congreso.
Todas éstas son obviedades, pero deben repetirse hasta la saciedad, pues la nariz del avión todavía apunta hacia el suelo y los tumultos de a bordo pueden impedir que el vuelo se nivele y que no sigamos en caída como Venezuela.
La situación paradojal en que se encuentra el gobierno del ingeniero Mauricio Macri merece recurrir a la alegoría de una aeronave que cae en picada. Siendo el avión la propia República Argentina, causa sorpresa ver bailar en su balcón a la señora piloto que dejó la cabina cuando aquel entró en pérdida, sin que los pasajeros lo advirtiesen, disfrutando todavía la película nocturna y, tal vez, la última cena.
La política es impiadosa con los ingenieros pues, cuando llega el momento de retomar el comando del vuelo y salvar a quienes cenan o dormitan, es inevitable apagar las luces, retirar las bandejas, interrumpir la película, bloquear los baños, soltar las máscaras de oxígeno, apretar los cinturones y transmitir la emergencia, en lugar de tararear «Avanti morocha».
Toda la energía de la aeronave y el esfuerzo de su tripulación se centran en nivelar el vuelo y potenciar las turbinas, aunque haya un clamor sonoro para que vuelva la luz, continúe el cine y se devuelvan las bandejas. Todos se quejan por la rudeza de las medidas, gritan las mujeres, se desmayan los ancianos, lloran los niños y se enfurecen los hombres, mientras buscan las bolsitas que no encuentran, como los botes del Titanic.
El avión cae pues tiene exceso de peso, baja calidad de combustible, falta de mantenimiento y desconexión de radio. La mayoría de los viajeros son de favor, esto es, «ñoquis», y reclaman como si hubieran abonado su pasaje. Han cargado la bodega de más, gracias a guiños militantes. Y la gasolina fue pagada como buena, pero recibida muy mala, en connivencia con amigos proveedores. Al igual que el mantenimiento fingido, los repuestos reacondicionados y las partes soldadas en talleres clandestinos del conurbano.
Cuando el gobierno del ingeniero Macri dispuso sus primeras medidas para evitar que la Argentina se estrellase contra el piso, debió potenciar los motores de la economía, liberando el cepo cambiario, eliminando retenciones y aumentando tarifas. No lo hizo para favorecer a las empresas en desmedro de los trabajadores, ni a los ricos frente a los pobres. Transfirió combustible y no riqueza para dar energía al avión que debe llevar en su interior a toda la población pagando sueldos y tributando impuestos. Impuestos destinados a pagar más sueldos, jubilaciones, pensiones, planes sociales y subsidios.
El país no podrá recuperarse si el sector productivo no se pone en marcha, aumentando inversiones, elevando la producción y creando empleo genuino. En otras palabras, hay que detener la caída libre y alcanzar el vuelo nivelado.
Pero la política es impiadosa con los ingenieros. Desde los aliados bien pensantes hasta la oposición más recalcitrante, todos prefieren ignorar la realidad del desplome y reivindican compensaciones como si flotásemos en la estratósfera. Como si el accidente en ciernes pudiera evitarse con atenciones a los pasajeros y gentil gradualismo para enderezar a la imparable aeronave.
La Argentina es un país muy especial. Todos están comprometidos con el desastre colectivo, pues todos, en mayor o menor medida, han operado «en negro», corrompido a las autoridades, abusado de lo público y consentido la ausencia del Estado en seguridad, educación, justicia, salud, cloacas y agua potable. Ocultando verdades y silenciando evidencias.
Todos saben que la altísima inflación tiene origen en ese desmadre de lo público y el aprovechamiento masivo de los recursos colectivos. Allí están quienes abordaron gratis y quienes cargaron valijas excedidas. Quienes vendieron caro y pagaron barato. Sin sonrojar, protestan como el resto e intentan ingresar a la cabina para presionar a los pilotos.
Ante el tumulto de opositores, oportunistas y bien pensantes, la tripulación macrista mira el altímetro con un ojo y con el otro, las encuestas. Mientras alza las tarifas, corre a ocuparse de los más débiles, ofrece contención a las mujeres y calma el llanto de los niños. Forzada por la opinión pública, vuelve a ofrecer snacks y retoma las películas interrumpidas. Pero todo parece insuficiente.
Sabiendo que no alcanza con los snacks ni con las películas, la señora del balcón propone un frente de resistencia para que se devuelva el precio de los pasajes y hasta un voucher para compensar los disgustos provocados por el ingeniero.
El lenguaje metafórico tiene sus límites y la dramaticidad del momento requiere retornar al texto explícito. Han sido tantos años de populismo que todos nos hemos acostumbrado al reino de la gratuidad. Desde 2002, la electricidad, el gas y el transporte fueron casi sin costo. La población se habituó a llenar sus changuitos y a comprar electrodomésticos con el ahorro de esos servicios casi gratuitos. La sociedad argentina se consumió, a través de esos gastos privados, el capital invertido en generar y distribuir electricidad, gas y agua potable; en producir hidrocarburos, carne, trigo y maíz; en rutas y autopistas; en represas, puertos, escuelas y hospitales; en cloacas y viviendas sociales. Y, de paso, se consumió también el capital moral, canjeando principios éticos por subsidios.
Hubo además quienes, en lugar de changuitos, utilizaron aviones, camiones y valijas para apropiarse de los recursos públicos en forma masiva, aunque la militancia simule un idealismo superador de las pequeñeces humanas. Y muchos dirigentes políticos, sindicales y empresarios también prefieren meter los aviones, valijas y camiones bajo la alfombra para asegurar su impunidad, con la consigna de asegurar la gobernabilidad.
En esta coyuntura, la única forma de nivelar el vuelo es mediante una recuperación de precios relativos para que haya inversión, sin la cual no habrá empleos, ni sueldos, ni subsidios, ni planes para nadie.
No es una transferencia de riqueza a los más poderosos, como lo imputan dirigentes opositores. Esa visión estática y medieval desconoce que la riqueza de una sociedad no es una cantidad fija, sino una creación que debe fluir todos los días, con el funcionamiento de las fábricas, el cultivo de los campos, la marcha de las oficinas o la construcción de las obras.
En el proceso de nivelación, todas las cosas parecen más caras y muchos prefieren volver a la Argentina del pasado, la que todos conocemos y para la que estamos bien entrenados. La argentinísima carrera de precios y salarios basada en la inflación, donde el acceso a los bienes se logra con emisión, aunque luego se escapan antes de haberlos disfrutado.
Pero las cosas en nuestro país no son más caras que en el resto del mundo, sino que los salarios son bajos por falta de productividad. Si las empresas deben mantener con impuestos el universo clientelista heredado en el sector público y, en particular, en las provincias; si los impuestos tienen que reemplazar a la inflación para atender las pérdidas del dólar futuro que dejó el kirchnerismo; si con impuestos se debe reducir el déficit acumulado en infraestructura y equipamiento; si con recursos genuinos se deben sufragar la deuda interna, las facturas impagas, los juicios previsionales y los pleitos internacionales, el sector privado carga con un peso enorme que impide alcanzar la competitividad requerida para pagar sueldos como en los países desarrollados. Y para que los precios internacionales nos parezcan normales.
Ahora que el frente externo se ha disipado y la Argentina puede acceder al mercado de capitales, es fundamental que el piloto pueda conducir al país hacia un cielo azul de crecimiento con inclusión verdadera y trabajo digno. Y que los opositores, gobernadores, sindicalistas y empresarios no intenten torcerle el rumbo para perpetuar el modelo del fracaso aprovechando el crédito restablecido y los votos del Congreso.
Todas éstas son obviedades, pero deben repetirse hasta la saciedad, pues la nariz del avión todavía apunta hacia el suelo y los tumultos de a bordo pueden impedir que el vuelo se nivele y que no sigamos en caída como Venezuela.